jueves, octubre 20, 2011

Solidificación o Muerte

Las luces dicroicas son unas hijas de puta, pero gracias a ellas noté que la flacidez estaba colonizando mis piernas con la velocidad en la que un velociraptor alcanza y destruye un trencito de tíos borrachos comandados por un Nono en un cumpleaños de quince. Si a eso le sumamos vacaciones en Brasil en temporada de Carnaval con novio y amigos de novio, la conclusión es clara: O solidificación o muerte.

Entré a Google y escribí “Gimnasio + Olivos”, se abrió una especie de mapita con varios puntos marcados y, oh fortuna, uno de esos puntitos estaba a tan solo ocho cuadras de mi departamento. Más fácil que eso fue comprar una bici fija que usé seis veces en un año. Decidido, empiezo. Una estadística personal indica que si me determino a arrancar algo un lunes, el margen de abandono antes de llevar a cabo la acción es de un 98%, por eso mismo decidí empezar el jueves siguiente.

Salí del trabajo, pasé por casa, cargué una botellita de Sprite con agua de la canilla del baño y elegí mi vestimenta. Tengo tetas y no corpiño deportivo. Arranqué entonces por los pies, para no complejizarme de entrada: zapatillas regaladas por mi abuelo, blancas y dos números más grandes. Pero no hablamos de un 38 calzando 36, hablamos de un 42 calzando 40. Enormes, cada una podría servir de casa quinta para una familia de hombres papa. Soquetes y calzas negras, una camperita tapando la desgracia de esa tela elástica pedorra encastrada entre mis carnes anales y, ahora sí, a vestir el torso.

Me puse el corpiño que más chico me quedaba, cosa de no andar revoleando los pechos por el mundo. Arriba un top, el único que tengo, a rayas blanco y negro. Más arriba una musculosa color azul eléctrico, apretada, como segunda contención en caso que el top no tolerara tanta presión. Y, como última capa, una musculosa de Topper heredada de cuando mi papá jugaba al tennis hace unos 15 años. Cabe recordar que no tengo espejo, y que cuando salí a la calle y vi mi primer reflejo en una vidriera quise esconderme debajo de un puesto de tortas fritas que estaba levantando su toldito justo en el instante que pasaba.

No importa, seguí adelante, total ocho cuadras de ridículo no se le niegan a ningún espectador. Me había enganchado el MP3 en una tira elástica en el brazo para poder escuchar música durante la actividad, tenía el pelo atado tirante para que no estorbara en mi rostro, estaba totalmente preparada. Vi el cartel del lugar desde la mano de en frente, crucé determinada a ejercitarme como un bajonero a su Burger King, subí las escaleras y largué el: “hola, me vengo a anotar para empezar hoy”. “Dale”, me dice la señora: “¿qué vas a estar haciendo?”. “Y, cola y piernas principalmente... aparatos”, respondí instantáneamente, justo antes de recibir la gran decepción de la tardenoche: “Ah, pero acá no tenemos aparatos”.

Un manto de odio circundó mis ovarios. Por un instante mis muslos se tensionaron. La señora me acercó un papelito con clases extrañas, me habló de pelotas, colchonetas, almohadas… yo solo quería hacer una brochette con sus pezones. Me fui. Caminé unas cuadras, llamé a mi papá y le dije que realmente me había tocado el único gimnasio sin aparatos de la historia del mundo. Se rió. Y en la mitad de su carcajada, divisé otro espacio solidificador.

Con emoción entré, saludé, pedí lista de precios y pregunté si había aparatos. Habrá pensado que soy medio pelotuda el recepcionista, porque su “obvio” tuvo un dejo de daiquiri de conchudez y pena que me hizo sentir no del todo a gusto. Me dio una llavecita por si quería cambiarme. Le dije que así había venido de casa. Hubo un silencio. Dejé mi carterita, agarré la botella de Sprite recargada con agua de baño y saludé a Dany, mi nuevo entrenador, el forro que me dijo que anduviera en esa bici hasta que la rayita dejara de titilar. Hoy voy a tener pesadillas con esos puntitos de mierda iluminándolo todo eternamente… 

