martes, diciembre 16, 2008

Ya no son lo que eran...

Como cada diciembre, no solo las fiestas obligadas por el mundo me atacan por la entrepierna. Al iniciarse el mes se sucede el cumpleaños de una de mis hermanas menores. Al día de hoy tengo 3 hermanos reconocidos: uno de 17, fruto (como yo) del primer matrimonio de mi madre y otras dos, de 9 y 7, retoños del segundo matrimonio de mi progenitora. El evento esta vez involucraba a la pequeña de 9 (que en ese momento tenía 8).

NOTA: El primer hombre que realice un comentario de dudoso cariño con respecto a mis hermanas, sufrirá la maldición de la Virgen de la Pampa Seca: se le encogerá la pija a límites no conocidos hasta transformársele en un nuevo pupo, al que para hacer acabar habrá que apretar como a un acné hasta ver desprenderse la puntita amarilla.

Eran las 11 de la mañana de un domingo que vomitaba sol. Subí junto a mi pareja estable al 159 que sale del Correo Central y a mitad de viaje comencé a recordar que no sabía cómo llegar al salón de fiestas. Solo tenía la certeza de que el nombre del lugar hacía alusión a un pato… las variantes eran infinitas: Pato Felíz, Pato Ñato, Patolandia, Pato Félix, Pato Román, Pato Catrasca...
Cuando los 45 mensajes de texto a mi madre, mi hermano y mi padre no arrojaron resultados certeros sobre la locación del evento, decidí apelar al pedido desesperado: “Pa, me bajo en Las Flores y Mitre, ¿me pasás a buscar?”.
Llegué a la fiestita con dos paquetes bajo el brazo. Uno, el más grande, para mi hermana cumpleañera. Ella había pedido una Barbie Mariposa, esa a la que se le destraban las alas sin encanto ni delicadeza, pero que gusta por ser rubia, por tener tetotas y brillitos en la cara que justifican el abono de más de 120 pesos. El otro paquete, el pequeño, tenía un Pequeño Pony de color rosa para mi segunda hermana, la que simplemente liga por tener cachetes apretables y cara de triste si no le llevo nada.
Arrojé mi regalo en un cofre de madera y al instante una ola de niñas apareció frente a mí. Tenían preguntas complejas como “¿por qué sos hermana de Ailén si tu papá no es su papá?”, “¿por qué no la visitás mucho a tu hermana? Ella te extraña” o “¿vos estás casada?, porque me dijo tu hermana que vivís con tu novio”. El miedo me invadió. Las nenas no son las que eran, las que jugaban a la casita, a la boutique, a la Juliana Maestra. Tampoco son las que cantan “en Cocolandia vivo yo con flores alrededor”, ni disfrutan con Bob el Constructor o con los maravillosos Ositos Cariñosos.
De pronto, casi sin darme tiempo a responder sus interrogantes, las infantes de 9 años volaron hacia el medio de la pista, al grito de “YO ADELANTEEEEE”. No entendía bien qué ocurría hasta que Casi Ángeles se hizo presente al tiempo que una máquina escupía espuma sobre los pelos de las nenas. Todas las niñas de pronto se prostituyeron y comenzaron a mostrar movimientos pélvicos, bordeando lo erótico, en coreografías hechas para gente con tetas, o al menos gente que ya menstrúa. Por un segundo tuve miedo de que mi hermana de 9 años me robara a mi novio de 31. Luego el miedo se disipó cuando pude observar a los varones del mismo curso jugando al supermercado en otra esquina del salón, totalmente deserotizados. Esto puede ser bueno: no tendrán sexo temprano dentro de su propia aula. También puede ser malo: tendrán sexo temprano fuera de su propia aula con profesores, preceptores o alumnos de quinto año.
Pasé las siguientes dos horas sentada al lado de una ventana, comiendo chips, palitos y sándwiches de matambre. Todo parecía demostrar que nada cambiaría su rumbo... hasta que mi hermana me nombró capitana de su equipo de juego y tuve que pararme, ponerme un gorro de colores y correr a los empujones con mi hermano (el capitán de los varones) para ver quién se sentaba primero en una silla donde ni siquiera me entraba el ojete, y adivinaba el tema que sonaba de fondo. Adiviné dos, la Pantera Rosa y Los Pitufos. Confundí El Chavo con Blancanieves y al Inspector Gadget con el Súper Agente 86. Chivé por cien, me caían gotas de la frente, me empujaron violentamente más de 3 veces y encima se me despeinó el flequillo de manera atroz. Cuando mis pulmones ya eran esponjas patito negras, le pasé la posta a mi madre y, minutos después, nuestro equipo perdió. Ella hizo lo posible, pero no pudo contra la sapiencia de miles de nenas agrupadas buchoneándole a su contrincante. Ni ella ni yo volveremos a ser Capitanas, una verdadera pena hereditaria.

jueves, octubre 16, 2008

Momento Egocéntrico

Prometo ampliar, pero por ahora les cuento dos cosas:

1- El suplemento NO del diario Página 12 de hoy tiene una nota de mi autoría, jeje. Se llama Ecuación Perfecta y habla de la 9na fecha del Pepsi Music.

2- A partir de Noviembre comienza a salir mi columna de nombre "Complicada e Histérica" en una revista llamada MAVIROCK.

Tiro ambas bombas y prometo, juro sobre el cadáver de mi propio óvulo menstruado que esta semana subo un post decente y explicativo de ambas cuestiones.

Gracias a todos por leer y seguir leyendo, pese a la inconstancia de los últimos meses.

miércoles, septiembre 24, 2008

Paraíso Confitado

Apenas llegué al mundo, mi familia todavía no tenía hogar propio, entonces vivíamos con mis abuelos maternos. Ellos ocupaban el primer piso y nosotros tres (mamá, papá y yo), el segundo. La casa tenía una especie de balcón que bordeaba el segundo piso, parecía un pasillo largo techado, pero que daba a un patio sin pasto.
Yo debía tener 1 año en el momento que me regalaron mi mascota de la infancia. Era un conejo gordo con pintitas negras. No me interesaba demasiado entrar en contacto con el animal, simplemente me dedicaba a observarlo correr a lo largo del pasillo. En esos tiempos yo medía algo así como 45 centímetros de alto, no había demasiada diferencia con el conejo. Me daba miedo, no me resultaba adorable. No entendía por qué razón tenía que quererlo. De hecho no recuerdo su muerte, así que jamás debo haber sentido amor por el pobre orejudo.
Sin embargo un día de verano mi madre me sentó en ese balcón-pasillo a jugar con la naturaleza, y yo pude descubrir algo magnífico que estaba sobre el suelo, en forma de hilera. Eran decenas de confites de chocolate, perfectos, brillantes y tentadores. Nada podía ser más gratificante en mi vida. En el instante en que mi madre se alejó de mi persona comencé la ardua tarea de comerlos uno a uno, todos. Los ponía en la boca y los mascaba rápido para llegar a ingerirlos completamente antes de que llegara cualquier familiar a censurar mi glotonería.
La verdad es que no sentía ese gusto a chocolate intenso que tenían los alfajores, pero seguí comiendo los confites hasta que no hubo ni uno solo en el suelo.
Pasaron varios días en los que repetí el mismo menú: mi madre me llevaba al balcón-pasillo a jugar con mi conejo, ella se alejaba y yo comía el chocolate que sorpresivamente siempre estaba en el piso. Mi mente joven asociaba al dulce gratuito con Papá Noel, los Reyes Magos, mi futuro cumpleaños y hasta con mi abuela, a quien yo creía capaz de desafiar las leyes de mi madre y a quien imaginaba arrojando chocolates para que yo los encontrara en mis cortos momentos de libertad.
Una tarde mi madre y mi abuela se reunieron en mi lugar de postre y tomaron dulcemente al conejo en sus manos. Yo recuerdo mirarlas desde abajo, a escasos metros de donde estaban paradas. El diálogo que tuvieron fue algo similar al siguiente:

