jueves, marzo 20, 2008

Incontenible

Hace unos cuantos años yo era hincha de Boca. Era una bostera adicta a la pelota, tenía problemas psicológicos graves y mi pared estaba empapelada de fotos de Diego Latorre y Martín Palermo. Iba a la cancha y le gritaba a Oscar Córdoba que lo amaba y saltaba con la 12 como si tuviera dos bolas venosas en le entrepierna galopando al ritmo de los cantitos.
La tarde en la que más cerca estuve de cagarme encima fue una en la que volvía del colegio San José de Quilmes y de pronto, en una concesionaria de autos caros, me pareció ver a Palermo. Tenía el flequillo, la cara, las piernas, todo. Yo, como buena fan, tenía la remera de boca trucha puesta desde hacía una semana. No dudé un segundo en bajarme del colectivo y correr hacia mi ídolo de la pelota. El problema fue que el 85 paró 4 cuadras más lejos que donde el tipejo estaba parado. Recuerdo correr y chivar por esas cuadras y sentir al tiempo que me acercaba, un sorete en la puerta del ojete nervioso que golpeaba por salir y empaparme la bombacha.
Esta había sido mi situación límite… hasta ayer.
Salí del trabajo a las 5 de la tarde en punto. A las 5 y cuarto estaba arriba del 60, el recorrido hasta el subte en Cabildo y Congreso de Tucumán tiene una duración de 25 minutos aproximados. Llegando al minuto 14, un retorcijón se apoderó de mi panza. Al lado mío estaba sentado un muchacho de tez negra azabache que no hablaba castellano, aproveché el ruido del motor para descargar un gasesito. Mi problema surgió entonces. Lo que era un retorcijón devenido en pedo, era ahora una imperante necesidad de cagar.
Pensé: “Tranquila Mel. Ahora te bajás y la cuadra que caminás hasta el subte va a ayudarte a que el sorete se meta para adentro de nuevo”. Esto no pasó.
Subí al subte, me senté y comencé a sentir el dolor de los cachetes del culo apretados. La sensación era la de que si dejaba de hacer esta fuerza, una fuente de mierda regaría mi calza y mi vestidito blanco.
En José Hernández volvieron los retorcijones. Subí el volumen del MP4 y me puse los anteojos para evitar que la gente viera como las gotas de sudor me cruzaban la cara y los ojos se me ponían en blanco con cada semi contracción anti gas. Ahora, la torpeza de emanar el más mínimo pedito podía significar una catástrofe ecológica, el pedocaca era casi inminente.
Rezándole a las diosas de la sequía intestinal me sorprendió la estación Pueyrredón. Una sola faltaba ahora para llegar a mi destino subterráneo. Luego restaría solo caminar las 4 cuadras hasta mi casa, subir el ascensor y correr por el pasillo hasta el baño.
En Pueyrredón el subte se detuvo. Pasaban los segundos y no volvía a funcionar. Con cada minuto de demora, los ríos de mierda se hacían más y más turbulentos. Los tubos de mi intestino estaban colapsados, el recto nunca había estado tan lleno, rebalsante, invadido de almuerzo y de merienda descompuesta. Apenas arrancó volví a apretar el culo con las fuerzas renovadas. Cagarme en el subte no era una opción.
El primer pie que puse en la calle Uriburu fue en forma de zancada. Los pasos kilométricos que estaba dando no tenían una medida exacta, me hacían doler los talones y desprendían las gotas de transpiración que pendían de la espalda. No podía más. Al hacer dos cuadras evalué que podía meterme en alguna calle vacía, cagarme encima, tirar la calza y caminar el resto del camino solo con mi vestidito blanco, sin bombacha, con olor a verdura y la cara amarilla tapada por lo anteojos. Gracias a este pensamiento pude seguir avanzando.
Las viejas, los carritos, los cirujas y zapateros se cruzaban en mi camino, pero yo no podía detenerme. Pasé por encima de un caniche, no le di paso a una mujer con cochecito e hice equilibrio por el cordón de la vereda para evitar un choque que me demorara y liberara el caudal anal ya casi incontenible.
Abrí la puerta de mi edificio, me temblaban las rodillas. Me senté en la escalera a esperar que bajara el ascensor e hice fuerza hacia abajo con la cadera para mantener el agujero cubierto con el piso. Abrir la puerta del ascensor y esperar llegar al piso 3 nunca fue un proceso tan largo. Por un segundo perdí las esperanzas y pensé en dejarme llevar por la intención de mi estómago desbordado, pero faltaba tan poco para disfrutar del inodoro…
El departamento fue abierto de un modo que aún no puedo descifrar. Mientras corría por el pasillo me sacaba la mochila, me desataba el cable del celular y me bajaba la calza, las medias y la bombacha todas juntas. Esto solo quitó obstáculos a la diarrea, que volvió a insistir con más fuerza que antes, pero por suerte, el baño ya estaba a la vista.
Qué lindo es estar en casa, aún en esos casos en los que el ano se te desangra.

