lunes, abril 21, 2008

Tu sangre, mi sangre

El cansancio era terrible. El humo de pastos muertos no me había dejado dormir bien la noche anterior y el trabajo había estado intenso, a diferencia de otros viernes. Había salido tarde de la oficina, por lo que sin quererlo me había tirado de cabeza sobre la hora pico de la hermosa Buenos Aires. Apenas bajé del 60 para meterme en el subte supe lo difícil que sería encontrar un asiento. Corrí por la escalera mecánica, me metí en el segundo vagón y vi dos butacas sin ano esperando la decisión de mis cantos. La butaca que más cerca estaba de mis piernas tenía una mancha encima. Era totalmente reconocible. No había dudas de que una mujer de menos de 50 se había sentado ahí y que su flujo vaginal menstrual era intenso y como consecuencia había desbordado el tampón mal colocado y manchado el asiento de plástico beish dejando una especie de rombo estirado sangriento como firma identificatoria.
A mi entender, esa mancha de cachufla incontinente estaba seca. Mi necesidad de sentarme era desesperante. Me saqué la mochila y ante el subte repleto me ubiqué sobre la butaca.
Segundos después de tener apoyadas las cachas en el plástico sentí una especie de frequito en la zona de la entrepierna. Toqué y efectivamente estaba mojada. Se ve que la mancha no estaba tan seca, la hija de puta debía haberse bajado segundos antes de mi acto de pelotudez absoluto. Intenté poner una servilleta bajo mi culo, pero era una tarea muy compleja porque no tenía que parecer que me había cagado, pero tampoco que me lloraba el clítoris. Decidí tranquilizarme y de hecho lo logré hasta que una idea circuló mi cerebro y se instaló en mi frente trastornando mis pupilas: Cuando me pare, todos van a pensar que la que manchó el asiento con menstruación fresquita fui yo.
Así fue. Llegando a Facultad de Medicina me levanté sin chistar ni mirar hacia atrás, aunque no pude evitar darme cuenta de que nadie se me acercaba ni me rozaba. En un subte repleto de gente, nadie ni siquiera me respiraba cerca, tampoco me miraban, agachaban la vista y, lo más interesante, nadie quería sentarse en mi asiento. Todos estaban mirándolo, con cara de asco mezclada con pena y ganas de darme un tampón XL. Por mi parte, solo quería morir como las cotorritas de Puerto Madero y ser convertida en empanada de acelga.
Las puertas del subte tardaban siglos en abrirse, yo veía en mi nuca las miradas de un yanqui alto que con su novia murmuraban y sonreían, todos amorosos y rosados. La única paz que me mantenía en pie era la de saber que algunos me habían visto sentar en el ya manchado asiento, alguien sabía que no era yo la del culo sangrante, sino la anterior viajante, que había salido libre de culpa y cargo.
Solo quería huir, pensaba que así se acabaría mi sufrimiento…. Pero no. La mancha se había enganchado a mi jean celeste gastado. Ahora yo tenía la sangre de la muerte del óvulo de la fecundación, la tenía pegada al culo, engrapada con flujo, desplegando vergüenza con cada paso. A zancadas llegué a mi casa. El jean todavía está sucio, esperando su turno para el laverrap.
Desde el viernes sé que hay cosas peores que viajar parado.

martes, abril 01, 2008

Hubo una vez un pájaro...

Picuca era un canario marrón con algunas plumas amarillas. En los tiempos que vivió, yo ocupaba una cama en mi hogar de Quilmes, con vista al patio. Picuca dormía en una jaula horrible, como todas las jaulas, aunque en realidad dudo que durmiera.
Como todas las mañanas de mis 8 años, me levantaba y antes de desayunar siquiera, iba al patio a ver qué tal mi mascota anti caricias había pasado la noche, le daba alpiste, le sacaba la mierda recalcitrada de debajo de las patas y volvía a la cocina a comer Lincoln mojadas de a 3 en el café con leche.
Una mañana vi desde mi ventana como mi hermanito de 3 años le daba de comer a mi mascota. Se lo veía muy interesado en este proceso, miraba a Picuca como esperando que el pobre bicho le picoteara la garzopa. Recuerdo que bajé las escaleras, fui al jardín y ya desde lejos podía ver la goma de borrar que mi hermano le había depositado dentro de la jaula, ya estaba incompleta porque el pájaro vicioso no paraba de hincarle el pico una y otra vez.
La verdad es que no me animé a meter la mano en la jaula y, debo confesar que la imagen del ave comiendo una goma de esas azules y rojas era bastante impactante. Estaba como hambriento, desesperado, se inflaba y movía las patas como zapateando en pegamento…
Había mojado medio paquete de Lincoln cuando mi hermano gritó. La verdad es que se reía fuertemente, pero eso no viene al caso. No vale la pena revivir batallas del pasado. Dejé mi café con leche, salí y la imagen que la jaula otorgaba era nefasta: Picuca estaba patas para arriba, se había caído del palito que siempre lo sostenía, tieso, con la panza explotada y el piquito abierto. Picuca estaba muerto.
La tristeza me recorrió entera. No había podido siquiera despedirme del pobre emplumado, no le había cambiado el alpiste ni le había quitado la goma. Yo había fomentado su muerte, la había avalado, era una asesina, una cómplice siniestra.
Estaba llorando bajo la jaula desconsoladamente cuando mi mamá entró en escena. No quería resignarme a perder a mi mascota, menos por culpa del pelotudo de mi hermano a quien odiaba más que a los noticieros en ese momento. Fue en ese preciso instante cuando mi madre dijo la frase que revivió a mi corazón:

- No llores hija. Vamos a poner a Picuca en este pañuelo blanco para que se lo lleven los ángeles cuando vayas al colegio. Entonces va a ser como tu ángel de la guarda.

Era feliz finalmente. Le entregué a Picuca a mi mami, me calcé la mochila y corrí al micro que me recogía puntualmente. La anécdota de la muerte no era pesada ya, sino que lo inolvidable era que ahora ¡yo tenía un canario devenido en ángel! Nadie nunca había tenido algo similar. Yo estaba marcando una tendencia.
Volví a casa y me dediqué a limpiar la jaula vacía. Era un hecho el paso de los ángeles porque la goma, o lo poco que quedaba de ella, había desaparecido junto con Picuca. La propuesta de mamá había sido un éxito. Puse el alpiste en una bolsa, fui hacia el tacho de basura, lo abrí y ahí, encima de toda la mierda, Picuca había sido tirado con total desprecio, con total impunidad, sobre dos servilletas de papel sucias y la goma de borrar.
Ese día descubrí que los ángeles no hacen retiros a domicilio.