sábado, agosto 29, 2009

Puertas Adentro

PERSONAJES:
  • Padre - Conductor
  • Hermano de 17 - Asiento trasero
  • Yo - Asiento de adelante

ESCENA 1: Interior Fiat Uno gris marcado por el granizo y por un aerosol azul en una de sus puertas.

YO: ¿A qué hora salís para Bariló?

HERMANO: Mañana a las 11 y media de la mañana

PADRE: Te paso a buscar, negra y lo vamos a despedir

Y: Bueno. Te traje algo para que te lleves, te lo compramos con Lucas*...

Mi mano le extiende desde el bolsillo, frente al progenitor en común, dos preservativos texturados con tachas.

H: (Claramente incomodado) - ¿Forros?

Y: Usalos si es una cabeza. No los uses si es millonaria y puede salvar a nuestra familia. Bueno, no, mejor no. Usalos siempre. Luego planearemos cómo estafar a alguna pelotuda.

En este momento, sé que mi hermano cambió su alma adolescente por un deseo maléfico hacia mi persona por haberlo ofuscado con mi pequeño e inocente chascarrillo. Sentí, por primera vez, que el gargajo me caería de lleno en la frente y, lo peor, lo más trágico, era no saber en qué momento impactaría... todavía faltaba almorzar en el domicilio particular de mis abuelos.


ESCENA 2: Casa de mis abuelos Nani y Nono en el barrio de Bernal.

Rodeando la mesa, Padre, Hermano, Nani y yo, de frente al Nono, un hombre de 80 y largos, jugador de tejos, enviador compulsivo de mensajes de texto, adicto al Discovery y la Pantera Rosa. Yo llevaba puesta una remera de la Hormiga Atómica al cuerpo color blanca, con unas letras en gris y a la bella Hormiga decorando una de sus esquinas inferiores. Me serví ensalada de zanahoria y un puñado de mayonesa de pollo, esperábamos las milanesas con puré con la paz que emana un sábado al mediodía cuando mi Nono decidió empezar la charla.

NONO: Melisa... ¡Qué tetas!

YO: ....

NONO: (Tomándose la cabeza) - Son... grandes. La verdad que nunca las había visto. Te felicito.

YO: ...

PADRE: ¡¡¡Ai ella!!! Se puso colorada... sí, tiene tetas. Siempre le digo que cuando me venga a buscar al trabajo venga sin escote porque se enloquecen en Retiro los muchachos. El culo más o menos lo disimula, pero en verano las tetas es imposible...

NONO: La verdad estoy impresionado

HERMANO: (Por lo bajo, atajando la carcajada) - Te querés morir, ¿no? Jodete por la del auto.

YO: ... Sí, pero te vuelve. Perdoname, hermano. Te vuelve.

HERMANO: Está bien, con tal de no hablar de tus tetas...

YO: Nono, ¿sabés qué le regalé a mi hermano para que se lleve a Bariloche? ¡¡¡FORROSSS!!!

NONO: ¿Vas a darle a alguna pibita, Franco? Bravo. Así se hace. ¿Tenés vista a alguna?

PADRE: (Extendiendo más forros desde su bolsillo) - Tomá, acá tenés más, aprendé de tu padre que siempre está listo.


La Nani llegó con las milanesas y el puré.
El vino lavó los recuerdos.
Las nuevas charlas se acumularon sobre unas chauchas.
Mis tetas y los forros se perdieron en las mandarinas del postre.


*Pareja estable

domingo, agosto 23, 2009

Cagar como Dios manda

(Columna publicada en la edición Nº 13 de Revista Mavirock)

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Alrededor de ocho meses pasaron sin tener cadena en el baño. La última vez que nos quedamos con el piolín en la mano fue tras colgarnos para eliminar un insistente sorete. A partir de ese día, el balde rojo comenzó a ocupar su propio espacio: al lado del inodoro.

Recibir invitados se transformó en una tarea estresante. El primer momento incómodo era decirle a la misma persona durante más de 6 meses que el balde estaba ahí para ser usado en lugar de la cadena. Esto desencadenaba la pregunta “¿todavía no lo arreglaron?”, que arrastraba la misma respuesta: “Evidentemente, todavía no”.