- ¿Qué pasa con vos conejo?- preguntó mi progenitora
- Es imposible… - se quejaba mi abuela – no puede ser normal…
- Si este animal sigue sin cagar vamos a tener que llevarlo al veterinario- dictaminó mamá.

La tentación fue más fuerte que las ganas de entender la charla que tenían las dos señoras. En un segundo en que creí que ambas estaban distraídas, tomé un nuevo confite de chocolate y lo llevé a la boca: “Mmmm… qué iiiiicoooo”, exclamé en voz alta, sin medir mi tono festivo.
Mi madre miró a mi abuela. Mi abuela miró al cielo. Los 4 ojos y Dios me observaban con asco y ninguna se acercaba a detenerme ni a alentarme. Entonces tomé otro confite y repetí la acción hasta que una de las dos mujeres me preguntó:

- Melisita, ¿vos estás comiendo la caca del conejo, linda?-

Segundos después entendí por qué los confites no tenían ese gusto a chocolate intenso que tenían los alfajores. Después de esa tarde de verano, del conejo no se supo más nada.

jueves, septiembre 11, 2008

El robo imperfecto

Era muy simple. Tenía que ir al supermercado chino sola, sin supervisión masculina y comprar manteca, leche, batatas, pollo y servilletas de papel. Bajé enroscada en mi pullover negro y preocupada por que no se me volara el flequillo que tanto me cuesta amoldar.
Entré al chino y arranqué por el pollo, algo que ya me predispone mal porque no hay nada más incómodo para una mujer con tetas que tener que pedir “dos pechugas”. Es como una invitación a la sonrisa y la mirada tetal, como un autobombo bizarro en el que solo yo participo. Lo hice y colgué la bolsita con ambos pechos de pollo de mi brazo izquierdo.
Tomé la manteca, la leche, una Pepsi con la promoción loca del festival de música solo porque era parte de esa promo y no puedo evitar tener la esperanza de ganar algo destapando una botella, también agarré dos chocolates y llené una bolsa con 5 batatas. Agarré un frasco de café instantáneo de los más chiquitos, lo puse bajo mi brazo porque ya no tenía manos libres y seguí hacia la caja.
Me cobraron tranquilamente y salí a la calle cargada como un container de escarpines. Me sentía orgullosa de mí completando una tarea y encima llevando cosas que estaban fuera de lo planificado. Me había convertido en una gran improvisadora de súper… hasta que me di cuenta de que me había robado (ROBADO) el pote de café.
Estaba parada en la puerta del supermercado. El chino me miraba desde adentro y yo no sabía realmente por qué, pero mi cerebro solo indicaba una cosa: el oriental está vigilando que no me vaya mientras llama al 911.
En mi conciencia solo resonaba este dilema: “¿Vuelvo a entrar y le digo que me equivoqué, que no fue intencional y que me cobre ahora mismo así dejo de sentirme una pelotuda? o ¿robo el frasco definitivamente, cruzo la calle entre taxis con el riesgo de morir y a partir de mañana cambio de súper? Cambiar de súper me daba paja, entonces mi angelito bueno respondió. Volví a entrar al supermercado con la cara color bordó y el pote de café temblando en la mano. Era una ladrona arrepentida, un fiasco triste, un delito inacabado.

- Me llevé esto abajo del brazo sin querer – le dije al chino que no entiende nada más que dos oraciones: “¿Cuánto pesa” y “¿Cuánto sale?”.
- No impota no impota no impota no impota – repetía frenéticamente mientras pasaba el producto por el confirma-precios
- Te juro que fue sin querer, no me di cuenta – continuaba yo, casi llorando
- Ja ja ja – rió el chino, demostrando claramente que no me había creído

Pagué 4 pesos con 50 centavos por mi café instantáneo que ni siquiera es apto para consumo urgente porque viene sin azúcar. Ahora no solo tengo un café que me da diarrea, sino que el chino cree que soy una ladrona sin cojones. Subí a casa sonriendo y al abrir la puerta noté que había olvidado comprar las servilletas de papel. Por tercera vez en 20 minutos volví al súper al que había casi robado. Esta vez la tarea fue terminada con éxito.

jueves, septiembre 04, 2008

Confianza

Jueves a la mañana chateando con mi madre. Café en la mesa. Chocolinas cada 5 segundos.

Mamá: ¿Así que bien el festejo del nuevo aniversario?
Mel: Sí, re bien por suerte
Mamá: Disfrutá el momento, que sea bieeeen bieeeen ANAL
Mel: jajajajajajaja, dale Ma
Mamá: (insistente) .... ¿te podes sentar bien hoy?
Mel: Anal... Dolor. Odio el dolor.
Mamá: ¿En serio?
Mel: ….. (esquivando con incomodidad)
Mamá: Igualmente, es como cagar para adentro... y te cura las hemorroides.
Mel: ........... (en shock)

4 minutos después

Mel: Ma, necesito tu permiso para publicar esto en el blog. Si te molesta no lo hago.
Mamá: Más me molestó el primero que me lo hizo y el olor a mierdita con semen. Que lo sepa el mundo.
Mel: Estás haciendo demasiado mérito Ma. Demasiado.


Definitivamente, está en los genes.

lunes, agosto 25, 2008

Hallelujah

El viejo se tambaleaba
dibujando un eterno berrinche del Chavo con sus piernas y brazos,
un pichón de pato,
un mal bailarín robótico.
Triste.
Las piernas se le enroscaron como cables anudados,
el torso desnucado hacia el frente
doblado como una tostadora
(la bolsa de los mandados seguía atrapada a su brazo izquierdo)
Tambaleó intensamente, babeaba…
El suelo y su cara se conocieron de pronto.
Chichón rosa.
El viejo convulsionaba
se estrujaba en el suelo,
se hacía bolita y volvía a extenderse
como una píldora de esponja en aguas histéricas.
Sostenía su pecho con el brazo sin bolsa
nadie sostenía sus lentes,
le goteaban por la nariz
rotos.
Mis auriculares cantaban My Sweet Lord
compás feliz con presagio funesto,
la combinación perfecta para un adiós memorable.
El 60 no se detuvo, era la hora pico.
Nadie se detuvo. Zombis rutinarios.
Murió solo;
babeando;
abrazado por sus propios brazos.
Por fin el berrinche había cesado.

