El vendedor
de seguros de vida es un tipo que tiene que convencerte de que te podés morir
de prepo y en un accidente. No es que te dice que te vas a enfermar, que podés
ir deteriorándote… No. El vendedor de seguros de vida te advierte que en varias
plazas de la Ciudad hay árboles a punto de caer. Y que si salís en la hora
pico, en Microcentro hay calles que son en subida y que capaz, por esas malas
casualidades de la vida y claro, Dios no quiera que pase, podés cruzar mal y
que en un intento de acelere, un auto te pase por arriba como a un ñoqui a la
inversa. Eso es el vendedor de seguros de vida.
Hace poco
vino uno a visitarme al trabajo nuevo. Comenzó contándome los beneficios de mi
flamante obra social, de la amplia cobertura, lo genial de que por fin en la
historia del mundo la ortodoncia está cubierta en un ciento por ciento. Me
alegré genuinamente e intenté en vano recordar el apellido de mi último
dentista. Fue esa pausa de mi mente la que Alberto usó para introducir arriba
de la mesa una carpetita con gente sonriente.
“Si te toca
irte, lo mejor sería que los que se quedan estén aunque sea un poquito mejor,
¿no?”, me dijo, señalando a una señora que tomaba el té junto a otras señoras
en la tapa de la carpetita. No entendí. Prosiguió: “Encima que les toca
quedarse llorando tu partida, por lo menos estaría bueno darles algo para que
no estén tan, tan tristes”. Creí entender, pero la clarificación estaba cerca:
“Desde una cuota de menos de 5 pesos mensuales podés asegurarle varios miles a
tu familia en caso de tu deceso por causas ajenas a la naturalidad, igual yo no
recomiendo pagar menos de cien pesos, con eso les asegurás dos años de
vacaciones”. Se rió. “A mí me toca el
trabajo difícil”, continuó Alberto: “Venir con una persona sana y fuerte como
vos y hacerle entender que la desgracia puede estar a la vuelta de la esquina…
No es fácil.”
Cuando el
miedo me acercaba a la lapicera, los papeles y el acuerdo, mi vendedor de
seguros de vida decidió contarme que vivía con su madre, un ovejero alemán y un
gato. Éste último había sido regalo suyo a su progenitora, todavía no lo había
castrado, el animal vivía frotándose a almohadones y escobillones. Alberto se
preguntaba por qué el pobre gatito vivía con diarrea, cuando no dejaba de darle
leche en las dos raciones de alimento diarias.
Sacó el
celular y empezó a mostrarme fotos. Me contó que su madre nunca quiso al gato,
que varias veces lo había acercado a su ovejero alemán con la enferma fantasía
de que le picase justo el bagre y le entrara al pobre felino sin pena ni
gloria. Dichosa la muerte que no quiso ser ninguna de esas oportunidades,
alargándole un poco más la expectativa de vida de “Oliver” (sí, sí, ahora
también hablábamos del gato con nombre propio).
Las fotos
seguían pasando hasta que de pronto y sin alarma una del ovejero alemán
abrazado a él, sin remera y sin pantalón, pero sí con bóxer blanco y anteojos
de sol, se antepuso a mis pupilas ahora dilatadas armando un radio de 5
milímetros. Nos miramos, su celular seguía ahí evidenciando esa foto revelada
por el mismísimo Infierno. Nos seguimos mirando. Cerró el celular.
Yo intenté volver al tema de los seguros, le
dije que hasta cien pesos no me quería estirar, pero que cuando creyera estar
oliendo a la muerte iba a pegarle un llamado. No le importó ni eso ni nada, de
pronto Alberto se puso de pie, guardó la carpetita sonriente y dijo “permiso”.
Intenté acompañarlo hasta la puerta de la oficina, le ofrecí un caramelo de
dulce de leche, pero corría dos pasos delante de los míos. “Castralo al gato, hacelo
por tu vieja”, fue lo último que le grité antes de que se cerrara la puerta del
ascensor. Creo que no me escuchó. Ojalá no borre las fotos de su celular,
realmente estaban lindas…
Columna publicada originalmente en MAVIROCK Revista