miércoles, diciembre 19, 2012

Seguro de Vida


El vendedor de seguros de vida es un tipo que tiene que convencerte de que te podés morir de prepo y en un accidente. No es que te dice que te vas a enfermar, que podés ir deteriorándote… No. El vendedor de seguros de vida te advierte que en varias plazas de la Ciudad hay árboles a punto de caer. Y que si salís en la hora pico, en Microcentro hay calles que son en subida y que capaz, por esas malas casualidades de la vida y claro, Dios no quiera que pase, podés cruzar mal y que en un intento de acelere, un auto te pase por arriba como a un ñoqui a la inversa. Eso es el vendedor de seguros de vida.

Hace poco vino uno a visitarme al trabajo nuevo. Comenzó contándome los beneficios de mi flamante obra social, de la amplia cobertura, lo genial de que por fin en la historia del mundo la ortodoncia está cubierta en un ciento por ciento. Me alegré genuinamente e intenté en vano recordar el apellido de mi último dentista. Fue esa pausa de mi mente la que Alberto usó para introducir arriba de la mesa una carpetita con gente sonriente.

“Si te toca irte, lo mejor sería que los que se quedan estén aunque sea un poquito mejor, ¿no?”, me dijo, señalando a una señora que tomaba el té junto a otras señoras en la tapa de la carpetita. No entendí. Prosiguió: “Encima que les toca quedarse llorando tu partida, por lo menos estaría bueno darles algo para que no estén tan, tan tristes”. Creí entender, pero la clarificación estaba cerca: “Desde una cuota de menos de 5 pesos mensuales podés asegurarle varios miles a tu familia en caso de tu deceso por causas ajenas a la naturalidad, igual yo no recomiendo pagar menos de cien pesos, con eso les asegurás dos años de vacaciones”. Se rió.  “A mí me toca el trabajo difícil”, continuó Alberto: “Venir con una persona sana y fuerte como vos y hacerle entender que la desgracia puede estar a la vuelta de la esquina… No es fácil.”

Cuando el miedo me acercaba a la lapicera, los papeles y el acuerdo, mi vendedor de seguros de vida decidió contarme que vivía con su madre, un ovejero alemán y un gato. Éste último había sido regalo suyo a su progenitora, todavía no lo había castrado, el animal vivía frotándose a almohadones y escobillones. Alberto se preguntaba por qué el pobre gatito vivía con diarrea, cuando no dejaba de darle leche en las dos raciones de alimento diarias.

Sacó el celular y empezó a mostrarme fotos. Me contó que su madre nunca quiso al gato, que varias veces lo había acercado a su ovejero alemán con la enferma fantasía de que le picase justo el bagre y le entrara al pobre felino sin pena ni gloria. Dichosa la muerte que no quiso ser ninguna de esas oportunidades, alargándole un poco más la expectativa de vida de “Oliver” (sí, sí, ahora también hablábamos del gato con nombre propio).

Las fotos seguían pasando hasta que de pronto y sin alarma una del ovejero alemán abrazado a él, sin remera y sin pantalón, pero sí con bóxer blanco y anteojos de sol, se antepuso a mis pupilas ahora dilatadas armando un radio de 5 milímetros. Nos miramos, su celular seguía ahí evidenciando esa foto revelada por el mismísimo Infierno. Nos seguimos mirando. Cerró el celular.

 Yo intenté volver al tema de los seguros, le dije que hasta cien pesos no me quería estirar, pero que cuando creyera estar oliendo a la muerte iba a pegarle un llamado. No le importó ni eso ni nada, de pronto Alberto se puso de pie, guardó la carpetita sonriente y dijo “permiso”. Intenté acompañarlo hasta la puerta de la oficina, le ofrecí un caramelo de dulce de leche, pero corría dos pasos delante de los míos. “Castralo al gato, hacelo por tu vieja”, fue lo último que le grité antes de que se cerrara la puerta del ascensor. Creo que no me escuchó. Ojalá no borre las fotos de su celular, realmente estaban lindas…



Columna publicada originalmente en MAVIROCK Revista

miércoles, noviembre 21, 2012

Papá tiene Novia


Mamá y Papá se separan y Mamá se pone de novia. Tiene una hija primero, otra hija después. De pronto dos hermanas mujeres más que caen en tu casa cuando la adolescencia te está comiendo viva. A la primera te la bancás, no sabés bien cómo va a ser la mano, pero tenés la experiencia de un hermano más, aunque de tu mismo papá, pero bueno, es cuestión de que salga de la panza, aprenda a llevarte la contra o a pedirte ropa y verás qué tanta necesidad de que otra familia la adopte tenés. 