“Really want to see you, lord
Really want to see you, lord
But it takes so long, my lord
Hallelujah”

viernes, agosto 15, 2008

Un tostado, por favor

Le chorreaba pus por la mano. Las gotas amarillas con reflejos verdes y anaranjados le recorrían la muñeca a la vieja de 80 mil años que recién subía al subte y ella, con una delicadeza enfermante, las secaba con una servilleta Susex que para esta altura tenía el color de las agendas de papel reciclado que uno compra para sentirse mejor persona.
La señora traía una cartera enorme pegada a la barriga, se sentó a mi lado, agarrándose del palo metálico y dejando en él una marca asquerosa y húmeda con todos sus desechos purulentos.
No podía evitar mirarle la mano. En lo que sería el muslo del dedo gordo, ese espacio que solemos apoyar en la mesa para tipear en el teclado, esta vieja tenía una ampolla en la que podía bañarse un chihuaha de pelo corto, totalmente repleta de jugo infectado. La solución que la señora se había encomendado era la de apretar los alrededores de la ampolla para que ésta vomitara todo el líquido que ahora seguía chorreándole por la muñeca. La apretaba y la exprimía sin siquiera mostrar una mueca de dolor o una arcada desagradable. Recé a todos los santos porque la muy conchuda sacara una curita y acabara con el sufrimiento de los curiosos que no podían siquiera quitar los ojos de su fuente de pus virgen.
La piel de los bordes ahora estaba siendo arrancada por la vieja. Lentamente peló la ampolla, dejándola rosada y amarilla, a la vista de todos. Tranquilamente esa imagen podía compararse al relleno de un tostado de jamón y fiambrín bien derretido y sin el pan. Claro que en caso de ser comido, el pus no mentiría sobre su consistencia, diferenciándose recién ahí de la buena feta de fiambre.
Con la mano que le quedaba libre, la pusulenta abrió la cartera y sacó una crema. El subte estaba lleno y expectante. Abrió el pomo con violencia y descargó abundantemente su contenido blanco sobre el charco de fiambrín derretido. La sensación de ardor me causó una especie de tirón conchal que solo logré calmar apretando bien fuerte la costura del jean contra mi entrepierna. Mi mirada seguía los actos de la vieja con el interés que solo me genera jugar a El Gran DT.
Con la crema puesta en forma de tubo sobre la ampolla desarmada, la señora comenzó ahora a masajearse la mano logrando que por primera vez apartara la vista de su proceso de curación, no podía tolerarlo. Frotaba y frotaba ensuciando de amarillo a todo el resto de su manopla, que ahora estaba color patito deprimido portador de HIV. El olor a pus y diprogenta se estaba esparciendo ferozmente por el vagón. Con el dedo índice la añeja dama presionaba fuerte el centro del dolor, empastando bien todo el agujero ampollado, terminando la limpieza sin dejar un solo espacio sin crema.
Ahora esa mano no podía sostener la cartera, entonces la cambió de mano en el preciso momento en que le tocaba bajar. Sus piernas viejas no tenían la fortaleza suficiente como para levantarse del asiento sin una ayuda extra, así que apenas el subte estacionó, la mujer cruzó su mano asquerosa por delante de mi nariz, tomó el palo metálico nuevamente, dejando otra vez su huella impúdica marcada a base de crema en el subte. Logró al fin levantar el orto, las piernas y su propia vida, y se alejó del subte, ya no chorreando ni desgarrando su piel como un jerbo enfurecido, pero dejando abandonado el recuerdo firme de su propio masoquismo en mi mente perturbada y mórbida. Ahora al menos tengo claro que nunca comeré un tostado de fiambrín en mi putísima vida.

viernes, julio 11, 2008

El Ganso

Estábamos enfrentados en el anteúltimo vagón del subte. Ambos en el asiento del medio de los apoya anos de 3. Eran las 7 y 20 de la mañana y había olor a fiambrería que pasó la noche sin luz.
El ganso tenía el pelo lasio, de color Balá, que le caía a los costados de las mejillas. Eran pelos finitos y brillantes, era claro que esta mañana se había bañado y quizás hasta planchado cada mecha con una molesta delicadeza.
Su piel era anaranjada para los 45 años que seguramente se le acumulaban a modo de arrugas en el esfínter anal. Tenía ojos color avellana y daba esa extraña sensación de poder ser un villero así como un productor de soja caramelizada.
El ganso traía puestos unos pantalones deportivos verdes, unas zapatillas que prácticamente rebotaban por la cantidad excesiva de resortes que tenían en la suela y una campera asquerosa a tono con el pantalón. También traía un bolsito de mano bastante triste y desteñido que lo hacía parecerse a un profesor de educación física de séptimo grado, esos que los alumnos torturan y torturarán hasta el fin de los tiempos por ser justamente unos relajados amantes del buen vivir y fanáticos del programa de Mónica y César en su quinta de bananas.
Pasaron dos estaciones y el ganso se paró de su asiento para mirar unos papeles que estaban pegados en la pared del vagón. Claro está que ni 2 segundos después de haberse ido a Sevilla, alguien le cagó su silla de manera estrepitosa. Ese alguien era una muchacha de bufanda violeta que siempre supo que el fulano no iba a bajarse, pero sin embargo cerró los ojos y emprendió su mala acción del día.
Despojado de su espacio, el ganso se paró en la puerta del subte y decidió que era un buen momento para descargar las calorías sumadas con la cena de anoche. Comenzó a realizar una apertura de piernas de 180º, de puerta a puerta, intentando rozar el suelo con las bolas colgantes, algo imposible dada su altura y su poca elasticidad. Así parado, con las piernas abiertas apretadas por el pantalón que ahora estaba por encima de los tobillos y dejaba ver unas medias color caqui que daban náuseas, se quedó un par de estaciones.
Minutos después este fracaso hiperactivo hacía flexiones contra la misma puerta, y descansaba haciendo trotecitos cada vez que el subte hacía pie en alguna estación.
Un ejercicio que repitió varias veces fue el de colgarse de los palos que rodean al asiento de las embarazadas. Una vez que se sostenía con una mano, se dejaba caer hacia atrás y luego cambiaba de brazo y hacía su trotecito de descanso. Era tan idiota toda la escena, que varios pasajeros estábamos en estado de shock.
Sin siquiera un preaviso, la pasajera que viajaba a mi lado se paró y bajó, dejando el asiento libre. El ganso vino hacia él como atraído por un estante repleto de pornografía animal y pósters de Mónica Farro vestida. Se acercó trotando y revoleando su bolso, sus pelos finitos y sus ropas deportivas y arrojó sobre él todo su cuerpo sudado para dar finalmente inicio al peor de todos sus movimientos: la rotación de cuello.
Sentada a su izquierda, sentía su melena rotar cada 5 segundos de manera idéntica cada vez y dejando sentir un “UFFFFFFF” de aire calentito exhalado al finalizar cada serie. Me daba tanto asco sentir sus ojos miel en mi cachete que opté por usar su rotación para rotar yo también de igual manera, evitando así todo tipo de contacto visual con este ente grasoso. Parecía que el final no llegaría nunca y aún me quedaban varias estaciones hasta llegar a Juramento. La rotación obligada que estaba haciendo me estaba mareando y los recuerdos de Balá de mi infancia me atormentaban a cada instante. Cuando el colapso nervioso estaba por desbordarme e ideas como cortarle con un cuchillo de plástico el talón de Aquiles al ganso, quemarlo con sal cual babosa persistente o denunciarlo con el dios de la educación física se acumulaban despacito en mi cabeza, el ganso se paró, trotó un segundo en la puerta y se fue. Solo quedó de él la sensación de asco con que lo miraba la dama de bufanda violeta y un olor a jabón neutro que aún ahora, a la distancia, me despierta diarrea líquida.

sábado, julio 05, 2008

¿Te pica?

