viernes, junio 13, 2008

Sorpresa

A la tarde mi viejo se acostaba siempre en el sillón doble del living. Yo no tenía permitido sociabilizar en esos horarios, tenía 5 o 6 años y mi obligación era dormir la siesta mientras mi madre daba clases de inglés en el garage de casa que ahora es un Instituto. Hacer ruidos no era una opción.
Esa tarde yo no quise dormir mi siesta. Bajé las escaleras caracol con la delicadeza de un arreglador de triciclos y llegué al “precipicio”, una especie de agujero en la pared, a la altura de la mitad de la escalera, por el que mi padre podía verme desde el sillón, huyendo de mi cama obligada. Tenía que ser muy cuidadosa, mi Nani también debía estar vigilándome por algún lugar recóndito de la casa. Recuerdo que en el silencio solo escuchaba a mi mamá cantando en inglés una canción con sus alumnos, pero los oía lejos… Entonces junté coraje y espié por el precipicio. Papá seguía acostado, la tele estaba de perfil a mí, no podía ver la pantalla. Sentí de pronto esa sensación de estar a punto de ser pescada, atrapada en pleno acto vandálico. Volví un paso atrás. De verdad no quería dormir la siesta, ya estaba lista para colaborar con el equipo portándome bien sin necesidad de hacerlo roncando.
Yo tenía puesto el pijama, unas medias blancas que resbalaban como el carajo y superaban ampliamente el largo de mi pie y estaba literalmente a dos pasos de saltar ese maldito agujero, bajar el resto de la escalera y sobornar a mi padre para que por favor me dieran mis Lincoln, un café con leche y me dejaran hoy, por esta vez, alejarme de la almohada. Tomé un paso de distancia, me subí las medias hasta que quedaran bien ajustadas al juanete que ya desde chica se gestaba junto a mi dedo gordo, me volví a atar el firulo del pelo y salté.
Salté alto y en el preciso instante en que mi papá se elevaba en el aire desde el sillón cual zombi regenerado al grito de “GOOOOOOOOOOOOOOOOOLL”. Mi cerebro de 5 años no supo manejar el peligro: rodé 4 escalones y sin llegar a incorporarme me arrastré nuevamente hasta arriba con un miedo que me atravesaba el cuerpo y me erizaba los pelos del costado de la frente. Me sentía un hámster suelto y desesperado. Ahí arriba, a punto de entrar a mi cuarto estaba mi Nani. Era raro porque yo lloraba del miedo y ella se reía, había visto toda mi lamentable (aunque tierna) actuación y me miraba intentando disimularlo, pero no podía.
Me preguntó “¿Qué pasó Meli?”, y no supe qué responderle. Cualquier cosa que dijera me llevaría a un castigo. Estaba paralizada, frustrada por no haber logrado el escape, resignada a que en segundos estaría durmiendo la siesta.
Pero papá había escuchado todo también y estaba parado atrás mío. Su mirada era dulce, aunque inevitablemente se leía en sus pupilas que no podía creer cómo estaba entera y sin sangre en la cara después de tremendo porrazo.
Me acuerdo que me agarró a upa y me sentí alta y a salvo de la siesta por primera vez en esa tarde. En realidad me sentía a salvo de todo mirando el mundo desde ahí. De hecho, ya no me molestaba tanto tener que dormir, pero para mi sorpresa papá bajó las escaleras, pasó el precipicio, cruzó la sala del bar que teníamos entre la escalera y el living y me sentó delante de él en el sillón. Ahora sí podía ver la tele, había un partido de fútbol, ahora sí entendía todo… qué lindo haberlo sabido antes.

Feliz día anticipado Pa, te quiero.

martes, junio 03, 2008

Confieso que he cedido

Si veía un capítulo más de Los Simpsons me iba a cortar las venas con el filo de mi Subtecard. El sábado estaba frío y tenía kilos de comida pre-soreteada depositados en la panza sin la mínima intención de digerirse y eliminarse. Mi caballero estaba acostado a mi lado, él manejaba el control remoto mientras escuchaba mis repetidas quejas que variaban entre “otra vez Los Simpsons no” y “esto ya lo vimos”… hasta que en un determinado momento, la situación no dio para más.

