martes, diciembre 16, 2008

Ya no son lo que eran...

Como cada diciembre, no solo las fiestas obligadas por el mundo me atacan por la entrepierna. Al iniciarse el mes se sucede el cumpleaños de una de mis hermanas menores. Al día de hoy tengo 3 hermanos reconocidos: uno de 17, fruto (como yo) del primer matrimonio de mi madre y otras dos, de 9 y 7, retoños del segundo matrimonio de mi progenitora. El evento esta vez involucraba a la pequeña de 9 (que en ese momento tenía 8).

NOTA: El primer hombre que realice un comentario de dudoso cariño con respecto a mis hermanas, sufrirá la maldición de la Virgen de la Pampa Seca: se le encogerá la pija a límites no conocidos hasta transformársele en un nuevo pupo, al que para hacer acabar habrá que apretar como a un acné hasta ver desprenderse la puntita amarilla.

Eran las 11 de la mañana de un domingo que vomitaba sol. Subí junto a mi pareja estable al 159 que sale del Correo Central y a mitad de viaje comencé a recordar que no sabía cómo llegar al salón de fiestas. Solo tenía la certeza de que el nombre del lugar hacía alusión a un pato… las variantes eran infinitas: Pato Felíz, Pato Ñato, Patolandia, Pato Félix, Pato Román, Pato Catrasca...
Cuando los 45 mensajes de texto a mi madre, mi hermano y mi padre no arrojaron resultados certeros sobre la locación del evento, decidí apelar al pedido desesperado: “Pa, me bajo en Las Flores y Mitre, ¿me pasás a buscar?”.
Llegué a la fiestita con dos paquetes bajo el brazo. Uno, el más grande, para mi hermana cumpleañera. Ella había pedido una Barbie Mariposa, esa a la que se le destraban las alas sin encanto ni delicadeza, pero que gusta por ser rubia, por tener tetotas y brillitos en la cara que justifican el abono de más de 120 pesos. El otro paquete, el pequeño, tenía un Pequeño Pony de color rosa para mi segunda hermana, la que simplemente liga por tener cachetes apretables y cara de triste si no le llevo nada.
Arrojé mi regalo en un cofre de madera y al instante una ola de niñas apareció frente a mí. Tenían preguntas complejas como “¿por qué sos hermana de Ailén si tu papá no es su papá?”, “¿por qué no la visitás mucho a tu hermana? Ella te extraña” o “¿vos estás casada?, porque me dijo tu hermana que vivís con tu novio”. El miedo me invadió. Las nenas no son las que eran, las que jugaban a la casita, a la boutique, a la Juliana Maestra. Tampoco son las que cantan “en Cocolandia vivo yo con flores alrededor”, ni disfrutan con Bob el Constructor o con los maravillosos Ositos Cariñosos.
De pronto, casi sin darme tiempo a responder sus interrogantes, las infantes de 9 años volaron hacia el medio de la pista, al grito de “YO ADELANTEEEEE”. No entendía bien qué ocurría hasta que Casi Ángeles se hizo presente al tiempo que una máquina escupía espuma sobre los pelos de las nenas. Todas las niñas de pronto se prostituyeron y comenzaron a mostrar movimientos pélvicos, bordeando lo erótico, en coreografías hechas para gente con tetas, o al menos gente que ya menstrúa. Por un segundo tuve miedo de que mi hermana de 9 años me robara a mi novio de 31. Luego el miedo se disipó cuando pude observar a los varones del mismo curso jugando al supermercado en otra esquina del salón, totalmente deserotizados. Esto puede ser bueno: no tendrán sexo temprano dentro de su propia aula. También puede ser malo: tendrán sexo temprano fuera de su propia aula con profesores, preceptores o alumnos de quinto año.
Pasé las siguientes dos horas sentada al lado de una ventana, comiendo chips, palitos y sándwiches de matambre. Todo parecía demostrar que nada cambiaría su rumbo... hasta que mi hermana me nombró capitana de su equipo de juego y tuve que pararme, ponerme un gorro de colores y correr a los empujones con mi hermano (el capitán de los varones) para ver quién se sentaba primero en una silla donde ni siquiera me entraba el ojete, y adivinaba el tema que sonaba de fondo. Adiviné dos, la Pantera Rosa y Los Pitufos. Confundí El Chavo con Blancanieves y al Inspector Gadget con el Súper Agente 86. Chivé por cien, me caían gotas de la frente, me empujaron violentamente más de 3 veces y encima se me despeinó el flequillo de manera atroz. Cuando mis pulmones ya eran esponjas patito negras, le pasé la posta a mi madre y, minutos después, nuestro equipo perdió. Ella hizo lo posible, pero no pudo contra la sapiencia de miles de nenas agrupadas buchoneándole a su contrincante. Ni ella ni yo volveremos a ser Capitanas, una verdadera pena hereditaria.