Terminé cada uno de mis ejercicios. Al final de la hora le pedí a Dany un aplauso, para mí es importante el reconocimiento. Me miró fijo y prometió que cuando hiciera algo con peso y sin preguntarle constantemente sería el primero en aplaudirme. Ya tengo rutina en una ficha prolijamente completada, cené desde la cama y me duele desde el culo hasta más allá del sol. Las señales son optimistas. Auguro que llegará febrero sin abandono, ¿se animan a apostar?

lunes, octubre 03, 2011

S.O.S. Bombachas

Nunca invertí lo necesario en ropa interior. Me doy cuenta ahora, a los 25 años, que lavo las bombachas en la ducha, no por vergüenza de llevarlas al lavadero, sino porque no tengo para ponerme al día siguiente.

Ahora bien: Necesito comprarme una bombacha, pero no quiero el corpiño.
Y si tengo que comprar un conjunto, tampoco quiero gastar más de cien pesos.
La bombacha sola me sale 35 mangos… me dicen que si quiero una por menos que vaya a la feria.

Pero si la llevo con corpiño aplica la promoción, me jura la vendedora, mientras sostiene un conjunto que supera tres billetes de 50 juntos.

Necesito una bombacha hoy, no tengo ferias de barrio cerca y quiero que vuelvan las ofertas de tres tangas por diez pesos, pero en todos los locales del mundo.

Me dicen que me fije las promos, que hay para “todo tipo de bombachas”, a saber:
  • La vedetina: Es la que usan las chicas bien. No se te mete tanto en el orto y los costados te ayudan a tapar los rollos. Una por 15, tres por 40.
  • La tanga: Tiene como objetivo meterse entre tus carnes y mientras más finita sea a los costados, mejor. A las que nos gusta este tipo de bombachas nos justificamos diciendo que las usamos para que no se marquen en la ropa. Una por 18, tres por 45.
  • El culotte: Definitivamente es para las que tienen la cola dura. En cachetes anales flácidos, lo único que logra es la deformación total de la parte. Ni averiguo precios. Necesito seguir teniendo sexo unos años más.
  • Las bombachas de vieja: Esas de tela brillante con encajes adelante y mini moñito, suelen ser color caqui y altas hasta arriba del pupo. No están en oferta, solo esperan al acecho, en la oscuridad de una esquina debajo de los camisones con mangas.

Me decido por las tangas y son talle único. Seguro me deforman o tengo que hacerles un tajito a los costados, como a las medibachas, y después se terminan abriendo hasta abajo. Es comprar para arruinar.

Siento mis objetivos nublados… yo ya me imaginaba toda divina estrenando una bombacha esta noche, saliendo del baño tapándome las lolas con las manos y haciendo gala de mi nueva tanga frente a mi propio novio. Y no. La nueva imagen que tengo de mí misma en ese momento incluye también un deshabillé para tapar los rollos que me hace esta bombacha hija de puta solo porque el creador de la misma no contempló que el talle único no generaliza la cadera del común de las mujeres.

La vendedora ahora me dice que las bombachas que vienen con el corpiño tienen distintos talles que van del 1 al 4. Para las de vieja se suma el talle 5, que es como una carpa scout para 12 personas, con moños.

Pienso mientras sigo revolviendo las ofertas de bombachas huérfanas de partes de arriba. La mayoría de las tangas baratas tienen inscripciones del estilo “Matame potro”.  Me quejo en voz alta y me preguntan qué esperaba de una bombacha a 18 pesos. No respondo.  En mi mundo deberían regalarse.

Me llevo el conjunto de 119 pesos sabiendo que nunca usaré ese corpiño.

Mi próxima mudanza solo contemplará una cosa: estar cerca de una feria.


Columna original publicada en MAVIROCK Revista

sábado, mayo 21, 2011

Es mutuo

Odio a mi gato. Que me haya cagado toda la casa ayuda a que pueda confesarlo sin culpa materna. Me había ido dejándolo con su alimento abundante y doble ración de agua. Sabía que iba a ser una ausencia de cerca de 37 horas. Irme de casa implica que Fran es dueño absoluto de mis dos ambientes. Tira de los estantes todo lo acomodado, mutila la colección de entradas que guardo bajo una alcancía, come las puntas de cada libro de la biblioteca y hace un montón de ropa con mis prendas para poder echarse. Al lado de su cuna, claro. Porque tiene una cuna. Y un sapo-cama aparte por si le pinta dormir fuera del living, pero no: usa mi ropa.