martes, marzo 11, 2008

Descargo necesario

Volver a la rutina debe ser peor que cagar después de vivir a queso dos meses. Es como la sensación de muerte en vida, de que te vas secando como un confite de huevo de pascua berreta.
Ayer empecé nuevamente a cursar en la facultad. Si bien este es el último año, es inevitable que me ofusque y me replantee: “¿es este mi camino correcto?”.
Tantas veces me equivoqué en las decisiones estudiantiles que todavía no puedo creer estar a un paso de tener un título más allá del que me corona como “Ganadora de Concurso de Tetris de Mar de Ajó”.
Pensaba hoy mientras miraba a los pendejos escolares en el subte, cuánto más fácil era todo antes, cuando me levantaba y caminaba 5 cuadras hasta el colegio, me comía un sándwich de salame, hablaba de filosofía, dibujaba alguna cosa en forma de boceto y volvía para mirar a Rial, o MTV. En esa época me podía sentar diez horas a mirar videos sin que ni siquiera me picara el orto.

Hoy es un día melancólico, si todavía no se dieron cuenta continúen leyendo, sino sean cautos y abandonen.

Lo peor es trabajar. De todas las cosas que pueden haber en el mundo, la peor (sin dudas) es la de levantarte para ejercer funciones desamoradas para un ente corporativo que nada me ofrece más allá de un sueldo y ticket restaurant. Lo peor es el camino a transitar por la senda previa al labor que uno desea. El vil metal nos mueve, nos tiene tan agarrados de los pelos de la concha que no nos da siquiera opción: si no laburamos, nos morimos. Pienso sin embargo opciones, pienso en jugar al Quini 6, pero en la inversión termino perdiendo una mínima posibilidad de ahorro que hasta hoy no descubrí. Pienso en hablar con la persona indicada en el 60 para que me muestre el camino al éxito y… nuevamente, me haga millonaria. Pienso en entrar al banco un día y encontrar una bolsa de dólares y las cámaras apagadas. Pienso y me quemo. En realidad, ya me quemé.

jueves, marzo 06, 2008

Abierta

Ni el humor, ni el clima, ni la vida estaban de mi lado. Cuando estas tendencias fallan, algo raro está ocurriendo. Los astros no están alineados o las vacaciones no fueron suficientes.
Tenía que proveerme de líquido para la noche, y de pan y tomate para mis Patys. Bajé al chino que está exactamente frente a mi casa. Habían 8 personas en la cola. Ya de pensarlo me daba ganas de robar, correr y vivir por siempre en un mundo sin filas.
Pasaron unos cuantos minutos hasta que apoyé mi jugo de pomelo y la mayonesa Light en el escritorio de la cajera. Los chinos no tienen cintas transportadoras, ese es un dato aparte sin importancia, pero necesitaba compartirlo.
Cuando ya todo estaba registrado y solo restaba pagar con débito, una cara familiar apareció ante mí, ante la cajera peruana y ante la china, que es como la matrona del antro. Era un empleado del subte de cara de familiar directo de Polino, con rasgos labiales y pomulares acentuados, un color anaranjado en su pelo y el rostro hecho concha, un ser que muy fácilmente usted podrá identificar si frecuenta la línea B entre Pellegrini y Pasteur. (Quiero que noten mi no deseo de delatar a este sujeto, sino de dejarlo a su propio reconocimiento mis queridos leyentes).
Este empleado del metro se paró detrás de la caja sin saludar a la cajera, encaró directamente a la china, alzó el dedo índice y señaló el dispenser de preservativos Camaleón que colgaba entre un pela papas y un magiclick. Pidió uno y se puso colorado. Pagó justo y desapareció.
Ahora me toca contextualizar para que se comprenda por qué dicha acción despertó mi curiosidad: eran las siete y cuarenta de la tarde, no era de noche y el caballero estaba uniformado todavía. Ya sea por la hora o por el atuendo, el tipejo seguía trabajando. La compra consistió solo de UN preservativo Camaleón de 2 pesos de valor, motivo de queja para el laburante insalubre que creía fervientemente que valía 1 peso, sin darse cuenta de que ahora coger por un peso implicaría usar papel film alrededor de la poronga.
Las preguntas que me surgen y me ahogan son las siguientes:
¿Los empleados del subte cojen en los baños del transporte público que nos venden como clausurado?
¿El coito sucede detrás de boletería? ¿Es por esto que nos dicen que no tienen monedas? ¿Para así despacharnos y seguir sosteniéndole la cabeza a quien gentilmente les chupa el pirulo?
Abro el espacio para el debate. Ojalá nuestro lujurioso amigo estuviera presente… otra vez será.