viernes, febrero 29, 2008

Bicho y el barrenador

Ahora que estoy acá nuevamente, rodeada de pánicos por lluvia y hecha toda una fanática del reality de Fabián Mazzei, me doy cuenta de cuánto extraño la costa.
Un día de playa en las arenas de Mar de Ajó era una experiencia para no olvidar jamás. Nuestro guardavidas tenía pelo gris por los hombros y una panza que podía tranquilamente contener a toda una familia virgen de lobos marinos hibernando. La pregunta era cómo mierda este hombre que no podía mantener a flote sus propias bolas sudadas iba a sobrevivir en un intento de salvataje.
Nadie nunca se ahogó, pero el peligro acechaba en todo momento. Apenas llegamos, mi hombre manifestó su deseo de comprar una sombrilla y dos esterillitas. Para aquellos que no sepan a qué me refiero con “esterillitas”, les comento que son como lonas de madera balsa unidas por hilitos que permiten el ingreso de arena y no son aptas para mujeres con tetas. El único modo de tomar sol sobre una cosa de esas (siendo mujer) es habiendo previamente cavado 2 pozos en la arena bajo la esterilla de modo que esto permita hundir ahí los pechos, en lugar de chocarlos contra la piedra molida.
Ya con todas las pelotudecitas encima, fuimos a la playa. Mi varón de los 4 mares comenzó a cavar un túnel para meter la sombrilla del horror con el objetivo de que quedara parada. Una vez que creyó que ya estaba, penetró el caño blanco y yo, para asegurarme, le tiré arena mojada encima y a los costados. Cabe destacar que esta arena no hacía más que volvérsenos encima como una maldición budista. Cada vez que intentaba levantar la bulba para refrescarla en las aguas negras de la costa, el miedo me poseía y debía volver a sostener la sombrilla. No sé si habré estado traumada por el joven al que se le clavó un cubre sol de estos en la nuca o si habrá sido pura intuición, pero los primeros dos días no pude levantarme y dejar a mi sombrilla tricolor sola. La sola idea de mis cantos golpeándose unos a otros mientras yo corría a detener al paraguas gigante me desesperaba, me daba ganas de llorar. Prefería asarme con ajo y perejil con una remera de Ginno Renni antes de tremenda vergüenza.
Estos días de vigiliaporposiblevuelo sirvieron para hacernos de conocidos visuales. Entre ellos solo hay una pareja que es necesario mencionar. Ellos eran Bicho y el barrenador.
Bicho era una mujer de malla enteriza, mulatona y de bigotes, con celulitis invasora tipo A, que descansaba en la carpa que el barrenador gentilmente le había construido y solo gemía desde el suelo cuando la arena la acechaba debajo de su toallón. Bicho usaba collares llamativos y sandalias atemorizantes, era una adefesio, una malformación de la madre tierra… pero tenía un barrenador a su lado.
El barrenador era un gil. Pero un gil total, así como deben ser los hombres sometidos. Tenía ojeras negras y cara de necesito un perro que me quiera. Cuando Bicho se dormía y la esperanza de que hubiera muerto renacía en el corazón del flacucho barrenante, él lentamente se alejaba, se calzaba las patas de rana y el traje de neopreno, tomaba su tabla con ambas manos y caminaba hacia atrás hasta la orilla, ante la mirada atenta del guardavidas que no sabía si dejarlo morir entre algas para evitarle una vida junto al bicho o aconsejarlo para un pronto regreso. Una vez dentro del agua, el muchacho chequeaba que bicho no supiera dónde poronga estaba y se adentraba en las olas turbulentas. Aún cuando todos esperábamos una pirueta, un brusco cambio en la marea, el gil se tiraba de panza y barrenaba como un infante hasta la zona de caracolitos enterrados. ¿Bicho lo alentaba como buena dama de compañía? No. Claro que no. Entonces él, luego de varias panzadas y oleadas, volvía, mojadito, a sacar con la palita la arena que ya para esa altura, cubría las rodillas de su espantosa mujer.
Este ritual fue visto en más de 3 oportunidades hasta que compramos un utensilio que fue lo único que regresó con nosotros al departamento: “un pituto”, lo llamó el kiosquero. Esto era un taladro de plástico que se encastraba en la parte perforadora del palo sombrillal y luego literamente se enroscaba hasta donde uno quisiera dentro de la arena. La firmeza que adquiría el palo no se comparaba con nada, ahora comprendíamos el placer de tener una sombrilla, la emoción de saber que nadie, ni el Rey Arturo ni Arana nunca la arrancarían del suelo. El temor a la sombrilla había quedado en el pasado… y Bicho también.

martes, febrero 19, 2008

¡Kching!