Toma agua de la pileta del baño como si los 18 pesos gastados en su bebedero fueran totalmente inútiles. Como un reo. Chupa de la canilla con lengüetazos, deja sus huellas marcadas en mugre negra en toda la cerámica. Se lava las patas y se peina ahí mismo, por un par de centímetros no llega a mirarse en el espejo. Todo lo que hace es con saña. Y esta vez no iba a ser la excepción.

Mientras subía la escalera para llegar a mi 2º C sentí un olor extraño y asumí que alguien había sacado la basura minutos antes que yo entrara al edificio. Eran cerca de las 10 de la noche cuando abrí la puerta, prendí el ventilador y una bocanada de tragedia se adueñó de mis papilas gustativas.

Encendí la luz y ahí estaba Fran, vivo sobre su sillón, lo que evidenciaba que no se trataba de su cuerpo descompuesto el olor que estaba infestando el entorno. Corrí la vista hacia el centro de living y vi las dos primeras bostas. La primera estaba casi seca, frente a la computadora, otra en el medio de todo, bajo el ventilador que esparcía su reciente tibieza. Sin querer descubrí dos montañas más, color marrón clarito clarito, de consistencia blanda y sosa, a los costados del escritorio y la mesa de la tele. Fran seguía mirándome desde el sillón donde reposa en horas de siesta, inalterable.

Pasé a mi cuarto a sacarme los zapatos y nunca pensé que lo peor no había sido visto todavía. Lo primero que noté fue el sorete-waffle sobre mi acolchado verde. Las palabras no me salían de la boca, solo recuerdo que sentía los ojos como fuera de órbita, desprendidos hacia adelante. Fran seguía retorcido de fiaca en el sillón. Agarré la manta con una mano y la doblé en cuantas partes fueron necesarias hasta dejar de ver la mancha acuosa. Y en ese instante el centro de la cama quedó expuesto, cubierto por dos lagunas de mierda marrón oscuras, adheridas absolutamente al cubrecama, sábana y colchón.

Todavía en shock, saqué la sábana. Chorreaba. La exilié de la habitación y la puse en una doble bolsa junto al cubre cama. Volví al cuarto. Fran decidió levantarse de la siesta y romper la bolsa donde había guardado la sábana cagada con su mierda. Solo hizo falta una mirada para que entendiera que estaba a dos microsegundos de ser cocinado al vapor y luego feteado con dos hojas de afeitar para ser el primer vittel tonné naranja del mundo.

Reconozco que no utilicé el máximo de mi potencial de odio hasta tanto no vi que también había cagado MI almohada. La mía. Tengo 4. Dos son nuevas, negras y blancas. Otra está sin usar prácticamente, solo la toco para abrazarla en invierno si me da flojera levantarme a buscar una manta. Y cagó la mía, la que uso cada noche. Una bosta exactamente en el medio, donde está el molde de mi cabeza.

Di vuelta el colchón, compré sábanas nuevas y lavé la almohada a mano en la terraza. De noche, para que nadie me viera. Las sábanas del horror siguen en la bolsa, hechas un bollo. Es que en casa no tengo lavarropas y realmente me da vergüenza llevar al lavadero un juego de mantas totalmente cagadas y no decirle una palabra a la señora que las recibe. Mínimo debería advertirle que esa bolsa contiene residuos olorosos de un gatito vengativo… ¿pero quién me creería que sí, que fue el gato naranja de botitas y no yo quién cagó las sábanas? Y a partir de esa tarde (los chismes son eficientes) el barrio me reconocería como “la loca de la diarrea”. Y no, no estoy dispuesta a asumir ese papelón por culpa de un gato que con menos de un año supera mis tácticas de venganza por varios cuerpos de distancia. Reafirmo que lo detesto, que si no supiera lo mal que huele su estómago estaría mutándolo a mollejas con un tramontina robado, pero no cabe en mí la duda, ni por un instante lo cuestiono, quizá por eso me permito aborrecerlo… El odio que yo siento no es tan solo mío, es mutuo.

