Cuando me
llamó mi vieja para avisarme que se había muerto mi abuela, lo único que hice fue salir a dar una
vuelta. Caminé primero en círculos en el living de casa, después me fui a la
calle. Con las noticias de mierda pasa eso, la sensación de esperarlas y no imaginarlas posibles a la vez.
Hace muchos
años vivo algo lejos de dónde nací, a unas dos horas y media. No es tanto, pero
cuando tenés ganas de volver a lugares a los que fuiste con gente que querés
mucho, por nostalgia pura, por mariconiéz… bueno, ahí se torna más complicado.
Estás en un barrio que no es tuyo, donde no está el corral de patos y
gallinitas al que ibas con tu abuela de paseo a tirar pan. Ella decía que lo
hacíamos solo para enloquecer a los animales a escondidas del dueño, una punk
en versión de abuelita tierna. En este barrio nuevo tampoco está la que era tu casa, ni
llegás caminando al jardín de infantes. No está el kiosco donde pifiaste de
golosina por primera vez. Te falta el suelo de tu historia.
Cuestión que
en esa vuelta horrible y llena de sensaciones raras, me acordé de los desayunos que me hacía mi Nani. Aclaro, “Nani”
es lo mismo que abuela, solo que si a mi Nani le decías “abuela” te gritaba que
la hacías sentir vieja y acto seguido te mandaba a la puta madre que te parió
en algún dialecto tano. La tipa se
mandaba unos café con leche espumosos y si se les hacía nata esperando que yo
bajara en camisón, se la comía ella. Le gustaba la nata de la leche. Una cosa
increíble, nunca vista.
Y, siempre,
al lado de la taza, tenía lista para mí la factura que más calentita la
había esperado bien temprano en la panadería. A veces tres medialunas de manteca, a veces media
rosca de crema pastelera y dulce de leche. Otras veces un paquete gigante de
Lezamas… y no me decía nada si yo quería
mojarlas de a tres en el café con leche. Se reía y me decía que comiera más. A
veces ella también mojaba una galletita en mi café y yo tampoco le decía nada. Las abuelas
disfrutan más de verte comer, que de comer ellas mismas. Y encima si después
engordás son las primeras en hacértelo saber.
Y después de
acordarme del desayuno de mi Nani me acordé de sus almuerzos de colores. Mi
vieja podía hacer la revolución alimenticia que quisiera para encajarme una
verdura, y no tenía chance. Pero mi abuela me compraba con lo que a mí más me
gusta y me gustaba ya entonces: los colores. Y en el mismo plato me estacionaba
chauchas bien verdes, choclo, remolacha, zanahoria, huevos de codorniz, tomate
y un par de mini milanesitas de carne o pollo. Y yo me lo comía todo, no dejaba ni un
filamento del choclo.
A la tarde,
después de la digestión, bailábamos en el living. Yo me subía a un sillón y
ella de ahí me hacía upa y girábamos en el medio de los muebles. A veces nos
mareábamos y caíamos en alguna silla para evitar problemas mayores. Y si
estábamos muy entusiasmadas, nos llevábamos el cassette de "La Ola está de Fiesta" a la peluquería de mi abuelo, unos metros más adelante en la misma casa y bailábamos ahí, más amplias, entre los clientes
que no entendían nada.
Así y todo
una vez me enteré que le tenía fobia a las serpientes. Ya me resultaba muy
divertido ir pasando de canal en canal y ver cómo se ponía si de casualidad
aparecía una en algún especial de Canal 9. Hasta las dibujadas le daban miedo.
Yo podía hacer una lombriz en un papel que ella ya se iba a empezar a tapar la
cara, a abrir los ojos por debajo de las manos y gritar “¡MANADJA SANTA!”.
Mi abuelo
cometió el error de decirme una vez que en la planta alta de la casa, adentro
de un ropero, había una víbora de vidrio transparente. Que estaba ahí escondida porque a mi Nani le
daba mucho miedo. Y no pude contenerme. Agarré una banqueta, le puse otra y
otra encima y cuando tuvo la altura necesaria me trepé, alcancé el ropero,
encontré la víbora de vidrio transparente y realmente daba miedo.
Cuando pude
observarla más detenidamente noté que tenía un alambrito rojo simulando una
lengua y los ojos también eran rojos, como de un vidrio especial insertado sobre el transparente. Era
una serpiente horrenda, y en ese momento cumplía absolutamente mi propósito:
asustar a mi abuela.
La esperé en
lo más alto de la escalera que unía el piso de arriba con el de abajo. Paradita, tranquila, con las
manos extendidas sosteniendo la víbora. Mi plan era que ella subiera la
escalera ante mi llamado, se topara conmigo y gritara, para luego superar todo en un instante, abrazarnos
juntas y reírnos de mi proeza y su cobardía.
Pero no. Mi
abuela subió la escalera, me vio, gritó tanto que sentí que me acomodó contra la
cabeza la punta de mis orejas, y se cayó para atrás rodando por los más de
quince escalones, haciéndose mierda como un Ferrero Rocher en un lavarropas.
Solo atiné a soltar la víbora y dejar que se estrellara contra el escalón en el
que yo seguía parada, inmóvil. ¿Y qué hizo mi abuela? Se levantó en seguida, se preocupó
por que yo estuviera descalza entre tanto vidrio. Subió corriendo otra vez, me
agarró en brazos y me llevó arriba de la mesa de la cocina, a salvo. Le pedí perdón, me dijo
no pasa nada. Le dije no sabía que te asustarías tanto, me contestó yo tampoco.
Y listo, eso fue todo.
Por eso
cuando mi mamá me llamó esa tarde para contarme que mi abuela se había muerto,
lo único que quise fue salir a dar una vuelta. Antes de asimilar la noticia
quise acordarme de todas las mejores postales. De los cien mil te quieros, de
las visitas de mediodía a las que me costaba arrancar, pero iba igual, acordarme
de todo. Para que aunque ella ahora me falte, en verdad no falte nada.
Esta historia no tiene un remate, un chiste, una risa… yo hoy me acordé de mi Nani.
Y ojalá con esto te acuerdes de la tuya y la llames si le dijiste que la ibas a
llamar, que la visites si hace mucho que no lo hacés, que le lleves una flor,
una foto vieja. Que sepa que aunque a veces te pase por encima la vida, la
semana, vos también la extrañás una bocha. Y a la mía aprovecho y, si en algún
lugar del cielo me está escuchando, le digo que aunque no esté, la llevo conmigo
siempre.