jueves, diciembre 30, 2010

Salú!

En febrero me mudé sola por segunda vez. La primera a los 18, a San Telmo. Después una convivencia de casi 5 años en Once que terminó con unos meses de ahorro en la casa de una tía abuela para finalmente pasar a Olivos a la soledad absoluta. Confieso que fui muy feliz en febrero, se sintió bien la independencia y la certeza que era un logro mío, solo mío esta nueva mudanza.

En abril llegó el gato que me perturba la existencia. Hoy, a 9 meses de ser su madre, no imagino una realidad sin incluirlo. Las mordidas de pie, los arañazos marcados en rodillas y ante brazos, los gritos cuando me voy, el recuerdo de que tengo que castrarlo… se hizo querer este naranja de botitas blancas.

En Julio te llevaste a una de las mujeres más importantes de mi vida y en diciembre al tipo que menos tendría que haberse ido de todos. Como te dije alguna vez entre berrinches, espero que hayas tenido tus motivos y los estés haciendo laburar de guardianes celestes en donde sea que estén. Todavía, si cierro los ojos, los siento acá alrededor mío, más te vale cuidarlos mucho y quererlos como acá todavía lo hacemos.

La gente que siempre estuvo siguió estando. Algunos lazos se intensificaron y otros terminaron de desintegrarse… lógica pura. Me sorprendí frente a mi propio corazón abriéndose de nuevo, latiendo en doble corchea y dándose otra vez la chance de querer. De nuevo la secuencia inalterable de mariposas en la panza, miedo absoluto y entrega.

El Mundial que no fue, la desilusión más grande de todas. ¡Cómo hubiera salvado el año esa bendita Copa! Igual te quiero, Diego, pero me vendiste más humo que los pastizales quemados de la ruta.

Y entre "mariposas y huracanes" como cantan los amigos de MUSE, promediamos estos 12 meses. Un ancla de cosas tristes que de a poco va soltando el fondo del océano y va aprendiendo a flotar, arrastrada por un buque que cada día se pone un poco más fuerte. De a ratos se le ahogan los motores, pero cuenta con remadores de alta calidad que lo ayudan a moverse sin aire.

Este 1 de enero levanto mi copa por todos los que remaron conmigo, por los que ya están acostumbrados a hacerlo y por los que recién se suben al barco. Brindo por todo lo bueno y por no olvidarme de nada. Lo mejor que tiene esta vida es el almacén de recuerdos que llevamos encima todo el tiempo, a disposición de uso exclusivamente nuestra.

Apuesto a un 2011 de cosas que nos llenen, menos remado, más disfrutado. Gracias por pasar por este rincón de lectura. Ha sido un placer compartir desgracias y festejos con todos ustedes del otro lado del monitor.

Feliz fin de año para todos, empédense sin cuidado, no usen pirotecnia porque enloquece a los animalitos y le da laburo a los pobres médicos de guardia que se quedan por las dudas, por si quedan pelotudos prendiendo petardos frente a sus narices. Sabemos que pelotudos sobran, pero al menos ahórrenle laburo y nervios a los que intentan prevenirlos. Sin más para decir… salú’, señoras y señores.

domingo, diciembre 19, 2010

Ups, perdí las llaves

Estaba a una cuadra y media de mi departamento, domingo, 6 de la tarde, después de una noche y medio día lejos de casa cuando me di cuenta que había perdido las llaves. Son difíciles de explicar los pensamientos que se suceden en ese momento sabiendo que la única culpable de la situación fui yo misma. Llevaba una bolsa con los borcegos usados la noche anterior y un bolso de mano rojo a cuadritos, transparente, con un agujero en una de las esquinas inferiores.  Había cuidado no poner la llave cerca del agujerito, recuerdo muy sólidamente haber ubicado el manojo completo encima de un saquito blanco que oficiaba de cubre hueco… pero evidentemente algo salió mal.