martes, marzo 08, 2011

Una gota

Tenía 12 años y estaba pasando el jueves en lo de mis abuelos Nani y Nono cuando me indispuse por primera vez. En la tele estaban pasando “Hombre de Mar” con Gabriel Corrado. Me encantaba su barba, su pinta de indigente y esa onda portuaria que tenía el programa.

Todas las tardes que dormía en su casa, mi abuela me daba de merendar dos sándwiches de tomate con mayonesa en pan francés, pero con la cáscara quitada a cuchillo, por lo cual lo que terminaba merendando eran dos pedazos de miga mágicamente embebidos en mayonesa y jugo de tomate fresco. Pensé que el dolor de panza era una incipiente necesidad de hacer lugar para la cena, pero rápidamente descubrí que la molestia era más abajo del pupo, más a la derecha. Me hice bolita para intentar eyectar al apéndice, pero pronto me encontré en el baño.

Estaba color amarilla, tenía ojeras y me sentía como una bolsa de agua caliente. Me senté en el inodoro y trabé con llave desde adentro. De pronto una contracción y di a luz a la primera gota de mi indisposición original. Ahora puedo diferenciar esa gota de una hemorragia y establecer un paralelismo entre los más de cien meses siguientes, pero en ese instante me espanté e hice un chequeo sobre mis últimas comidas: ¿Qué podría estar detonando el sangramiento interno? No había Google para buscar los síntomas y determinar la causa.

Encontré una bolsa de algodón, saqué un sustancial pedazo y lo puse sobre la bombacha. Aterrorizada, bajé las escaleras que me separaban de mi Nani, lista para cenar por última vez. Entonces sonó el teléfono, era mi madre que llamaba a ver cómo estaba. Nunca imaginó que en su breve ausencia, la nena sangraría como una sopa de remolacha. “Mel, te hiciste señorita”, dijo mamá frente a mi llanto. Mi Nani festejó y me abrazó. A mí me seguía doliendo considerablemente la panza.

Pocos segundos pasaron hasta que mi abuelo dejó de verme como una adorable criatura para comentar qué tanto me crecerían las tetas ahora que ya era mujercita. Los juguetes fueron reemplazados por una bolsa de protectores con alas. Al principio se las cortaba hasta que una mancha en el pantalón me hizo revalorizarlas. Mi Nani me dijo que el dolor se pasaría si me abrigaba. Esa noche de octubre dormí con pijama, doble bombacha y frazada. El viernes fui al colegio en equipo de gimnasia azul, no fuera cosa de terminar manchando el banquito ante el desconocimiento de los demás doceañeros no menstruantes.

Desde ese año comencé a usar delineador y me depilé las cejas por primera vez. Muté de bombacha a tanga y me regalaron mi primera bikini. Empecé a tardar más de 8 minutos en prepararme para salir, eliminé la camiseta de Boca del podio de prenda obligatoria bajo cualquier vestuario, lloré con letras de los Backstreet Boys y fui feliz con mi primer vestido. No tengo más que agradecerle a esa bendita gota por haber ayudado a la definición de mi género. Feliz día para todas. Revaloricemos el sangrado.

domingo, febrero 27, 2011

Fichas al sol

Sonó el interno de mi oficina, era mi amiga MM: “Hay descuento del 50 por ciento en cama solar en el shopping, vamos”. Mi pobreza sirvió de excusa hasta que se ofreció a pagarme y afirmó: “Estás verde, Melisa. No te van a hacer mal unos minutitos”. Ante tamaña verdad, solo tomé mi cartera y la seguí.

No había demora, pero para hacer valer el 50 por ciento del descuento había que presentar fotocopia de la credencial de la empresa, así que subimos, bajamos, volvimos a subir, se me rompió la sandalia en el ínterin, la pegué con cinta adhesiva mientras esperaba las copias y avanzamos nuevamente hacia la iluminación dérmica fantástica.