A la segunda de las nenas ya no la podés creer… la mirás a tu vieja, le preguntás si realmente era necesario cuatro pibitos saliendo de ella, si con tres estábamos tan bien, y ni ponerte a recordar lo bien que estaban siendo solo dos, para qué masoquearnos la memoria. Le consultás a tu propia madre con algo de violencia, cómo puede ser que con ella sola fallen todos los métodos de anticoncepción del mundo entero. 

Salís a la calle a los gritos, histérica, típica quinceañera. Hiperventilás en la puerta de un cotillón, te dan arcadas delante de todos los varones de tu mismo colegio que la casualidad puede juntar frente a una persona, volvés a tu casa (el odio a tu madre por esa segunda nueva hermanita sigue intacto, pasarán muchos años hasta darte cuenta de lo pelotuda que fuiste), te cuentan que cuando te adaptes a la idea lo que quieren es proponer que seas la madrina. Y los querés mandar a la mierda, pero la noticia te hace mariconear por dentro. Aceptás.

Entonces mamá y papá se separan, mamá se pone de novia y tiene dos hijas más. Pasan como 15 años y papá sigue de fiesta, solo por el mundo. Papá se abre un Facebook porque lo obligamos a estar en contacto por Internet, aunque en realidad no evaluamos el riesgo de saber qué cosas Papá comenta, qué fotos Papá MeGustea y, mucho menos, con qué mujeres Papá se hace el gato. Pero hay algo para lo que ninguna Hija Mayor está preparada y eso es enterarse por Facebook que Papá está de novio.

De pronto mi Papá que es mío, ahora también es Papito de otra. Ahora resulta que no está siempre disponible para cenar o almorzar un fin de semana. Y parece que se conecta a Internet más seguido y ahora entiende cómo usar el Facebook. Y ves sus interacciones del último tiempo y hay una muchacha que se repite y se repite, y no entendés, realmente eso es lo más grave, no entendés cómo se te pasó ver esto antes.

Y entrás a ver quién es esta mina… y es linda. La putísima madre que nos parió a todos. Es linda. Y es joven. Te agarrás de su edad para tirar los primeros dardos por celular. Tu papá se ríe, te dice que a ver cuándo se conocen, que por qué te referís a ella como “esa gila”, de manera tan despectiva. Reafirmás que “porque es una gila, Papá”, aunque no tenés un solo maldito argumento para hacerlo.

Criticás su foto de perfil, Papá se sigue riendo, terminás haciendo una escena que incluye la frase “a mí nunca me contestás las publicaciones que hago en tu Muro”, entonces tus 26 años parecen convertirse en cortos, cortísimos 6 y cortás el teléfono. Lo cortás porque Papá se está riendo de vos, no de la situación y porque seguramente vaya y le cuente a su Novia que su Hija está celosa y ambos se reirán y se mirarán con cara de intimidad cuando todo esto sea recordado en público de acá a unos 5 años si es que esta relación prospera. 

Y pensás, pensás, pensás cómo sacarte esto de adentro, con quién charlar de esto cuando cada varón al que le contás que Papá tiene Novia te dice: “Se lo merece, tenés que estar contenta con la felicidad de tu Padre”. La felicidad de una Hija por ver Feliz a su Padre termina cuando la Novia del Padre es de la misma edad que la Hija. Y se hace la luz, ya sabés con quién hacer catarsis sobre este tema, la única que entenderá el odio que te da que te robe a tu Papá una chica linda y joven… tu abuela, quien comparte casa con tu propio Padre: “Hola, Nona. Tenemos un trabajo que hacer. Hay que recuperar a Papá”, y la Nona, con un color esperanza pintado a fuego sobre su frente, arruina todos mis planes: “¿Encontró una? Dejaaaalo tranquiiiiiilo, Melisa, no le rompas las bolas”. Papá tiene Novia, nada que hacer.

