lunes, mayo 03, 2010

Balanza

(Nota publicada en MAVIROCK REVISTA)
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Es miércoles, todavía no me funciona la tele, el calefón me tiene inscripta en un eterno juego de ingenio y me estoy preparando unas empanadas de atún. Es como si de pronto todos los conocimientos culinarios que ignoré por pereza estos últimos años me golpearan la nuca obligándome a tomar provecho de ellos.

Corto medio morrón y media cebolla. Me rebano un poco un dedo y me arde. Lo lavo, le envuelvo en papel de cocina y sigo. Escucho la programación romántica retro de una conocida radio de largo alcance. De paso, estreno descorchador en las fauces de un shiraz-cabernet, le pongo un hielo y me siento realizada.

Me mudé finalmente. Miro los muebles perfectamente dispuestos a mi antojo, los sillones a los que falta tapizar y rellenar (sí, anoto), miro todas las cosas que compré en Carrefour el lunes mientras diluviaba. Me sonrío y sigo apoyando una a una las empanaditas sobre la asadera plateada. También de estreno, claro. Cortesía de mi tarjeta de crédito recién violada furiosamente (Saldo actual: $23).

Fue el primer departamento que vi el que terminé alquilando. El tipo de la inmobiliaria abrió la puerta y automáticamente mi cerebro ubicó como fichas de ruleta, una a una mis pertenencias a lo largo y ancho de los 36 metros cuadrados. Cuatro garantes movilizados de zona sur a zona norte, un ahorro repentino y varios cabos sueltos pegaditos con cera en un instante. Por primera vez en casi 5 lustros, nada puedo reprocharle a la suerte.

Pasa media hora de las nueve de la noche, el viento mueve al árbol que es dueño indiscutido de mi vereda de en frente y varios oficiales de la comisaría del barrio desfilan en automóviles de civil. Justo entonces, cuando el espacio se chupa el ruido ambiente del mundo, un estruendo hace mover la pared de mi cocina. Mi muro hecho de vidrio oficia de oreja y unos gritos trepan por las seis ranuritas de la ventilación. Voz de varón ruge desde lo profundo de un estómago: “Desaparecé., ¿querés?”. Los gritos se acompañan de un berrinche lloroso, de un golpe y otro estruendo. Y de nuevo, tiembla la pared de mi cocina.

Un petizo de unos 13 corretea de lado a lado de su departamento. Lo corre el varón con ojos desencajados, cinto en mano y a los gritos. Se me muere la garganta. Se me cierra la panza. Me callo. “No hacés nada durante todo el puto año, ahora si no te gusta estudiar ¡jodete!”. Planteo acertado. Lo dudoso es el método. Hay olor a susto. Tengo el Campo VIP de la pesadilla del petizo, que se limpia la cara y corre zigzagueando como liebre, como codorniz. Me ahogo en la sangre que le cae de la nariz.

Llora el pibe y corre y rebota de lado a lado. Una viejita se para frente a la casa y me mira. Caigo en cuenta de que la luz de mi living está encendida, yo no tengo cortinas, es de noche y estoy parada frente a mi ventana balcón. Se toma la boca la vieja. Hace como que mira la escena y se cubre la cara. Vuelve a mirarme. Yo no puedo moverme ni para asentir que yo también, sí, señora, yo también lo estoy viendo y no estoy haciendo nada.

Sale el petizo en cuero a la calle, a mi vereda, ahora lo sigue una madre. Otra más que llora en esta noche que de tan linda deja ver las luces del hipódromo a lo lejos, detrás de algunas antenas. El morochito abre un auto, estacionado en diagonal a su casa y se sienta adelante, solo para pasarse atrás y acostarse. La madre le grita, le pide que se baje, que vuelva, que ya está. Le dice que papá guardó el cinto, que ya pasó. Pero el pibe está en una cápsula de 4 trabas, se cruza de brazos y cierra los ojos. Esta noche, al menos esta noche, va a poder dormir.