Me sentía como el culo. No sabía si era fiebre, si eran anginas, si era gripe, incubación, bronquilitis o dengue. Me latía la frente desde la mañana como si por dentro hubiera una maratón de liendres estallando descontroladamente en piojos.
En frente de casa tengo una farmacia que no pertenece a ninguna cadena, salvo a la de sus dueños, 4 sujetos fácilmente identificables: un viejo pelado de cara deprimente y ojeras blanditas, otro viejo de iguales condiciones, pero más avejentadas y dos mujeres mayores, claramente madre e hija. Ambas rubionas de pelo corto, una de ellas no entiende muy bien lo que la realidad le ofrece día a día y la otra la lleva un poco mejor. Todos los dueños podrían tranquilamente morir hoy y nadie diría que se fueron muy jóvenes.
En fin. Entré a la farmacia a comprar ibuprofeno 600 y un termómetro. El último me explotó cuando lo reboté contra la mesa mientras intentaba bajarle la temperatura. Tuve bolitas de metal hasta en el orto durante casi una semana. Cuando estaba en plena transacción entró un muchacho de pelo melenita morocho, vestido con ropa deportiva y una mochila. Volvía de laburar como cualquier cristiano. Se acercó al más joven de los viejos pelados de caras deprimentes y ojeras blanditas y le susurró en idioma argentino bajo:

- ¿Tené algo paá acá bajo? - señalándose la zona pélvica – poque me salió como un sarpullido, pero blanco y arrugado y etá por toda partes.

El farmacéutico tuvo su emoción del día. Si bien le dio pudor mirar el pindongo del caballerito, no pudo evitar bajar la cabeza cuando se le indicó por dónde venía la mano. Ahora era medio homosexual y toda su familia lo sabía o suponía.
En seguida, ante la evidente tensión, me alejé más hacia el sector de la caja, donde las dos viejas me miraban casi congeladas, o muertas, aún hoy es difícil distinguir la diferencia. Mi termómetro llegó desde el fondo de la farmacia y lo último que escuché fue que el farmacéutico preguntó:

- Y… ¿Te pica?
- Mucho – respondió el cliente, dando a entender con sus ojos que ni siquiera bañándose en una pelopincho llena con Caladril puro lograría detener el ardor.

El farmacéutico entonces corrió a otro sector privado del lugar, escarbó entre los estantes y sacó un frasco amarillento y unas pastillas. “A la mañana y a la tarde”, dijo cómplice, imaginando mientras los herpes purulentos saliendo de la maraña peluda de la entrepierna del pibe. Tampoco podía olvidar que había por allí una prostituta solitaria y abandonada, también portadora de tremendos adornos contagiados.
Yo le pagué a la señora más vieja de las viejas un segundo después que el muchacho y caminé hasta la puerta. Me topé con la balanza gratuita, esas viejas que te hacen sentir batata cuando te pesás y en las que siempre, una vez abajo, decís “igual sin las zapatillas son dos kilos menos”. Quedé conforme con lo que indicaba la flecha. Ahora realmente no me sentía tan mal.
La última vez que lo busqué con la mirada, el flaco ya estaba cruzando Corrientes con la bolsita del remedio bailando enroscada en su muñeca. Estaba feliz. Y ahora yo podía tomarme la fiebre.

viernes, junio 13, 2008

Sorpresa

A la tarde mi viejo se acostaba siempre en el sillón doble del living. Yo no tenía permitido sociabilizar en esos horarios, tenía 5 o 6 años y mi obligación era dormir la siesta mientras mi madre daba clases de inglés en el garage de casa que ahora es un Instituto. Hacer ruidos no era una opción.
Esa tarde yo no quise dormir mi siesta. Bajé las escaleras caracol con la delicadeza de un arreglador de triciclos y llegué al “precipicio”, una especie de agujero en la pared, a la altura de la mitad de la escalera, por el que mi padre podía verme desde el sillón, huyendo de mi cama obligada. Tenía que ser muy cuidadosa, mi Nani también debía estar vigilándome por algún lugar recóndito de la casa. Recuerdo que en el silencio solo escuchaba a mi mamá cantando en inglés una canción con sus alumnos, pero los oía lejos… Entonces junté coraje y espié por el precipicio. Papá seguía acostado, la tele estaba de perfil a mí, no podía ver la pantalla. Sentí de pronto esa sensación de estar a punto de ser pescada, atrapada en pleno acto vandálico. Volví un paso atrás. De verdad no quería dormir la siesta, ya estaba lista para colaborar con el equipo portándome bien sin necesidad de hacerlo roncando.
Yo tenía puesto el pijama, unas medias blancas que resbalaban como el carajo y superaban ampliamente el largo de mi pie y estaba literalmente a dos pasos de saltar ese maldito agujero, bajar el resto de la escalera y sobornar a mi padre para que por favor me dieran mis Lincoln, un café con leche y me dejaran hoy, por esta vez, alejarme de la almohada. Tomé un paso de distancia, me subí las medias hasta que quedaran bien ajustadas al juanete que ya desde chica se gestaba junto a mi dedo gordo, me volví a atar el firulo del pelo y salté.
Salté alto y en el preciso instante en que mi papá se elevaba en el aire desde el sillón cual zombi regenerado al grito de “GOOOOOOOOOOOOOOOOOLL”. Mi cerebro de 5 años no supo manejar el peligro: rodé 4 escalones y sin llegar a incorporarme me arrastré nuevamente hasta arriba con un miedo que me atravesaba el cuerpo y me erizaba los pelos del costado de la frente. Me sentía un hámster suelto y desesperado. Ahí arriba, a punto de entrar a mi cuarto estaba mi Nani. Era raro porque yo lloraba del miedo y ella se reía, había visto toda mi lamentable (aunque tierna) actuación y me miraba intentando disimularlo, pero no podía.
Me preguntó “¿Qué pasó Meli?”, y no supe qué responderle. Cualquier cosa que dijera me llevaría a un castigo. Estaba paralizada, frustrada por no haber logrado el escape, resignada a que en segundos estaría durmiendo la siesta.
Pero papá había escuchado todo también y estaba parado atrás mío. Su mirada era dulce, aunque inevitablemente se leía en sus pupilas que no podía creer cómo estaba entera y sin sangre en la cara después de tremendo porrazo.
Me acuerdo que me agarró a upa y me sentí alta y a salvo de la siesta por primera vez en esa tarde. En realidad me sentía a salvo de todo mirando el mundo desde ahí. De hecho, ya no me molestaba tanto tener que dormir, pero para mi sorpresa papá bajó las escaleras, pasó el precipicio, cruzó la sala del bar que teníamos entre la escalera y el living y me sentó delante de él en el sillón. Ahora sí podía ver la tele, había un partido de fútbol, ahora sí entendía todo… qué lindo haberlo sabido antes.

