lunes, agosto 25, 2008

Hallelujah

El viejo se tambaleaba
dibujando un eterno berrinche del Chavo con sus piernas y brazos,
un pichón de pato,
un mal bailarín robótico.
Triste.
Las piernas se le enroscaron como cables anudados,
el torso desnucado hacia el frente
doblado como una tostadora
(la bolsa de los mandados seguía atrapada a su brazo izquierdo)
Tambaleó intensamente, babeaba…
El suelo y su cara se conocieron de pronto.
Chichón rosa.
El viejo convulsionaba
se estrujaba en el suelo,
se hacía bolita y volvía a extenderse
como una píldora de esponja en aguas histéricas.
Sostenía su pecho con el brazo sin bolsa
nadie sostenía sus lentes,
le goteaban por la nariz
rotos.
Mis auriculares cantaban My Sweet Lord
compás feliz con presagio funesto,
la combinación perfecta para un adiós memorable.
El 60 no se detuvo, era la hora pico.
Nadie se detuvo. Zombis rutinarios.
Murió solo;
babeando;
abrazado por sus propios brazos.
Por fin el berrinche había cesado.

“Really want to see you, lord
Really want to see you, lord
But it takes so long, my lord
Hallelujah”

viernes, agosto 15, 2008

Un tostado, por favor

Le chorreaba pus por la mano. Las gotas amarillas con reflejos verdes y anaranjados le recorrían la muñeca a la vieja de 80 mil años que recién subía al subte y ella, con una delicadeza enfermante, las secaba con una servilleta Susex que para esta altura tenía el color de las agendas de papel reciclado que uno compra para sentirse mejor persona.
La señora traía una cartera enorme pegada a la barriga, se sentó a mi lado, agarrándose del palo metálico y dejando en él una marca asquerosa y húmeda con todos sus desechos purulentos.
No podía evitar mirarle la mano. En lo que sería el muslo del dedo gordo, ese espacio que solemos apoyar en la mesa para tipear en el teclado, esta vieja tenía una ampolla en la que podía bañarse un chihuaha de pelo corto, totalmente repleta de jugo infectado. La solución que la señora se había encomendado era la de apretar los alrededores de la ampolla para que ésta vomitara todo el líquido que ahora seguía chorreándole por la muñeca. La apretaba y la exprimía sin siquiera mostrar una mueca de dolor o una arcada desagradable. Recé a todos los santos porque la muy conchuda sacara una curita y acabara con el sufrimiento de los curiosos que no podían siquiera quitar los ojos de su fuente de pus virgen.
La piel de los bordes ahora estaba siendo arrancada por la vieja. Lentamente peló la ampolla, dejándola rosada y amarilla, a la vista de todos. Tranquilamente esa imagen podía compararse al relleno de un tostado de jamón y fiambrín bien derretido y sin el pan. Claro que en caso de ser comido, el pus no mentiría sobre su consistencia, diferenciándose recién ahí de la buena feta de fiambre.
Con la mano que le quedaba libre, la pusulenta abrió la cartera y sacó una crema. El subte estaba lleno y expectante. Abrió el pomo con violencia y descargó abundantemente su contenido blanco sobre el charco de fiambrín derretido. La sensación de ardor me causó una especie de tirón conchal que solo logré calmar apretando bien fuerte la costura del jean contra mi entrepierna. Mi mirada seguía los actos de la vieja con el interés que solo me genera jugar a El Gran DT.
Con la crema puesta en forma de tubo sobre la ampolla desarmada, la señora comenzó ahora a masajearse la mano logrando que por primera vez apartara la vista de su proceso de curación, no podía tolerarlo. Frotaba y frotaba ensuciando de amarillo a todo el resto de su manopla, que ahora estaba color patito deprimido portador de HIV. El olor a pus y diprogenta se estaba esparciendo ferozmente por el vagón. Con el dedo índice la añeja dama presionaba fuerte el centro del dolor, empastando bien todo el agujero ampollado, terminando la limpieza sin dejar un solo espacio sin crema.
Ahora esa mano no podía sostener la cartera, entonces la cambió de mano en el preciso momento en que le tocaba bajar. Sus piernas viejas no tenían la fortaleza suficiente como para levantarse del asiento sin una ayuda extra, así que apenas el subte estacionó, la mujer cruzó su mano asquerosa por delante de mi nariz, tomó el palo metálico nuevamente, dejando otra vez su huella impúdica marcada a base de crema en el subte. Logró al fin levantar el orto, las piernas y su propia vida, y se alejó del subte, ya no chorreando ni desgarrando su piel como un jerbo enfurecido, pero dejando abandonado el recuerdo firme de su propio masoquismo en mi mente perturbada y mórbida. Ahora al menos tengo claro que nunca comeré un tostado de fiambrín en mi putísima vida.