sábado, mayo 21, 2011

Es mutuo

Odio a mi gato. Que me haya cagado toda la casa ayuda a que pueda confesarlo sin culpa materna. Me había ido dejándolo con su alimento abundante y doble ración de agua. Sabía que iba a ser una ausencia de cerca de 37 horas. Irme de casa implica que Fran es dueño absoluto de mis dos ambientes. Tira de los estantes todo lo acomodado, mutila la colección de entradas que guardo bajo una alcancía, come las puntas de cada libro de la biblioteca y hace un montón de ropa con mis prendas para poder echarse. Al lado de su cuna, claro. Porque tiene una cuna. Y un sapo-cama aparte por si le pinta dormir fuera del living, pero no: usa mi ropa.

Toma agua de la pileta del baño como si los 18 pesos gastados en su bebedero fueran totalmente inútiles. Como un reo. Chupa de la canilla con lengüetazos, deja sus huellas marcadas en mugre negra en toda la cerámica. Se lava las patas y se peina ahí mismo, por un par de centímetros no llega a mirarse en el espejo. Todo lo que hace es con saña. Y esta vez no iba a ser la excepción.

Mientras subía la escalera para llegar a mi 2º C sentí un olor extraño y asumí que alguien había sacado la basura minutos antes que yo entrara al edificio. Eran cerca de las 10 de la noche cuando abrí la puerta, prendí el ventilador y una bocanada de tragedia se adueñó de mis papilas gustativas.

Encendí la luz y ahí estaba Fran, vivo sobre su sillón, lo que evidenciaba que no se trataba de su cuerpo descompuesto el olor que estaba infestando el entorno. Corrí la vista hacia el centro de living y vi las dos primeras bostas. La primera estaba casi seca, frente a la computadora, otra en el medio de todo, bajo el ventilador que esparcía su reciente tibieza. Sin querer descubrí dos montañas más, color marrón clarito clarito, de consistencia blanda y sosa, a los costados del escritorio y la mesa de la tele. Fran seguía mirándome desde el sillón donde reposa en horas de siesta, inalterable.

Pasé a mi cuarto a sacarme los zapatos y nunca pensé que lo peor no había sido visto todavía. Lo primero que noté fue el sorete-waffle sobre mi acolchado verde. Las palabras no me salían de la boca, solo recuerdo que sentía los ojos como fuera de órbita, desprendidos hacia adelante. Fran seguía retorcido de fiaca en el sillón. Agarré la manta con una mano y la doblé en cuantas partes fueron necesarias hasta dejar de ver la mancha acuosa. Y en ese instante el centro de la cama quedó expuesto, cubierto por dos lagunas de mierda marrón oscuras, adheridas absolutamente al cubrecama, sábana y colchón.

Todavía en shock, saqué la sábana. Chorreaba. La exilié de la habitación y la puse en una doble bolsa junto al cubre cama. Volví al cuarto. Fran decidió levantarse de la siesta y romper la bolsa donde había guardado la sábana cagada con su mierda. Solo hizo falta una mirada para que entendiera que estaba a dos microsegundos de ser cocinado al vapor y luego feteado con dos hojas de afeitar para ser el primer vittel tonné naranja del mundo.

Reconozco que no utilicé el máximo de mi potencial de odio hasta tanto no vi que también había cagado MI almohada. La mía. Tengo 4. Dos son nuevas, negras y blancas. Otra está sin usar prácticamente, solo la toco para abrazarla en invierno si me da flojera levantarme a buscar una manta. Y cagó la mía, la que uso cada noche. Una bosta exactamente en el medio, donde está el molde de mi cabeza.

Di vuelta el colchón, compré sábanas nuevas y lavé la almohada a mano en la terraza. De noche, para que nadie me viera. Las sábanas del horror siguen en la bolsa, hechas un bollo. Es que en casa no tengo lavarropas y realmente me da vergüenza llevar al lavadero un juego de mantas totalmente cagadas y no decirle una palabra a la señora que las recibe. Mínimo debería advertirle que esa bolsa contiene residuos olorosos de un gatito vengativo… ¿pero quién me creería que sí, que fue el gato naranja de botitas y no yo quién cagó las sábanas? Y a partir de esa tarde (los chismes son eficientes) el barrio me reconocería como “la loca de la diarrea”. Y no, no estoy dispuesta a asumir ese papelón por culpa de un gato que con menos de un año supera mis tácticas de venganza por varios cuerpos de distancia. Reafirmo que lo detesto, que si no supiera lo mal que huele su estómago estaría mutándolo a mollejas con un tramontina robado, pero no cabe en mí la duda, ni por un instante lo cuestiono, quizá por eso me permito aborrecerlo… El odio que yo siento no es tan solo mío, es mutuo.