Feliz día anticipado Pa, te quiero.

martes, junio 03, 2008

Confieso que he cedido

Si veía un capítulo más de Los Simpsons me iba a cortar las venas con el filo de mi Subtecard. El sábado estaba frío y tenía kilos de comida pre-soreteada depositados en la panza sin la mínima intención de digerirse y eliminarse. Mi caballero estaba acostado a mi lado, él manejaba el control remoto mientras escuchaba mis repetidas quejas que variaban entre “otra vez Los Simpsons no” y “esto ya lo vimos”… hasta que en un determinado momento, la situación no dio para más.

- Mel, tenés que aprender a jugar a la Play Station
- Sé jugar al de autos y al Mamme.
- Tenés que aprender a jugar al Winning Eleven.
- … es que tiene muchos botones

Parecía no tener opción. La teoría que mi pareja estable manejaba era que viviendo juntos, no era justo que yo, por un mero capricho e inutilidad para manejar varios botones de funciones específicas a la vez, lo privara a él de disfrutar de un juego que le da placer y en el que le falta práctica. Esto último, claro, por mi culpa.
De pronto, sin siquiera haber asentido aún, en la pantalla podía verse una especie de tutorial que era traducido en palabras simples y amigables por mi caballero DT. Casi sin darme cuenta ya tenía incorporado que el cuadrado servía para patear al arco, que el triángulo era para hacer pases largos, la X se usaba para hacer pases cortos y un botón que está como adelante del joystick, lo toco con el dedo índice y me sirve para que el tipito corra más rápido, aunque con algo de torpeza en sus movimientos (los jugadores comprenderán, las mujeres se sentirán afuera de esto). Un dato elemental fue saber que presionando el botón de la velocidad y la X, mi tipito corría solo e intentaría quitarle la pelota al adversario sin siquiera darme tiempo a haberme ofuscado por haber perdido el balón. El equipo que me tocaría comandar ahora era Brasil porque según mi técnico “es un equipo que juega bien aunque vos juegues mal”. Lo bueno es que ya tenía asumidos los resultados.
Cuando llegó el momento de poner todo en práctica, me di cuenta de cuál era exactamente la limitación de mi cerebro: no podía recordar qué botón hacía qué cosa en el momento que debía recordarlo. Por este motivo es que en muchas oportunidades mis jugadores se quedaban estáticos ante mi grito de “¿Por qué no cooooorreeeeeeennnn?”, y después reparaba que ni siquiera estaba presionando un solo simbolito.
Veinte minutos duraría la tortura. Adentrándonos en el minuto 4 ya me sentía más cómoda, aunque ubicar la pelota adentro del arco parecía una tarea de complicación sin precedentes. Me percaté de que por mucho que corriera, nunca lograba saber hacia dónde debía enviar un pase. Si bien en un inicio solo me preocupaba apretar la X en el exacto segundo en que mi jugador tomaba el balón, ahora quería ganar precisión, llegada, anotación. Por mucho que lo deseaba, el arco parecía estar en una plataforma de juego distinta a la que nunca lograba acercarme.
El partido terminó 0 a 0 y después ocurrió algo que mi hombre alado denominó “Gol de Oro” en donde tenía muy poco tiempo para meter un tanto y encima todos parecían más desesperados que en los minutos iniciales. Mis jugadores parecían vivos y hasta me dio culpa no poder darles la satisfacción del triunfo. Ahora vendrían los penales y yo iba a jugar por ellos, por el honor de los pobres muchachitos animados.
El primer penal fue de práctica. Después de eso, mi arquero atajó dos tantos lanzándose a los palos de manera magnífica gracias a mis precisas indicaciones. El contrario me atajó una bola, pero la otra lo penetró de manera violenta. Quedaban dos oportunidades, una para cada equipo. Mi tipito verde golpeaba los talones contra el césped pixelado y el arquero imagino que deseaba conocer los movimientos de mi joystick. Los nervios y la tensión iban en aumento. Elegí el segundo palo, apreté el cuadrado y GOLLLLLL. Ahora tenía que defender el triunfo. Le tocaba patear al adversario y el papel de arquero estaba en mis botones. Mi oponente se acomodó para entrarle con potencia, para golpearme virilmente en mi primera definición de un partido electrónico de la historia.…. Pero atajé. Atajé con seguridad. Atajé y gané. Vencí a mi maestro y me envicié. Creo que nunca en la historia de mi vida festejé un triunfo de Brasil. Lo bueno es que nunca es tarde.


El segundo partido lo perdí 4 a 0, pero realmente no viene al caso.

viernes, mayo 23, 2008

Decoración natural

Venía caminando enroscada en mi bufanda. Recién había salido del subte, por lo que tenía un poco más de fresco del que en realidad debía sentir. Ya a una cuadra de distancia veía que la cola de espera del 60 superaba las 15 personas, lo que significaba simplemente que si quería viajar sentada iba a tener que dejar pasar unos cuantos colectivitos.
El semirápido justo hizo su aparición cuando estaba ya llegando a la fila, ocasionando una deserción de aproximadamente 5 personas que decidieron viajar con él. La líonea de espera estaba más corta ahora y me paré detrás de una chica que curiosamente siempre llega más tarde que yo. De pronto, una bocanada de aire muerto se impregnó en el aire. Yo no me había cagado y la muchacha parecía demasiado dulce y tierna como para haber disparado un pedo en plena fila de colectivo. Era algo diferente.
De repente reparé en el árbol que tenía a un metro más adelante. Está literalmente plantado sobre la vereda, la gente debe rodearlo para esperar al 60, o parársele al lado. En lo que sería la maceta que rodea sus raíces añejas había un charco de vómito de más de 25 centímetros de diámetro, color salsa rosa, todavía con fideos sin digerir nadando entre su bilis teñida y tapado tímidamente con una baldosa. Si lo intento, puedo ver al pobre santo ahogado en sus chorros de comida, lamiendo el piso con cada arcada, tratando de sentir el viento en la cara sin necesidad de olerse a sí mismo.
Desde chiquita soy vómito-consecuente. Creo que me inicié en esto cuando a los 5 mi madre me llevó en un colectivo a pasear a no sé dónde junto con una compañera de jardín que se llamaba Julieta y su respectiva paridora. Nunca voy a olvidar el momento en que Julieta, que estaba sentada del lado del pasillo, yo del lado de la ventana, me miró y me dijo: “abrí la ventana”. Acto seguido se paró con sus 5 años de inconciencia y me vomitó íntegramente arriba de la cabeza, chorreando todo mi cuerpo con una sustancia ácida y penetrante. Todavía faltaba una hora para llegar a casa. Aguantar mi propia existencia con el vómito de esa hija de puta encima fue lo más trágico que jamás pudo pasarme. Cuando llegué a casa y me bañé, los pedazos de comida hacían barquito en la bañadera, parecían Chococrispies.
Recordando el tema: Me hice vómito consecuente esa vez y desde ese instante cada vez que veo, huelo o escucho a alguien a punto de explotar por la boca, tiendo a replicarlo. No es algo evitable, mucho menos predecible. Mi manera de superarlo es pensando en los verdes prados que rodean a los Ositos Cariñosos.
Cuando me tocó avanzar hasta quedar parada al lado del charco de vómito creí que era mi final. La chica de adelante estaba color blanco y nuevamente no pude evitar imaginarla colaborando con los fideos en salsa rosa con su propia bocanada de sustancias parcialmente digeridas. Las ganas de vomitar estaban lentamente ascendiendo por mi cerebro, pero la que cedió de modo lamentable fue la chica de adelante. No pudo tolerarlo e hizo dos arcadas que intentó confundir con tos, pero eran bastante claras. Yo caminé hacia atrás. Saqué un paquete de Lincoln y comencé a olerlo debajo de mi bufanda. Todavía pensaba en Ositos hablando extrañamente como Teletubbies. A solo cien metros podía verse el 60. Solo restaba aguantar menos de un minuto para estar lejos del vómito. Me paré en la calle, mis ojos estaban desbocados, necesitaba alejarme rápidamente. Subí como con un chasquibum en el clítoris, me senté en un asiento de la ventana y lo último que vi fue a la pobre muchacha agachada sobre la mancha de pasta aportando condimentos para hacerla más vistosa. La pobre se perdió el colectivo. Yo llegué puntual al trabajo.

