viernes, mayo 23, 2008

Decoración natural

Venía caminando enroscada en mi bufanda. Recién había salido del subte, por lo que tenía un poco más de fresco del que en realidad debía sentir. Ya a una cuadra de distancia veía que la cola de espera del 60 superaba las 15 personas, lo que significaba simplemente que si quería viajar sentada iba a tener que dejar pasar unos cuantos colectivitos.
El semirápido justo hizo su aparición cuando estaba ya llegando a la fila, ocasionando una deserción de aproximadamente 5 personas que decidieron viajar con él. La líonea de espera estaba más corta ahora y me paré detrás de una chica que curiosamente siempre llega más tarde que yo. De pronto, una bocanada de aire muerto se impregnó en el aire. Yo no me había cagado y la muchacha parecía demasiado dulce y tierna como para haber disparado un pedo en plena fila de colectivo. Era algo diferente.
De repente reparé en el árbol que tenía a un metro más adelante. Está literalmente plantado sobre la vereda, la gente debe rodearlo para esperar al 60, o parársele al lado. En lo que sería la maceta que rodea sus raíces añejas había un charco de vómito de más de 25 centímetros de diámetro, color salsa rosa, todavía con fideos sin digerir nadando entre su bilis teñida y tapado tímidamente con una baldosa. Si lo intento, puedo ver al pobre santo ahogado en sus chorros de comida, lamiendo el piso con cada arcada, tratando de sentir el viento en la cara sin necesidad de olerse a sí mismo.
Desde chiquita soy vómito-consecuente. Creo que me inicié en esto cuando a los 5 mi madre me llevó en un colectivo a pasear a no sé dónde junto con una compañera de jardín que se llamaba Julieta y su respectiva paridora. Nunca voy a olvidar el momento en que Julieta, que estaba sentada del lado del pasillo, yo del lado de la ventana, me miró y me dijo: “abrí la ventana”. Acto seguido se paró con sus 5 años de inconciencia y me vomitó íntegramente arriba de la cabeza, chorreando todo mi cuerpo con una sustancia ácida y penetrante. Todavía faltaba una hora para llegar a casa. Aguantar mi propia existencia con el vómito de esa hija de puta encima fue lo más trágico que jamás pudo pasarme. Cuando llegué a casa y me bañé, los pedazos de comida hacían barquito en la bañadera, parecían Chococrispies.
Recordando el tema: Me hice vómito consecuente esa vez y desde ese instante cada vez que veo, huelo o escucho a alguien a punto de explotar por la boca, tiendo a replicarlo. No es algo evitable, mucho menos predecible. Mi manera de superarlo es pensando en los verdes prados que rodean a los Ositos Cariñosos.
Cuando me tocó avanzar hasta quedar parada al lado del charco de vómito creí que era mi final. La chica de adelante estaba color blanco y nuevamente no pude evitar imaginarla colaborando con los fideos en salsa rosa con su propia bocanada de sustancias parcialmente digeridas. Las ganas de vomitar estaban lentamente ascendiendo por mi cerebro, pero la que cedió de modo lamentable fue la chica de adelante. No pudo tolerarlo e hizo dos arcadas que intentó confundir con tos, pero eran bastante claras. Yo caminé hacia atrás. Saqué un paquete de Lincoln y comencé a olerlo debajo de mi bufanda. Todavía pensaba en Ositos hablando extrañamente como Teletubbies. A solo cien metros podía verse el 60. Solo restaba aguantar menos de un minuto para estar lejos del vómito. Me paré en la calle, mis ojos estaban desbocados, necesitaba alejarme rápidamente. Subí como con un chasquibum en el clítoris, me senté en un asiento de la ventana y lo último que vi fue a la pobre muchacha agachada sobre la mancha de pasta aportando condimentos para hacerla más vistosa. La pobre se perdió el colectivo. Yo llegué puntual al trabajo.

martes, mayo 06, 2008

Pequeño y memorable

Todos usaban anillos y pulseras de colores y collares y huevadas, pero yo era bastante machona. No me gustaba tener la vulnerabilidad de las mujeres, quizás el divorcio de mis padres logró ese extraño efecto en mí. Creía que con actitudes de varón al final de cuentas las cosas me iban a doler menos.
Un día caminaba con mi mamá por la calle y desde la vereda de en frente vi en una vidriera cómo brillaba algo que parecía un anillo. Cruzamos para verificarlo, yo llevaba dos pesos en el bolsillo, lo justo para zafar, un hábito que no puedo cambiar hasta el día de hoy. En ese momento tenía 12 años.
Me acerqué, lo miré y le faltaba mi nombre grabado encima: era perfecto para mi dedo, el de al lado del fuck you, que nunca supe ni sabré cómo carajo se llama. En fin, ahí estábamos los 4: el anillo, mi madre, la vendedora y yo.
Era de un poco menos de un centímetro de alto y tenía unas olas que lo circulaban de manera muy cursi, pero de alguna forma tierna que todavía no sé explicar. Mar de Ajó era casi mi segundo hogar, ahí tenía un muchacho que me gustaba, que después se dejó un bigote tipo nutria que me sacó el amor de los intestinos en un santiamén, y me sentía conectada por todo esto con el pequeño circulito hueco. La verdad es que lo quería, pero tenía solo dos pesos.
Mi mamá lo agarró entonces y lo compró. Nunca me gustó pedir nada, así que agradecí creo sin mirarla, cuando por dentro tenía un volcán de emoción explotando cual oruga de árbol alto en suelo de primavera.
Los años pasaron, los mares cambiaron las arenas y el local que vendía mi joya de plata desapareció, pero el anillo siempre siguió pegado a mi dedo. Con el tiempo aprendí a nadar sin sacármelo, a lavarme la cabeza sin riesgo a perderlo y hasta a dormir sosteniéndolo de un modo tal con el nudillo que impidiera salirse bajo la almohada en cualquier momento. Lo hice parte de mi rutina, era mi amuleto de buena suerte, mi canalizador de nervios, mi amoldador de dedo, el único espacio más blanco en mi mano en verano y el más suave en invierno… aunque era solo un anillo de 6 pesos.
Hoy de pronto quise jugar a hacerlo dar vueltas y la realidad me sorprendió. Mi anillo no estaba. Nadie me lo había robado, ni siquiera habían intentado alguna vez hacerlo. Tampoco se me había caído al lavar, de hecho ni siquiera había lavado. Apelé a mis recuerdos matinales y al salir de la ducha, se reflejaba en el espejo, al abrir la puerta lo choqué con mi llavero… todo estaba en el lugar que debía, hasta ahora. Hoy mi anillo se perdió de una manera que nadie conoce, quizás eso era exactamente lo que se merecía: ser recordado de manera fantástica, como un fiel compañero brillante que nació de un regalo y ahora seguramente revivirá en otro dedo de alguien que lo tenga disponible.


(Aunque confieso que dentro, muy dentro mío, donde los sentimientos negros conviven con los grises y turbulentos, deseo que haya caído en una alcantarilla podrida y nadie pueda tocarlo jamás en lo que quede de su historia.)