miércoles, abril 11, 2012

La Rubia, el Viejo y Yo

Estaba en una de las dos cintas del gimnasio sudando como un camello en sesión de drenaje linfático, cuando una rubia se puso a caminar a mi lado. A caminar, literalmente. La velocidad elegida era hasta emocionante. Nunca creí que un humano pudiera llegar a ejercitarse de forma tan pajera.

Unos cuarenta años tenía la rubia, pelo muuuuuy largo y liso colgando sobre el hombro derecho. Le tapaba una teta y llegaba hasta la pelvis. Cuando la vi entrar noté que estaba con un señor mayor. Pero, mayor, mayor. Una onda a Richard Gere licuado con un abuelo estándar y un Papá Noel de shopping. Un caballero de chomba y shortcito que apuesto sin una duda que cargaba con unas 7 décadas encima, como mínimo. 

Mientras yo tenía hasta el último pelo del flequillo pegado a la frente por la transpiración, la rubia paseaba sobre la cinta a mi izquierda cual reina del otoño y, mientras tanto, le mandaba piquitos al señor mayor que hacía bici justo frente a nosotras. Lo bueno de los espejos de gimnasio es que te dejan ver cuán ridícula imagen estás proyectando al mundo exterior mientras hacés tu rutina. Lo malo es que también te obligan a ver a tus compañeros de lado.

Vi a la rubia tirar piquitos a su señor mayor, chuparse el labio para él, mimarse el pelo y, claro que sí, saludarlo tímidamente desde la cinta moviendo la manito en un plano bajo, pegada a la pierna, sabiendo que es una estupidez, pero que el amor no te ayuda a evitar caer en hacerlo.

Cuando creí que la ñoñez había vencido sobre la vergüenza ajena, el señor mayor se bajó de la bici, fue a comprarle un agua a la rubia, se la trajo a la cinta y chaparon mientras ella todavía caminaba con una actitud entre cámara lenta y gatuna, digna de quien solo se puso la ropa de gimnasia para calentar al viejo a ver si de casualidad las zapatillas plateadas le despertaban algún fetiche. Vi todo. A través del espejo.

Fue entonces cuando la pesadilla me arañó la frente. Vi al señor mayor decirle algo al oído, la vi a ella mirarme mientras yo seguía sudando con cara de “odio estar en tu película, rubia”, los vi reírse. Él volvió a la bici y ella me hizo una consulta: “¿No es divino?”. Pff. La verdad que no. Pero responderle eso sería complicado de soportar por una ñoña. “Te cuida mucho, como corresponde”, dije, con la esperanza de que ese fuera el final de la charla… pero no.

“Es terrible, encima”, siguió ella: “Recién me vino a decir que estaba viéndome en la cinta y no pudo evitar verte también a vos y que se le despertara esa fantasía de la rubia y la morocha”. Me sentí morir por dentro. No solo porque un abuelo quisiera entrarme, sino porque sé profundamente que desde este momento y hasta que muera el viejo, me habré convertido en material masturbatorio de la tercera edad.

La rubia no paraba de reírse, y yo… yo quería pararme sobre un tubito verde de los de Mario Bross, apretar la flecha que va para abajo y aparecer en otro mundo lleno de monedas y dispersión. El viejo nos miraba con ojos de “aguante este zoológico”, yo me sentía como una pobre foca corrida por dos tiburones blancos. “Ah, bueno”, atiné finalmente a decirle: “Tenés suerte que en este gimnasio hay muchas morochas”.  

Ella siguió en su cinta, yo escapé sin delicadeza y pasé al escalador, rezando porque por fin alguien alguna vez invente el cosito de Men in Black que con dos luces frente a los ojos te borra los recuerdos de mierda. Si lo ven antes que yo, avisen.

miércoles, marzo 14, 2012

Recién ahí

No acepto no poder, 
ni que hay quien pudiendo, no quiere.
No creo en la igualdad de los días,
Ni que la vida va tan rápido que no nos damos cuenta.