martes, mayo 06, 2008

Pequeño y memorable

Todos usaban anillos y pulseras de colores y collares y huevadas, pero yo era bastante machona. No me gustaba tener la vulnerabilidad de las mujeres, quizás el divorcio de mis padres logró ese extraño efecto en mí. Creía que con actitudes de varón al final de cuentas las cosas me iban a doler menos.
Un día caminaba con mi mamá por la calle y desde la vereda de en frente vi en una vidriera cómo brillaba algo que parecía un anillo. Cruzamos para verificarlo, yo llevaba dos pesos en el bolsillo, lo justo para zafar, un hábito que no puedo cambiar hasta el día de hoy. En ese momento tenía 12 años.
Me acerqué, lo miré y le faltaba mi nombre grabado encima: era perfecto para mi dedo, el de al lado del fuck you, que nunca supe ni sabré cómo carajo se llama. En fin, ahí estábamos los 4: el anillo, mi madre, la vendedora y yo.
Era de un poco menos de un centímetro de alto y tenía unas olas que lo circulaban de manera muy cursi, pero de alguna forma tierna que todavía no sé explicar. Mar de Ajó era casi mi segundo hogar, ahí tenía un muchacho que me gustaba, que después se dejó un bigote tipo nutria que me sacó el amor de los intestinos en un santiamén, y me sentía conectada por todo esto con el pequeño circulito hueco. La verdad es que lo quería, pero tenía solo dos pesos.
Mi mamá lo agarró entonces y lo compró. Nunca me gustó pedir nada, así que agradecí creo sin mirarla, cuando por dentro tenía un volcán de emoción explotando cual oruga de árbol alto en suelo de primavera.
Los años pasaron, los mares cambiaron las arenas y el local que vendía mi joya de plata desapareció, pero el anillo siempre siguió pegado a mi dedo. Con el tiempo aprendí a nadar sin sacármelo, a lavarme la cabeza sin riesgo a perderlo y hasta a dormir sosteniéndolo de un modo tal con el nudillo que impidiera salirse bajo la almohada en cualquier momento. Lo hice parte de mi rutina, era mi amuleto de buena suerte, mi canalizador de nervios, mi amoldador de dedo, el único espacio más blanco en mi mano en verano y el más suave en invierno… aunque era solo un anillo de 6 pesos.
Hoy de pronto quise jugar a hacerlo dar vueltas y la realidad me sorprendió. Mi anillo no estaba. Nadie me lo había robado, ni siquiera habían intentado alguna vez hacerlo. Tampoco se me había caído al lavar, de hecho ni siquiera había lavado. Apelé a mis recuerdos matinales y al salir de la ducha, se reflejaba en el espejo, al abrir la puerta lo choqué con mi llavero… todo estaba en el lugar que debía, hasta ahora. Hoy mi anillo se perdió de una manera que nadie conoce, quizás eso era exactamente lo que se merecía: ser recordado de manera fantástica, como un fiel compañero brillante que nació de un regalo y ahora seguramente revivirá en otro dedo de alguien que lo tenga disponible.


(Aunque confieso que dentro, muy dentro mío, donde los sentimientos negros conviven con los grises y turbulentos, deseo que haya caído en una alcantarilla podrida y nadie pueda tocarlo jamás en lo que quede de su historia.)

lunes, abril 21, 2008

Tu sangre, mi sangre

El cansancio era terrible. El humo de pastos muertos no me había dejado dormir bien la noche anterior y el trabajo había estado intenso, a diferencia de otros viernes. Había salido tarde de la oficina, por lo que sin quererlo me había tirado de cabeza sobre la hora pico de la hermosa Buenos Aires. Apenas bajé del 60 para meterme en el subte supe lo difícil que sería encontrar un asiento. Corrí por la escalera mecánica, me metí en el segundo vagón y vi dos butacas sin ano esperando la decisión de mis cantos. La butaca que más cerca estaba de mis piernas tenía una mancha encima. Era totalmente reconocible. No había dudas de que una mujer de menos de 50 se había sentado ahí y que su flujo vaginal menstrual era intenso y como consecuencia había desbordado el tampón mal colocado y manchado el asiento de plástico beish dejando una especie de rombo estirado sangriento como firma identificatoria.
A mi entender, esa mancha de cachufla incontinente estaba seca. Mi necesidad de sentarme era desesperante. Me saqué la mochila y ante el subte repleto me ubiqué sobre la butaca.
Segundos después de tener apoyadas las cachas en el plástico sentí una especie de frequito en la zona de la entrepierna. Toqué y efectivamente estaba mojada. Se ve que la mancha no estaba tan seca, la hija de puta debía haberse bajado segundos antes de mi acto de pelotudez absoluto. Intenté poner una servilleta bajo mi culo, pero era una tarea muy compleja porque no tenía que parecer que me había cagado, pero tampoco que me lloraba el clítoris. Decidí tranquilizarme y de hecho lo logré hasta que una idea circuló mi cerebro y se instaló en mi frente trastornando mis pupilas: Cuando me pare, todos van a pensar que la que manchó el asiento con menstruación fresquita fui yo.
Así fue. Llegando a Facultad de Medicina me levanté sin chistar ni mirar hacia atrás, aunque no pude evitar darme cuenta de que nadie se me acercaba ni me rozaba. En un subte repleto de gente, nadie ni siquiera me respiraba cerca, tampoco me miraban, agachaban la vista y, lo más interesante, nadie quería sentarse en mi asiento. Todos estaban mirándolo, con cara de asco mezclada con pena y ganas de darme un tampón XL. Por mi parte, solo quería morir como las cotorritas de Puerto Madero y ser convertida en empanada de acelga.
Las puertas del subte tardaban siglos en abrirse, yo veía en mi nuca las miradas de un yanqui alto que con su novia murmuraban y sonreían, todos amorosos y rosados. La única paz que me mantenía en pie era la de saber que algunos me habían visto sentar en el ya manchado asiento, alguien sabía que no era yo la del culo sangrante, sino la anterior viajante, que había salido libre de culpa y cargo.
Solo quería huir, pensaba que así se acabaría mi sufrimiento…. Pero no. La mancha se había enganchado a mi jean celeste gastado. Ahora yo tenía la sangre de la muerte del óvulo de la fecundación, la tenía pegada al culo, engrapada con flujo, desplegando vergüenza con cada paso. A zancadas llegué a mi casa. El jean todavía está sucio, esperando su turno para el laverrap.
Desde el viernes sé que hay cosas peores que viajar parado.