- Mel, tenés que aprender a jugar a la Play Station
- Sé jugar al de autos y al Mamme.
- Tenés que aprender a jugar al Winning Eleven.
- … es que tiene muchos botones

Parecía no tener opción. La teoría que mi pareja estable manejaba era que viviendo juntos, no era justo que yo, por un mero capricho e inutilidad para manejar varios botones de funciones específicas a la vez, lo privara a él de disfrutar de un juego que le da placer y en el que le falta práctica. Esto último, claro, por mi culpa.
De pronto, sin siquiera haber asentido aún, en la pantalla podía verse una especie de tutorial que era traducido en palabras simples y amigables por mi caballero DT. Casi sin darme cuenta ya tenía incorporado que el cuadrado servía para patear al arco, que el triángulo era para hacer pases largos, la X se usaba para hacer pases cortos y un botón que está como adelante del joystick, lo toco con el dedo índice y me sirve para que el tipito corra más rápido, aunque con algo de torpeza en sus movimientos (los jugadores comprenderán, las mujeres se sentirán afuera de esto). Un dato elemental fue saber que presionando el botón de la velocidad y la X, mi tipito corría solo e intentaría quitarle la pelota al adversario sin siquiera darme tiempo a haberme ofuscado por haber perdido el balón. El equipo que me tocaría comandar ahora era Brasil porque según mi técnico “es un equipo que juega bien aunque vos juegues mal”. Lo bueno es que ya tenía asumidos los resultados.
Cuando llegó el momento de poner todo en práctica, me di cuenta de cuál era exactamente la limitación de mi cerebro: no podía recordar qué botón hacía qué cosa en el momento que debía recordarlo. Por este motivo es que en muchas oportunidades mis jugadores se quedaban estáticos ante mi grito de “¿Por qué no cooooorreeeeeeennnn?”, y después reparaba que ni siquiera estaba presionando un solo simbolito.
Veinte minutos duraría la tortura. Adentrándonos en el minuto 4 ya me sentía más cómoda, aunque ubicar la pelota adentro del arco parecía una tarea de complicación sin precedentes. Me percaté de que por mucho que corriera, nunca lograba saber hacia dónde debía enviar un pase. Si bien en un inicio solo me preocupaba apretar la X en el exacto segundo en que mi jugador tomaba el balón, ahora quería ganar precisión, llegada, anotación. Por mucho que lo deseaba, el arco parecía estar en una plataforma de juego distinta a la que nunca lograba acercarme.
El partido terminó 0 a 0 y después ocurrió algo que mi hombre alado denominó “Gol de Oro” en donde tenía muy poco tiempo para meter un tanto y encima todos parecían más desesperados que en los minutos iniciales. Mis jugadores parecían vivos y hasta me dio culpa no poder darles la satisfacción del triunfo. Ahora vendrían los penales y yo iba a jugar por ellos, por el honor de los pobres muchachitos animados.
El primer penal fue de práctica. Después de eso, mi arquero atajó dos tantos lanzándose a los palos de manera magnífica gracias a mis precisas indicaciones. El contrario me atajó una bola, pero la otra lo penetró de manera violenta. Quedaban dos oportunidades, una para cada equipo. Mi tipito verde golpeaba los talones contra el césped pixelado y el arquero imagino que deseaba conocer los movimientos de mi joystick. Los nervios y la tensión iban en aumento. Elegí el segundo palo, apreté el cuadrado y GOLLLLLL. Ahora tenía que defender el triunfo. Le tocaba patear al adversario y el papel de arquero estaba en mis botones. Mi oponente se acomodó para entrarle con potencia, para golpearme virilmente en mi primera definición de un partido electrónico de la historia.…. Pero atajé. Atajé con seguridad. Atajé y gané. Vencí a mi maestro y me envicié. Creo que nunca en la historia de mi vida festejé un triunfo de Brasil. Lo bueno es que nunca es tarde.


El segundo partido lo perdí 4 a 0, pero realmente no viene al caso.