El único duplicado que tengo de la llave de la puerta de abajo y la principal del departamento lo guarda mi querido amigo Rodrigo. Varias veces ha tenido que utilizarlas, por ejemplo para verificar que no estuviera muerta después de una tarde de fiebre galopante. Hace unas semanas que mi celular pierde señal en lugares donde normalmente siempre ha tenido. Esta tarde de domingo no iba a ser la excepción. “No hay servicio”, arrojaba un cartelito en la pantalla de mi Nokia 5300 cada vez que presionaba la tecla verde para llamar a mi socorro amistoso.

Caminé con mi bolsa y bolsito por avenida Maipú en busca de un locutorio, dada la inexistencia de teléfonos públicos. Ya eran las 18.15 y todo estaba cerrado. En ese instante comencé a pensar que un cerrajero de emergencia me gatillaría 300 mangos por cagarle la siesta y hacerle romper 2 puertas, después mis vecinos me patearían al gato por la inconveniencia de renovar todas las llaves del edificio de la puerta de abajo. Caminé varias cuadras sin rumbo, esperando que el celular agarrara señal o al menos me cruzara con algún ser vivo que pudiera facilitarme una línea telefónica. Una señora con un niño fueron los primeros. Me dijo que no tenía celular y tampoco conocía cerrajero. Un contacto absolutamente inútil dada las circunstancias. Seguí caminando y un nuevo humano apareció frente a mí. Era un señor pelado de unos 55 años, muy delgado y alto, que estaba a cargo de un estacionamiento. Tenía unos 6 dientes dispuestos a lo largo y ancho de su boca y le sangraba el labio inferior como si se lo hubiera mordido sacando una pielcita.

Repetí mi ritual y le consulté por un locutorio, con mi celular en la mano. Me recomendó un kiosco para cargar crédito, entonces le expliqué que había perdido las llaves, pero tenía un duplicado perdido por el mundo, pero que no tenía señal para llamar al custodio que me lo guardaba y que, considerando la hora y el día, estaba claramente meada por un container de Pinochos practicando pillar por primera vez. Me ofreció un teléfono, pero solo podía llamar a un número fijo. Solo tengo agendado un número no celular y porque su dueña me obligó a hacerlo después de pedírselo 78 veces en una semana. La llamé y le pedí que llamara a mi amigo para verificar que tuviera mi llave Plan B, así festejaba en su espera o comenzaba la búsqueda de un cerrajero oficial. Ante la atenta mirada del señor, corté y me dispuse a esperar la confirmación. “¿Venís de la pileta?”, me preguntó, confirmando que había notado que estaba usando un corpiño de malla debajo de un solerito naranja y blanco a rayitas. Le dije que no, que venía de Caballito, entonces cuestionó qué me había tomado para venir. La charla trivial me estaba fusionando el lóbulo de la oreja al cachete de tan fastidiosa que me ponía, pero le seguí el diálogo hasta que sonó el teléfono. “Atendé”, autorizó. Era Rodrigo. Me dijo que con ésta ya le debía unas cuantas, que creía tener la llave en el trabajo, que no me preocupara que en un ratito me traía el llaverito a la puerta de casa. Le dije que nunca lo había querido tanto (es la primera vez que pierdo la llave de esta casa). Corté y sonreí notoriamente. Le dije gracias al señor, que respondió asegurando que me había dejado usar el teléfono porque era yo “una persona de bien, sino no hubiera aceptado”. Volví a agradecerle, le juré que en la semana le acercaba una docena de facturas. Rodri vino 30 minutos más tarde y esto lo estoy escribiendo desde adentro de mi dos ambientes mientras Fran me chupa la mano. Misión cumplida.

jueves, diciembre 16, 2010

Que no abre, que no abre

“Estate a la 1 en la puerta del boliche, Mel”, me dijo Julieta cerca de las ocho de la noche: “Al final la previa se hace en Quilmes, así que nos vemos allá directo, si querés”. Me vi viajando de norte a sur, para luego desembocar en el Centro de nuevo y me desmotivé. Hago previa en casa, tengo Sprite, Martini y un gato naranja para acariciar si pinta el caso.

Eran las 12 de la casi madrugada y yo veía al gato color bordó, parte por el delirio del alcohol tempranero, parte por las ganas de convertirlo en almohadón y tirarme a babear en él. Pero no, es sábado de fiesta y toca Massacre junto a una banda dudosa, la cual espero llegar lo suficientemente tarde como para perderme (claramente llegamos temprano y me la fumé enterita).