martes, abril 01, 2008

Hubo una vez un pájaro...

Picuca era un canario marrón con algunas plumas amarillas. En los tiempos que vivió, yo ocupaba una cama en mi hogar de Quilmes, con vista al patio. Picuca dormía en una jaula horrible, como todas las jaulas, aunque en realidad dudo que durmiera.
Como todas las mañanas de mis 8 años, me levantaba y antes de desayunar siquiera, iba al patio a ver qué tal mi mascota anti caricias había pasado la noche, le daba alpiste, le sacaba la mierda recalcitrada de debajo de las patas y volvía a la cocina a comer Lincoln mojadas de a 3 en el café con leche.
Una mañana vi desde mi ventana como mi hermanito de 3 años le daba de comer a mi mascota. Se lo veía muy interesado en este proceso, miraba a Picuca como esperando que el pobre bicho le picoteara la garzopa. Recuerdo que bajé las escaleras, fui al jardín y ya desde lejos podía ver la goma de borrar que mi hermano le había depositado dentro de la jaula, ya estaba incompleta porque el pájaro vicioso no paraba de hincarle el pico una y otra vez.
La verdad es que no me animé a meter la mano en la jaula y, debo confesar que la imagen del ave comiendo una goma de esas azules y rojas era bastante impactante. Estaba como hambriento, desesperado, se inflaba y movía las patas como zapateando en pegamento…
Había mojado medio paquete de Lincoln cuando mi hermano gritó. La verdad es que se reía fuertemente, pero eso no viene al caso. No vale la pena revivir batallas del pasado. Dejé mi café con leche, salí y la imagen que la jaula otorgaba era nefasta: Picuca estaba patas para arriba, se había caído del palito que siempre lo sostenía, tieso, con la panza explotada y el piquito abierto. Picuca estaba muerto.
La tristeza me recorrió entera. No había podido siquiera despedirme del pobre emplumado, no le había cambiado el alpiste ni le había quitado la goma. Yo había fomentado su muerte, la había avalado, era una asesina, una cómplice siniestra.
Estaba llorando bajo la jaula desconsoladamente cuando mi mamá entró en escena. No quería resignarme a perder a mi mascota, menos por culpa del pelotudo de mi hermano a quien odiaba más que a los noticieros en ese momento. Fue en ese preciso instante cuando mi madre dijo la frase que revivió a mi corazón:

- No llores hija. Vamos a poner a Picuca en este pañuelo blanco para que se lo lleven los ángeles cuando vayas al colegio. Entonces va a ser como tu ángel de la guarda.

Era feliz finalmente. Le entregué a Picuca a mi mami, me calcé la mochila y corrí al micro que me recogía puntualmente. La anécdota de la muerte no era pesada ya, sino que lo inolvidable era que ahora ¡yo tenía un canario devenido en ángel! Nadie nunca había tenido algo similar. Yo estaba marcando una tendencia.
Volví a casa y me dediqué a limpiar la jaula vacía. Era un hecho el paso de los ángeles porque la goma, o lo poco que quedaba de ella, había desaparecido junto con Picuca. La propuesta de mamá había sido un éxito. Puse el alpiste en una bolsa, fui hacia el tacho de basura, lo abrí y ahí, encima de toda la mierda, Picuca había sido tirado con total desprecio, con total impunidad, sobre dos servilletas de papel sucias y la goma de borrar.
Ese día descubrí que los ángeles no hacen retiros a domicilio.

jueves, marzo 20, 2008

Incontenible

Hace unos cuantos años yo era hincha de Boca. Era una bostera adicta a la pelota, tenía problemas psicológicos graves y mi pared estaba empapelada de fotos de Diego Latorre y Martín Palermo. Iba a la cancha y le gritaba a Oscar Córdoba que lo amaba y saltaba con la 12 como si tuviera dos bolas venosas en le entrepierna galopando al ritmo de los cantitos.
La tarde en la que más cerca estuve de cagarme encima fue una en la que volvía del colegio San José de Quilmes y de pronto, en una concesionaria de autos caros, me pareció ver a Palermo. Tenía el flequillo, la cara, las piernas, todo. Yo, como buena fan, tenía la remera de boca trucha puesta desde hacía una semana. No dudé un segundo en bajarme del colectivo y correr hacia mi ídolo de la pelota. El problema fue que el 85 paró 4 cuadras más lejos que donde el tipejo estaba parado. Recuerdo correr y chivar por esas cuadras y sentir al tiempo que me acercaba, un sorete en la puerta del ojete nervioso que golpeaba por salir y empaparme la bombacha.
Esta había sido mi situación límite… hasta ayer.
Salí del trabajo a las 5 de la tarde en punto. A las 5 y cuarto estaba arriba del 60, el recorrido hasta el subte en Cabildo y Congreso de Tucumán tiene una duración de 25 minutos aproximados. Llegando al minuto 14, un retorcijón se apoderó de mi panza. Al lado mío estaba sentado un muchacho de tez negra azabache que no hablaba castellano, aproveché el ruido del motor para descargar un gasesito. Mi problema surgió entonces. Lo que era un retorcijón devenido en pedo, era ahora una imperante necesidad de cagar.
Pensé: “Tranquila Mel. Ahora te bajás y la cuadra que caminás hasta el subte va a ayudarte a que el sorete se meta para adentro de nuevo”. Esto no pasó.
Subí al subte, me senté y comencé a sentir el dolor de los cachetes del culo apretados. La sensación era la de que si dejaba de hacer esta fuerza, una fuente de mierda regaría mi calza y mi vestidito blanco.
En José Hernández volvieron los retorcijones. Subí el volumen del MP4 y me puse los anteojos para evitar que la gente viera como las gotas de sudor me cruzaban la cara y los ojos se me ponían en blanco con cada semi contracción anti gas. Ahora, la torpeza de emanar el más mínimo pedito podía significar una catástrofe ecológica, el pedocaca era casi inminente.
Rezándole a las diosas de la sequía intestinal me sorprendió la estación Pueyrredón. Una sola faltaba ahora para llegar a mi destino subterráneo. Luego restaría solo caminar las 4 cuadras hasta mi casa, subir el ascensor y correr por el pasillo hasta el baño.
En Pueyrredón el subte se detuvo. Pasaban los segundos y no volvía a funcionar. Con cada minuto de demora, los ríos de mierda se hacían más y más turbulentos. Los tubos de mi intestino estaban colapsados, el recto nunca había estado tan lleno, rebalsante, invadido de almuerzo y de merienda descompuesta. Apenas arrancó volví a apretar el culo con las fuerzas renovadas. Cagarme en el subte no era una opción.
El primer pie que puse en la calle Uriburu fue en forma de zancada. Los pasos kilométricos que estaba dando no tenían una medida exacta, me hacían doler los talones y desprendían las gotas de transpiración que pendían de la espalda. No podía más. Al hacer dos cuadras evalué que podía meterme en alguna calle vacía, cagarme encima, tirar la calza y caminar el resto del camino solo con mi vestidito blanco, sin bombacha, con olor a verdura y la cara amarilla tapada por lo anteojos. Gracias a este pensamiento pude seguir avanzando.
Las viejas, los carritos, los cirujas y zapateros se cruzaban en mi camino, pero yo no podía detenerme. Pasé por encima de un caniche, no le di paso a una mujer con cochecito e hice equilibrio por el cordón de la vereda para evitar un choque que me demorara y liberara el caudal anal ya casi incontenible.
Abrí la puerta de mi edificio, me temblaban las rodillas. Me senté en la escalera a esperar que bajara el ascensor e hice fuerza hacia abajo con la cadera para mantener el agujero cubierto con el piso. Abrir la puerta del ascensor y esperar llegar al piso 3 nunca fue un proceso tan largo. Por un segundo perdí las esperanzas y pensé en dejarme llevar por la intención de mi estómago desbordado, pero faltaba tan poco para disfrutar del inodoro…
El departamento fue abierto de un modo que aún no puedo descifrar. Mientras corría por el pasillo me sacaba la mochila, me desataba el cable del celular y me bajaba la calza, las medias y la bombacha todas juntas. Esto solo quitó obstáculos a la diarrea, que volvió a insistir con más fuerza que antes, pero por suerte, el baño ya estaba a la vista.
Qué lindo es estar en casa, aún en esos casos en los que el ano se te desangra.

