miércoles, abril 03, 2013

Que no falte nada


Cuando me llamó mi vieja para avisarme que se había muerto mi abuela, lo único que hice fue salir a dar una vuelta. Caminé primero en círculos en el living de casa, después me fui a la calle. Con las noticias de mierda pasa eso, la sensación de esperarlas y no imaginarlas posibles a la vez.

Hace muchos años vivo algo lejos de dónde nací, a unas dos horas y media. No es tanto, pero cuando tenés ganas de volver a lugares a los que fuiste con gente que querés mucho, por nostalgia pura, por mariconiéz… bueno, ahí se torna más complicado. Estás en un barrio que no es tuyo, donde no está el corral de patos y gallinitas al que ibas con tu abuela de paseo a tirar pan. Ella decía que lo hacíamos solo para enloquecer a los animales a escondidas del dueño, una punk en versión de abuelita tierna. En este barrio nuevo tampoco está la que era tu casa, ni llegás caminando al jardín de infantes. No está el kiosco donde pifiaste de golosina por primera vez. Te falta el suelo de tu historia.

Cuestión que en esa vuelta horrible y llena de sensaciones raras, me acordé de los desayunos que me hacía mi Nani. Aclaro, “Nani” es lo mismo que abuela, solo que si a mi Nani le decías “abuela” te gritaba que la hacías sentir vieja y acto seguido te mandaba a la puta madre que te parió en algún dialecto tano. La tipa se mandaba unos café con leche espumosos y si se les hacía nata esperando que yo bajara en camisón, se la comía ella. Le gustaba la nata de la leche. Una cosa increíble, nunca vista.

Y, siempre, al lado de la taza, tenía lista para mí la factura que más calentita la había esperado bien temprano en la panadería. A veces tres medialunas de manteca, a veces media rosca de crema pastelera y dulce de leche. Otras veces un paquete gigante de Lezamas… y no me decía nada si  yo quería mojarlas de a tres en el café con leche. Se reía y me decía que comiera más. A veces ella también mojaba una galletita en mi café y yo tampoco le decía nada. Las abuelas disfrutan más de verte comer, que de comer ellas mismas. Y encima si después engordás son las primeras en hacértelo saber.

Y después de acordarme del desayuno de mi Nani me acordé de sus almuerzos de colores. Mi vieja podía hacer la revolución alimenticia que quisiera para encajarme una verdura, y no tenía chance. Pero mi abuela me compraba con lo que a mí más me gusta y me gustaba ya entonces: los colores. Y en el mismo plato me estacionaba chauchas bien verdes, choclo, remolacha, zanahoria, huevos de codorniz, tomate y un par de mini milanesitas de carne o pollo. Y yo me lo comía todo, no dejaba ni un filamento del choclo.

A la tarde, después de la digestión, bailábamos en el living. Yo me subía a un sillón y ella de ahí me hacía upa y girábamos en el medio de los muebles. A veces nos mareábamos y caíamos en alguna silla para evitar problemas mayores. Y si estábamos muy entusiasmadas, nos llevábamos el cassette de "La Ola está de Fiesta" a la peluquería de mi abuelo, unos metros más adelante en la misma casa y bailábamos ahí, más amplias, entre los clientes que no entendían nada.

Así y todo una vez me enteré que le tenía fobia a las serpientes. Ya me resultaba muy divertido ir pasando de canal en canal y ver cómo se ponía si de casualidad aparecía una en algún especial de Canal 9. Hasta las dibujadas le daban miedo. Yo podía hacer una lombriz en un papel que ella ya se iba a empezar a tapar la cara, a abrir los ojos por debajo de las manos y gritar “¡MANADJA SANTA!”.

Mi abuelo cometió el error de decirme una vez que en la planta alta de la casa, adentro de un ropero, había una víbora de vidrio transparente.  Que estaba ahí escondida porque a mi Nani le daba mucho miedo. Y no pude contenerme. Agarré una banqueta, le puse otra y otra encima y cuando tuvo la altura necesaria me trepé, alcancé el ropero, encontré la víbora de vidrio transparente y realmente daba miedo.

Cuando pude observarla más detenidamente noté que tenía un alambrito rojo simulando una lengua y los ojos también eran rojos, como de un vidrio especial insertado sobre el transparente. Era una serpiente horrenda, y en ese momento cumplía absolutamente mi propósito: asustar a mi abuela.

La esperé en lo más alto de la escalera que unía el piso de arriba con el de abajo. Paradita, tranquila, con las manos extendidas sosteniendo la víbora. Mi plan era que ella subiera la escalera ante mi llamado, se topara conmigo y gritara, para luego superar todo en un instante, abrazarnos juntas y reírnos de mi proeza y su cobardía.

Pero no. Mi abuela subió la escalera, me vio, gritó tanto que sentí que me acomodó contra la cabeza la punta de mis orejas, y se cayó para atrás rodando por los más de quince escalones, haciéndose mierda como un Ferrero Rocher en un lavarropas. Solo atiné a soltar la víbora y dejar que se estrellara contra el escalón en el que yo seguía parada, inmóvil. ¿Y qué hizo mi abuela? Se levantó en seguida, se preocupó por que yo estuviera descalza entre tanto vidrio. Subió corriendo otra vez, me agarró en brazos y me llevó arriba de la mesa de la cocina, a salvo. Le pedí perdón, me dijo no pasa nada. Le dije no sabía que te asustarías tanto, me contestó yo tampoco. Y listo, eso fue todo.

Por eso cuando mi mamá me llamó esa tarde para contarme que mi abuela se había muerto, lo único que quise fue salir a dar una vuelta. Antes de asimilar la noticia quise acordarme de todas las mejores postales. De los cien mil te quieros, de las visitas de mediodía a las que me costaba arrancar, pero iba igual, acordarme de todo. Para que aunque ella ahora me falte, en verdad no falte nada.

Esta historia no tiene un remate, un chiste, una risa… yo hoy me acordé de mi Nani. Y ojalá con esto te acuerdes de la tuya y la llames si le dijiste que la ibas a llamar, que la visites si hace mucho que no lo hacés, que le lleves una flor, una foto vieja. Que sepa que aunque a veces te pase por encima la vida, la semana, vos también la extrañás una bocha. Y a la mía aprovecho y, si en algún lugar del cielo me está escuchando, le digo que aunque no esté, la llevo conmigo siempre.