El sol no nos había dado tregua por más de 4 días. De pronto, mientras miraba el final de “Son de Fierro” esperando la inminente muerte de algún otro integrante de la desdichada familia de Lapport, noté que mis pies estaban plagados de granos. La alergia a la gran bola de fuego suprema comenzaba a esparcirse desde mis extremidades, creando forúnculos de diversos tamaños, colores y puntas. Entonces pedí un deseo: “Que llueva así descanso del sol un rato”.
Al otro día decir que estaba nublado, encapotado, sería poco. El cielo estaba inundado de su propia agua, la garúa por momentos caía con arena, otras veces con cornalitos y quizás, si la suerte estaba de nuestro lado, traía una sombrilla tricolor nadando entre algas muertas. La manera en la que llovía no tenía comparación.
Fue en ese instante, de hecho después de desayunar tostadas con manteca y azúcar, cuando se nos planteó la duda de qué poronga hacer en la costa con un día semejante. A dos cuadras estaba el Casino, parecía una buena opción.
Caminamos bajo el viento hasta llegar a la puerta. Era azul y los vidrios dejaban ver un detector de metales que adornaba la entrada y, a metros, las maquinitas, organizadas por fila y bordeando las pareces. Todo el espacio eran maquinitas. Cada ficha que uno metía valía $1, esto daba 4 oportunidades, valiendo así 25 centavos cada crédito.
Cambiamos 30 pesos y nos entregaron 3 vasitos plásticos con 10 monedas cada uno. Si agitaba los 3 vasos juntos, por dentro sentía como el efecto de la Bayaspirina C, pero en lugar de en la lengua, en el estómago y la cachufla.
Medio reacia me senté en un banquito sosteniendo el pulóver en la mano y no apoyando por completo los cachetes del orto, sino como “a punto de irme”. Quién iba a saber que tan incómoda pose terminaría siendo una cábala para mi cerebro adicto al juego…
De repente una vieja se me acercó, era chiquita y tenía sombra color azul en los ojos de sapo muerto. Me miró y se acercó con la cara, le temblaba el corazón y eso la hacía moverse de modo extraño. Me dijo:
- Cuidame esta máquina. Ya le jugué 500 pesos y recién me di cuenta que todas las máquinas me robaron monedas. Todas. Así que voy a ir a buscarlas. Guardame esta máquina. Pero guardámela, no te vayas, estate cerca.
Sentí miedo, no sé si por el temor de convertirme en ella o por perder su máquina y que mande un pitbull a arrancarme una teta. Sea como sea, me fui de ahí y nunca más volví a cruzármela.
Nos quedaban tres monedas para jugar. No habíamos tenido ganancias, mucho menos habíamos recuperado los 30 pesos invertidos. Decidí probar suerte en otra maquinilla, metí una ficha, nada. Metí otra ficha y por fin la suerte se anticipó a mi vida. Dos 7 de color verde y un hermoso círculo que decía DUPLICA. Instantáneamente las monedas comenzaron a caer como cataratas de sorete post choclo, golpeando contra la base de la metálica cajota haciendo resonar un constante “Kching! Kching! Kching!”, rebotando contra las paredes, esquivando los vasos ajenos que habían sido olvidados en el piso. Sentí que era millonaria y tomé la decisión más sabia de mi vida: volver a casa. Había ganado 60 pesos. Había duplicado mi inversión… y ya hablaba como una jugadora empedernida.
El ruido de las monedas “kchingueando” no se borraba de mis recuerdos. Intenté creer que era un sonido ambiente de todos los casinos kching, para que la gente sintiera que siempre hay alguien ganando kching, pero no. Eran reales, el dinero flotaba allí dentro, era mi chance de ser millonaria kching, de ser la reina del Once kching, la que sobrevive al incendio, la que desafía las leyes universales del casino kching kching kching…. Entonces volví a cruzar esas puertas de vidrio, volví a arriesgar 30 pesos, y 20 más, y 20 más, tiré una moneda, luego otra, así todas, hasta la última…. Y perdí. Perdí hasta quedar seca, disecada, muerta en mi propio vasito. Perdí como se pierde en el casino, o todo o nada. Todo.