Nunca me dijeron que no podía, 
pero siempre recomendaron que no llegara tarde: 
Que nunca sabía cuántos más podían igual que yo,
pero unos segundos antes.

No acepto no recordar mis sueños
ni por qué elijo pararme donde me paro.
Si hasta acá llego es porque hasta acá intento
Y si quiero más lejos, caminaré más tiempo.

O remaré.
O me arrastraré hasta que de las rodillas me nazcan anclas,
y ahí,
recién ahí,
me quedaré donde pude.

miércoles, febrero 08, 2012

Todas Putas

Columna publicada en la edición de enero de Revista Mavirock


La mayor de mis hermanas menores tiene ahora 11 años. Hace dos, en un cumple feliz, una pelota con la que estaba jugando se le queda trabada en una esquina del techo del salón de fiestas. Automáticamente me acerqué, intenté bajarla de un salto, pero no llegué. Entonces le dije: “Linda, ¿te hago upa así la bajás vos?”, y antes que llegara a agarrarla de la cintura para elevarla hasta buscar el juguete, la pendeja me miró con ojos venenosos y dijo: “No, Mel, estoy esperando que venga a hacerme upa el animador”, un pendejo de unos 18 años, ojos celestes, vestido con una chomba de Mickey y aureolas de transpiración marcadas bajo la axila. En ese momento la imaginé tirando piolas a los 12 y, para mí, fue el fin de la inocencia.


Mi primera depilación fue a los doce, obligada, porque tenía un acto escolar al aire libre, quería ponerme bermudas y mi vieja me dijo “¿Melisa vos pensás ir a desfilar esos cardos?”. Me presentó a una maquinita de afeitar y arranqué con media pierna, dos tajos y pelos de la rodilla para arriba. Es que era muy complicado sacar todo el acumulado de miles de meses. Tenía los cuádriceps aptos para ser trenzados, pero realmente no me importaba… la chance de que alguien se acercara a acariciarme la gamba era menos factible que aprender a tejer usando fideos de arroz.

De pendeja me tocaba frotándome con una almohada. Era todo un evento. Primero me apretaba velozmente y con dedicación un buen rato y, para terminar, al no conocer aún el orgasmo, el fin del acto correspondía meramente a la agitación y la taquicardia. En ese instante final varios pares de medias y un peluche eran ubicados bajo mi remera pijama y simulaba un embarazo posterior al acto masturbatorio. Hoy solo puedo confirmar que he crecido porque mi única constancia es para con la toma de pastillas anticonceptivas. Hasta me toco con guantes para evitar que se inspire cualquier Espíritu Santo.

Mi primer beso fue a los 15 y mi primer polvo a los 18, en un jeep naranja, al costado de una plaza. El segundo en un polo blanco y con otra persona. Quizás era una señal para dedicarme al automovilismo, pero igual me hice periodista. Y lo primero que investigué fue la prostitución en el barrio de Flores y Floresta. Para ese entonces, como mucho, tenía en mi haber unos 4 revolcones con desconocidos (y contando los 2 anteriores).

Hoy, las pendejas vienen putas desde antes. Algunos le echan la culpa a la tele, otros a la ropa, otros le echan uno, dos, los que pueden y después van presos. O no. Las minas de 25 ya no competimos entre pares, la que trata de cagarnos un novio es una putilla de 16. Porque tampoco tienen códigos, mucha solidez, mucha tirapete precoz, pero hay que pegarles un sopapo en la mano cuando te quieren robar el plato de comida que tanto venís remando para mantener caliente.

Es una realidad y reitero: Las nenas vienen putas. Entonces, si usté tiene una hija, una sobrina, una sub 12 a la que aprecia, foméntele el lesbianismo y evite riesgos. Enséñele los beneficios del mejor método anti embarazo del mundo: no coger y, sobre todo, enciérrela sin Internet, solo vístala con joggings y remerones y, ante cualquier duda, use la frase “los pitos te harán llorar”. No piense solo en su bien, ni en el de ella. Piense en todas nosotras.