Era la 1 y ahí estaba yo con mi vestidito medio negro, medio rosa con botones, mis borcegos y una puntualidad que de tan exacta es nauseabunda. Julieta llegó media hora más tarde con sus amigos y pareja estable. Entramos más rápido que los adolescentes porque teníamos la maravillosa entrada anticipada. Uno puede ser lo rebelde que quiera, pero comprar anticipadamente un ticket es garantía de evasión de fila.

La bebida venía en papelitos con inscripciones del estilo “Vale x 3”, por lo que el flujo etílico se mantuvo estable durante el paso de la noche. Cuestión de capacidad vejigal el tiempo demorado hasta el primer pis. Para ser exactos, habiendo entrado al bolichón alrededor de la 1:50, aguanté 1 hora 25 minutos y a las 3:15 le pedí a Juli que por el amor a la camiseta de la amistad me acompañara a deshabitar los mineros uterinos.

Fuimos al baño, estaba lleno. Julieta se dio cuenta que una puerta estaba trabada, pero que adentro no había nadie vivo ni muerto, el inodoro olía decente y el cubículo hasta tenía luz. Ella se quedó custodiando la entrada a mi meadero mientas yo pillaba parada, en realidad contrayendo las nalgas, semi agachada, embocando el chorro donde debe, sin apoyar nada en la tabla empapada de vaya una a saber qué sustancia salida de qué orificio. Saco una servilleta de la cartera, me siento adulta al haber recordado agarrar esos cuadraditos blancos antes de salir. Arrojo el desecho en el inodoro, me levanto, tiro la cadena y destrabo la puerta. No abre. La puerta no abre. “Se trabó. Julieta, se trabó la puerta”. Que no escucha. “Se atoró, no abre, no abre la puerta, no sé si entendés. ¿Por arriba? No da quebrarme una pierna saliendo por arriba de un baño de boliche, es muy cabeza”.

Fue entonces cuando el Infierno se apoderó de mi juicio. Primero orienté mi hombro hacia la puerta y le di un par de golpes de espalda chiquita. Sin resultado, apelé a las patadas secas. El baño rebotaba y yo imaginaba la congregación humana aguardando mi salida triunfal de un baño todo meado en el que todavía flotaba mi servilleta en el inodoro. Pero la puerta no abría.

Tuve un intento de pasar por debajo de la muy estancada, le heredé mi cartera a Julieta, me empecé a agachar y noté los pelos, lo mojado, lo sucio del piso. Aún hoy, afirmo absolutamente segura que prefiero morir en este cubículo iluminado, tolerar la llegada de un cerrajero en medio del boliche y salir impecable como princesa, antes que deslizarme por un suelo meado, salir empapada en rodillas, manos y antebrazos, ante la vista de las harpías que se aglomeran en el baño.

La desesperación me hizo parar sobre el inodoro nuevamente, colgarme de las paredes y patear cual ninja mutando a Tom Cruise sobre esa puerta roja hija de un trasbordador de prostitutas. Y la muy frígida no abría. Me puse a limpiar la tabla del baño. Me imaginé horas y horas ahí sentada viendo pasar la noche. Me vi abandonada por mi mejor amiga, a quien no podía impedir disfrutar de la velada. Iba a quedarme sola y encerrada en el meadero.

Cuando el llanto ya desbordaba al delineador, una voz distinta a Julieta resonó en mis oídos. Me paré de nuevo en el inodoro, miré por sobre la puerta y mi amiga estaba discutiendo con la encargada del baño. Juli, a quien minutos antes podía verse sosteniendo su cartera, mi cartera, una lata de cerveza en cada mano al grito de "pateá, Meeeel, pateaá", reforzaba mis dichos: “Que no abre, que no abre, que la patea y no abre”. La señora dijo “decile que trabe la puerta, que haga como que cierra”. Me indigné, yo queriendo salir y esta psicópata me dice que trabe la puerta. ¿Más la voy a trabar? ¿No querés que traiga una barricada de enanos en cemento para taparla más? “Mel, hacé como que trabás”; dijo Julieta. Resignada, hice como que trababa y… hola mundo, soy libre.