Kching.

viernes, febrero 15, 2008

Evolucionamos

Finalmente mi caballero de armas me renovó la imagen.
Todos agradecidos y a la espera del post veraniego.

lunes, febrero 11, 2008

Empujá que entra

(Este post posee un alto porcentaje de contenido desagradable)


Era el momento perfecto. Tenía que volver a la cama solar, pero el período menstrual me estaba atacando desde hacía 20 horas. El caudal de líquido que estaba derramando en la toallita horizontal era extremo, abundante y espeso.
Mientras sostenía el cupón de ingreso al solarium tuve un momento de revelación: necesito usar tampón.
En mis 22 años jamás logré este objetivo. Año tras año postergándolo, aplazándolo sin excusa más compleja que la de "no lo necesito". Esta vez la marca de la malla estaba en juego. No quería tener esa bombacha blanca durante los meses que dure el bronceado.
Recordé que una vez había comprado una caja de estos capuchones blancos tamponeantes que todavía estaba cerrada y juntando polvo en algún bolsillo de la bolsa que me cuelga en el baño a modo de mueble.
Me senté en el inodoro a meditar y no pude evitar cagar de los nervios. Tomé la caja de OB y comencé simplemente a leer las instrucciones en voz alta, sola: "Colocarse en una posición cómoda, por ejemplo sentada o con una pierna sobre el bidet". Mierda. No tengo bidet. Me paré entonces frente al espejo, temblando, sudando, y apoyé una pierna en la bañadera. "Sostenga el tampón entre el dedo mayor y el índice", ¿el mayor era el gordo o el de fuck you?. Lo sostuve como pude. "Abra con las manos limpias los labios exteriores de la cuchufleta". Ah no. Esto ya es desagradable. Marcha sin abrirse.
Por unos segundos me sentí confiada, casi en el aire, adulta, madura y pensante. Me creí más limpia por solo tener ganas de intentarlo, pero nunca había pensado la abismal diferencia entre la lectura y la colocación.
Seguía parada en la misma pose, me goteaba un chivo de la axila derecha que me daba frío en el pupo. Me puse la punta, despacio y ya nada podía alejarme de mi cometido.
Tenía 8 minutos para lograrlo. A las 19.30 tenía que salir para la cama de sol y mi puntualidad por momentos es obsesiva.
La punta ya estaba, ahora, según el papelito instructivo, debía empujar "relajada" con el dedo índice hasta que el pirincho blanco no se viera más, pero sin olvidar que todo el hilito debía quedar afuera.
Mientras empujaba solo pensaba en mí llegando al Hospital de Clínicas con las manos ensangrentadas, la caja de tampones en el bolsillo y el maldito OB perdido en mi interior nadando entre panchos y puré. Me imaginé a un paramédico con una tenaza hurgando en la búsqueda del cornalito cachuflero y no pude evitar morir en mi fantasía, morir de vergüenza.
Al tiempo que empujaba, soplaba como si tuviera contracciones. Era como un acto reflejo. Por momentos hacía berrinches, pero luego leía en el instructivo que no hay que desistir si no te entra, porque requiere de práctica. No sé qué coño esperan de una, ¿que cuando tenga un rato libre pruebe a ver cómo me meto el chupa sangre? En fin, ahí estaba entonces con la punta adentro y empujando con timidez. Sentí como de a poco, si me relajaba, el camino parecía no tener estorbos y el tamponcito se hacía camino como un dedo en concha mojada de boliche, sin dolor, pero con sensación extraña.
De pronto hubo una especie de succión, como si ya nunca pudiera recuperar el pequeño absorbente de la cavidad donde se había escondido, pero el hilo seguía afuera, algo tenía que haber hecho bien, pero no estaba segura… mejor llamar a un conocido.

- Hola Sam, perdoname que te moleste… ¿estás ocupada?
(Sam estaba comiendo algo) – No, decime
- Bueno, este, me acabo de poner mi primer tampón
- Bieeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeennnnn Meeeeeeeellll
- No, no. Bien no. Necesito saber si está bien puesto, ¿cómo garcha me doy cuenta?
- Si te mirás, ¿está ahí?
- Ehh… no. Pero si toco un poquito sé que está ahí. Camino raro, lo siento.
- Bueno Mel, vos seguí caminando, si no se sale está bien, pero si sentís alguna molestia, algo está mal…
- Pero mal cómo
- Y quizás te lo metiste torcido

Ya estaba blanca y no solo por estar desangrándome por la entrepierna, sino por la posibilidad de tener un algodón comprimido y torcido deformándome la chula. El solarium estaba a 4 minutos.
Caminé por el pasillo unas cuentas veces, hice fuerza como para cagar y se me presentó un interrogante: ¿Cómo meo con esto ahí?. Antes de descubrirlo salí a la calle. Me sentía como con cistitis, como si tuviera un pedazo de hielo seco humeando desde mi agujerito.
Llegué al solarium y no tenía turno para broncearme, por un momento me indigné por el arduo trabajo que había hecho en vano. Me informaron que volviera un día después, ya sin sangre y definitivamente, sin ningún otro tampón en mi putísima vida. Me queda una caja casi completa, ¿alguien la quiere?