El balde comenzó a descansar dentro de la bañera, bajo el chorro de la ducha, ubicado ahí de manera estratégica para que el visitante maniobrara el plástico lo menos posible. Varias opciones se presentarían con el paso de los meses para aquellos aventureros que no elegían dejar el muestrario de pis en nuestro baño. Algunos, al encender la ducha o la canilla, volvían con los pantalones empapados por el rebote agual. Otros, al desconocer la locación del balde, escondido tras la cerámica de la bañadera, nos convocaban a nosotros, los dueños de la morada, para mostrarles dónde estaba y cómo llenarlo. Esta última opción se consolidó como la más interesante. Varios de los invitados no esperaban que entráramos con ellos al baño para mostrarles el paso a paso, simplemente buscaban indicaciones, pero yo, ya harta de las mismas instrucciones jamás comprendidas, optaba por seguirlos, entrar y deshacerme del sorete por mis propios medios. Así conocí cómo caga la mayoría de mis amigos y logré hasta el día de hoy distinguir el meo de hombre, el de mujer y el de borracho.

Pero este sistema no fue útil por demasiado tiempo. Pocas semanas después del desprendimiento cadenal, se rompió un caño del calefón que provocaba una caída intermitente de gotas. Al principio esta situación era controlable: cada día ponía un par de trapos de piso bajo la gotera, los exprimía y volvía a ponerlos. De una noche hacia otra, la gotera se convirtió en una pillada de cebra con infección urinaria que creaba lagunas símiles Chascomús en el pasillo de la casa. A mi pesar, debí cambiar la locación del balde: ya no estaría siempre listo para evacuar mierda y orín, ahora estaría bajo el calefón.

Lo práctico de esto era que, de la noche a la mañana, el balde se llenaba, lo que hacía un 80% más simple la extirpación del primer meo del día, ese que apesta a óxido, bicarbonato y granadina, evitando tener que abrir la ducha para lograr este fin.

La segunda noche del balde bajo el calefón, mi cerebro se percató de que el ruido de una gota contra el plástico no iba a dejarlo dormir. Cada gotita del infierno que chocaba contra la superficie provocaba un martillazo dentro de mis pupilas. La decisión se hizo inminente: el balde volvería al lado del inodoro. A partir de esa noche, cada mañana, mis medias se empapaban con el charco generado por la gotera del calefón. Sin contar las veces que uno se metía la diarrea para adentro para no tener que ir en plena madrugada a churratear el baño, a buscar el balde, llenarlo con la ducha y mojarse los pies. Aprendimos a vivir de acuerdo a los dictámenes de la no cadena.

El charco de abajo del calefón comenzó a dibujar de moho los bordes de las baldosas del suelo, los bichos mil pies hicieron familia y aparecían hasta en el picaporte del baño. La vida útil de mis soquetes bajó considerablemente. El mal humor matutino se hizo diario.

Seis meses después de iniciada la pesadilla, el plomero cumplió su promesa de visita. Llegaron dos de estos especialistas. El problema principal ya no era la cadena, sino un caño de atrás de la ducha de la que habíamos abusado, el cual estaba desintegrando las paredes y haciendo explotar la pintura de todos los cuartos contiguos.

En cuestión de horas, el lava cuerpos estaba destruido. Las baldosas aparecían desparramadas como tripas en cualquier espacio disponible. Sin agua ni orden, el plomero se fue, dejando la ducha inutilizable y la cadena igual que siempre. Ahora el problema era doble, no teníamos ni siquiera un líquido para llenar el balde y los garcos inflándose en la palangana del inodoro.

Gracias a la Virgen de la Palta, esta crisis acuática duró poco. A los escasos días de bañarnos con arena en el ojete, el plomero volvió con sus porquerías y restauró el cuarto. De paso arregló el caño del calefón y, tras una hora y cuarto de plegarias, solucionó la cadena del baño.

No puedo olvidar mi primera cagada… el balde me observaba desde la bañera, manchado por el cemento con el que había besuqueado las baldosas a la pared. Yo ojeaba la revista del cable y leía los anuncios de calefones y aires acondicionados. Alguien tocaba una batería bastante deprimente a lo lejos. Desenrollé el papel e hice dos bolitas disparejas. Usé la primera y la plegué hasta que de su caricia no saliera más color. Con la segunda bolita me soné los mocos. Después de 8 meses, volví a tirar los papeles al inodoro sin culpa. Me paré y mientras subía la bombacha con el jean, saludé a mis desechos. Casi amago a abrir la ducha para llenar al balde, todavía me acuerdo…

Tomé la cadena con la mano derecha, al tiempo que con la otra arrojaba un chorrito de Lysoform sobre los papeles manchados (demasiado pronto era para tener una pastilla desinfectante), y en ese instante me dejé colgar del piolín metálico. El agua arremetió contra todo, dejando radiante el fondo, algo que no lográbamos desde hacía 243 días. El torbellino duró una década de segundos y se despidió con un rugido que se tomó toda el agua restante. Ya los papeles descansan en alguna cloaca de Once.