jueves, diciembre 02, 2010

Compañeros de lado

El 152 se ha convertido en mi colectivo favorito desde que vivo en Olivos. Por semana lo consumo entre 4 y 6 veces. Es maravilloso que un autobús pueda circular más de 90 cuadras como un subte terrestre que va de zona norte a pleno centro. Está haciendo mucho calor hasta para viajar. Entiendo que es diciembre, que ya es verano prácticamente, pero no es justo tener que padecer a esta altura la cosquilla de las gotas de transpiración que se suicidan desde la axila manchando el borde de la musculosa. Todavía merezco poder caminar sin pasparme las carnitas de la entrepierna. Más aún, todavía no es tiempo de tener que respirar profundo y aguantar el aire porque el señor entrado en carnes que tengo sentado al lado en el 152 se para del asiento largo del fondo donde estamos y su cola, mojada por la transpiración que causa el maldito motor que tenemos funcionando abajo del orto, arroja esa baranda a encierro, a carne pasada, que solo me recuerda ese olvidado objetivo a medio plazo que alguna vez tuve de comprarme un auto.


Ya para el momento en que el rechoncho se sentó a mi lado con su camisa de mangas largas me imaginé que no sería un bonito viaje. El vaivén del transporte me hacía frotar el hombro contra el suyo, todo mojado. Cada dos o tres minutos se pasaba el dedo índice por la frente cual limpia parabrisas chival y lo secaba en la panza, empapando especialmente esa zona de la camisa. Abrí la ventana lo más que pude para desviar mi atención, pero cuando se levantó, una ráfaga de día agitado inevitablemente paralizó mi lado derecho.


Fue entonces con ese asiento libre que la rubia deportista se acercó y se convirtió en mi nueva acompañante de al lado. Mientras se acercaba por el pasillo del colectivo ya era claro que iba a oler mejor que mi anterior amigo. Blonda tipo alemana, pelo lacio y atado firmemente por una gomita negra. Vestida para ir al gimnasio, calzas y musculosa negras, zapatillas blancas y una mini riñonerita en la mano. Los ojos celestes que contrastaban con el vestuario hacían más asombroso lo perfecto del contorno. Eran de muñeca prosti, como esas nuevas que no son Barby y tienen nombre exótico. Parecía haber salido de una mini mansión de Polly Pocket Bitch Sportiva. Con la blonda no había necesidad de rozarnos los hombros, cada una cabía en su espacio, así que me relajé a disfrutar de lo que quedara del viaje con la brisa en la cara, la ventana abiertísima y la noche empezando a aterrizar.


De pronto, en el reflejo de mi vidrio la veo, era indisimulable, estaba mirando fijamente mi bolso. Siempre evitando girar la cabeza hacia ella, intenté recordar si del bolsillo que estaba bajo sus ojos yo tenía dinero o algo que le despertara semejante interés. Comencé a incomodarme, era mucho. Por más detallista que fuera, uno no pasa tanto tiempo viendo un punto estático en el bolso de otra persona… Me armé de coraje y volteé la cabeza para justo ver a su mano alemana de uñas perfectas dirigiéndose al bolsillo cerrado, al cierre que colgaba de mi bolso… y se aferró a un pelo que estaba enganchado. Un pelo largo y ondeado, marrón, un hijo de mi cuero cabelludo. Y tiró y tiró del pobre y arrancó una partecita ante mi atenta mirada. Quedaba otro pedazo y no lograba sostenerlo con la firmeza necesaria para dar el tirón final... y notó que la estaba viendo. Le dije que era mío y lo agarré. Lo saqué de cuajo y lo tiré por la ventana. Volví a mirarla. “Me estaba volviendo loca verlo colgado ahí”, confesó. Nos reímos por unos segundos. Le respondí que a mí me pasaba lo mismo con los hilos que cuelgan de la ropa de la gente, pero no arrebataba a nadie para arrancarlos y saciarme. Mal por mí. Seguimos viaje, ella bajó antes que yo. No tuve más compañeros de costado esa noche.