MM tomó una sesión de 15 minutos, yo me conformé con la de 9. Arrancó ella mientras a mí me indicaron dónde esperar. Relojeaba las revistas de 2001 cuando noté que la luz del lugar hacía notar mucho más los pelos de mis piernas. Odio esperar que crezcan para quitarlos con cera. Nunca lo logro, pero con novio de vacaciones es más fácil cumplir el objetivo sin víctimas fatales y manteniendo la libido en alza.

Al salir, MM me dio su desodorante, me dijo que lo necesitaría. La chica del solarium me extendió sus brazos con una toalla, una vincha, unas antiparritas mínimas y una gomita de pelo negra. También sacó de un bolsillo 3 monedas de fichines y las puso encima de todo. Entró conmigo al cuartito e indicó: “Poné las fichas hasta que el timer marque 9. Apenas se prendan las luces ya podés entrar”.

Ahí estaba yo entonces: en pelotas, con antiparras, vincha, el pelo atado con un firulo, las piernas peludas como el 5 de Atlanta y una especie de turbo que se escuchaba saliendo del termo donde debía meterme paradita.Pensé qué sería de mí si delincuentes ingresaban al solarium. Para este caso en particular me serviría estar sin depilar y así utilizar mis cualidades de puerco espín venenoso frente al tacto no autorizado.

El calor era intenso. Me caían las gotas de las axilas y hacían ruido de quesoderretidoentostadora sobre el piso hirviendo. Las antiparritas me hacían sopapa en los ojos y debía mantenerlos cerrados para que no fueran succionados por el vacío. Me encontré a mi misma ciega y tirando cola hacia la luz para no broncearme incorrectamente o con los cantos arrugados. Me quemé un cachete contra una de las paredes luminosas, abrí un poquito la puerta y recién iban 5 mintuos. Fue entonces cuando se apagó la luz.

Estaba yo colgando de la cama vertical, con las manos enroscadas en las baranditas cuando el mundo se puso negro y un viento huracanado comenzó a soplar encima de mi cabeza. Me imaginé un incendio catastrófico en el solarium y yo saliendo en bolas, piernas y cavado negro, frente a la completa dotación de bomberos de Martínez.También imaginé una invasión zombie ataca bagartos bronceados, de la cual podría haber sobrevivido si no hubiera aceptado esos minutos de inducción solar.

Salí de la cápsula a oscuras, chivada y en pánico. Me rocié un spray acuoso lava partes y me sequé con una toallita, usé el desodorante que me había prestado MM, ordené mis bártulos en unos segundos y noté que el reloj todavía marcaba 3 minutos. “Me cagaron un fichín”, pensé. El viento huracanado continuaba estable y no me dejaba terminar de ordenar el flequillo. Me ardía el cachete del orto quemado y la molestia de mi sandalia rota era ahora por la cinta adhesiva usada para repararla. Quise comprar unas ojotas, pero mi capital solo llegaba a los 14 pesos.

Salí y vi a MM sentada tranquila. “Se me apagó la luz, nos atacan los zombies, se incendia el shopping”, afirmé. Ella agarró mi toalla y se la dio a la chica. “Se me apagó la luz”, repetí, obviando las sugestiones de mi mente. “Claro”, respondió la naranja terrícola del otro lado del mostrador: “Tras los 9 minutos hay 4 de ventilación obligatoria para la máquina”. Deberían incluir una linterna en el kit del bronceado, pensé en sugerirlo si vuelvo de visita.

A MM le ardían los brazos. Mi color verde estaba parejo como antes, solo tenía un rosado en la nariz, claramente por la obligada cercanía con el frente de luces. Le agradecí a mi amiga por la invitación y le pedí el teléfono de Mabel para reservar turno y despelarme. La situación ya no era tolerable al ojo humano. De pasada a la salida me compré un pancho alemán con mayonesa y Sprite a 13.99. dejando en 0 absoluto mi cuenta bancaria. Horas más tarde MM me confesó que había comprado 2 sesiones más para cada una. Las mías se encuentran a la venta desde entonces.