Aprovecho este momento, sepan comprender, para avisarle a todos los que me conocen que ya no tengan miedo, que vuelvan a visitarme, ahora sus desechos permanecerán ocultos y no tendrán que hacer físico culturismo para lograr levantar el balde. Dense por enterados, queridos amigos, que ya tenemos cadena en el baño. A cagar como Dios manda.

jueves, agosto 13, 2009

Pequeña Venganza

Confieso que la posibilidad de que mi pareja estable viajara dos (2) meses a Filipinas nunca fue considerada como un dato real dentro de mi cerebro. Hace un año aproximadamente la opción se barajó de manera verbal, pero nunca con el peso debido. Quizás por eso es que cuando Lucas entró a casa esa tarde y dijo “baby, me voy dos meses a Manila”, casi me cago encima y me como mi propia mierda aderezada con un poco de condimento para pizza.
Con falsa calma lo felicité y le auguré buenos deseos al tiempo que ubicaba mis manos adentro de las axilas para no demostrar el tembleque histérico que me provocaba esta transportación al lunar berrugoso del mundo. Me dijo, como si se lo hubiera preguntado con la mente: “Igual, las filipinas son todas feas”. Como mujer, al instante me sentí tentada a comprobar semejante dato, entonces acudí a mi amigo Internet para buscar a las participantes de Miss Filipinas 2008 para así comprobar que no, que no son feas, sino una mezcla positiva entre chinos, hindúes y europeos. Gente alta, morena y de ojos claros. Mujeres fornidas, pulposas, esculturales. Malditas. Todas malditas.
Después de imaginar partuzas de Lucas y sus compañeros de trabajo, orgías raciales en camas de agua e hijos a estrenar, lancé: “Si te garchás a una filipina, ni vuelvas por asqueroso”. Esta amenaza no fue creída siquiera por mi propia abuela, quien seguro dirá que esta columna está buena y no es una simple, simplísima catarsis.
La noticia comenzó a volar entre amigos y familiares que me daban el pésame: “Tranquila, Mel, no pasa nada”, “Vas a ver que pronto te vas a acostumbrar y vas a salir adelante”. Automáticamente compré un abono para el Pepsi Music completo: menos noches de deprimente soledad a cambio de 140 pesos no sonaban una mala oferta.
Me transformé instantáneamente en Jim Carrey en su película positiva del último año. “Dígale sí a todo” comenzó a ser mi lema de supervivencia. De este modo me inscribí para participar de acciones que sentí que me prepararían para enfrentar a los días de amor a distancia.
Sin embargo, poco tiempo pasé planeando o jurando presencia en eventos a suceder entre octubre y diciembre. Fue más fuerte la necesidad de pensar cómo evitar que mi pobre pareja estable caiga en una vertiente de prostitución asiática ante la falta de sexo. Imaginé de pronto su vuelta, un reencuentro apasionado y un sífilis gonorreoso atacando a mi vulva a las 4 horas del polvo. Podría sacarme fotos eróticas, establecer un horario para masturbación cibernética… aunque esta opción se vuelve improbable ya que por el horario, nuestras charlas a distancia solo serán en tiempo laboral mío, nocturno de él. Lo que falta es que mi tocadita desde Argentina le adobe el miembro para una trola filipina. No señor.
Pensé en contraer una buena enfermedad de transmisión sexual o una micosis galopante, contagiarlo, llenarle de pus el pingo y que uf, lamentablemente no pueda tener relaciones por un mes y medio. Pasa que tan conchuda no soy, tengo un límite… aunque ahora, pensando en voz alta, no suena tan complicado: me siento un rato en el piso de Mc Donald’s y al toque se me mete un gusano macabro por el orto.
Al cabo de unos días y de 4 sesiones de terapia pude darme cuenta de un dato no menor: nunca me enteraré de nada de lo que suceda en Manila. Podrá preñar un jaguar, casarse con una turca en una carroza de fuego, violar morrones amarillos… podrá hacer cualquier cosa que yo jamás me enteraré.
A su vez, yo haré lo mismo: compraré un ovejero alemán, ese perro que tanto odia, y lo criaré por lo que dure su viaje. Lo dejaré que me cague el living, que me mee las paredes y se acueste en su almohada. El perro que tanto, tanto, tanto odia vivirá conmigo 2 meses y cuando Lucas vuelva, nunca se habrá enterado. Lavaré el olor a can con sahumerio, esconderé la mierda en la basura y culparé de los pelos al stress post viaje. Esa será, sin más, mi pequeña venganza.
Amén.