martes, marzo 11, 2008

Descargo necesario

Volver a la rutina debe ser peor que cagar después de vivir a queso dos meses. Es como la sensación de muerte en vida, de que te vas secando como un confite de huevo de pascua berreta.
Ayer empecé nuevamente a cursar en la facultad. Si bien este es el último año, es inevitable que me ofusque y me replantee: “¿es este mi camino correcto?”.
Tantas veces me equivoqué en las decisiones estudiantiles que todavía no puedo creer estar a un paso de tener un título más allá del que me corona como “Ganadora de Concurso de Tetris de Mar de Ajó”.
Pensaba hoy mientras miraba a los pendejos escolares en el subte, cuánto más fácil era todo antes, cuando me levantaba y caminaba 5 cuadras hasta el colegio, me comía un sándwich de salame, hablaba de filosofía, dibujaba alguna cosa en forma de boceto y volvía para mirar a Rial, o MTV. En esa época me podía sentar diez horas a mirar videos sin que ni siquiera me picara el orto.

Hoy es un día melancólico, si todavía no se dieron cuenta continúen leyendo, sino sean cautos y abandonen.

Lo peor es trabajar. De todas las cosas que pueden haber en el mundo, la peor (sin dudas) es la de levantarte para ejercer funciones desamoradas para un ente corporativo que nada me ofrece más allá de un sueldo y ticket restaurant. Lo peor es el camino a transitar por la senda previa al labor que uno desea. El vil metal nos mueve, nos tiene tan agarrados de los pelos de la concha que no nos da siquiera opción: si no laburamos, nos morimos. Pienso sin embargo opciones, pienso en jugar al Quini 6, pero en la inversión termino perdiendo una mínima posibilidad de ahorro que hasta hoy no descubrí. Pienso en hablar con la persona indicada en el 60 para que me muestre el camino al éxito y… nuevamente, me haga millonaria. Pienso en entrar al banco un día y encontrar una bolsa de dólares y las cámaras apagadas. Pienso y me quemo. En realidad, ya me quemé.

jueves, marzo 06, 2008

Abierta

Ni el humor, ni el clima, ni la vida estaban de mi lado. Cuando estas tendencias fallan, algo raro está ocurriendo. Los astros no están alineados o las vacaciones no fueron suficientes.
Tenía que proveerme de líquido para la noche, y de pan y tomate para mis Patys. Bajé al chino que está exactamente frente a mi casa. Habían 8 personas en la cola. Ya de pensarlo me daba ganas de robar, correr y vivir por siempre en un mundo sin filas.
Pasaron unos cuantos minutos hasta que apoyé mi jugo de pomelo y la mayonesa Light en el escritorio de la cajera. Los chinos no tienen cintas transportadoras, ese es un dato aparte sin importancia, pero necesitaba compartirlo.
Cuando ya todo estaba registrado y solo restaba pagar con débito, una cara familiar apareció ante mí, ante la cajera peruana y ante la china, que es como la matrona del antro. Era un empleado del subte de cara de familiar directo de Polino, con rasgos labiales y pomulares acentuados, un color anaranjado en su pelo y el rostro hecho concha, un ser que muy fácilmente usted podrá identificar si frecuenta la línea B entre Pellegrini y Pasteur. (Quiero que noten mi no deseo de delatar a este sujeto, sino de dejarlo a su propio reconocimiento mis queridos leyentes).
Este empleado del metro se paró detrás de la caja sin saludar a la cajera, encaró directamente a la china, alzó el dedo índice y señaló el dispenser de preservativos Camaleón que colgaba entre un pela papas y un magiclick. Pidió uno y se puso colorado. Pagó justo y desapareció.
Ahora me toca contextualizar para que se comprenda por qué dicha acción despertó mi curiosidad: eran las siete y cuarenta de la tarde, no era de noche y el caballero estaba uniformado todavía. Ya sea por la hora o por el atuendo, el tipejo seguía trabajando. La compra consistió solo de UN preservativo Camaleón de 2 pesos de valor, motivo de queja para el laburante insalubre que creía fervientemente que valía 1 peso, sin darse cuenta de que ahora coger por un peso implicaría usar papel film alrededor de la poronga.
Las preguntas que me surgen y me ahogan son las siguientes:
¿Los empleados del subte cojen en los baños del transporte público que nos venden como clausurado?
¿El coito sucede detrás de boletería? ¿Es por esto que nos dicen que no tienen monedas? ¿Para así despacharnos y seguir sosteniéndole la cabeza a quien gentilmente les chupa el pirulo?
Abro el espacio para el debate. Ojalá nuestro lujurioso amigo estuviera presente… otra vez será.

viernes, febrero 29, 2008

Bicho y el barrenador

Ahora que estoy acá nuevamente, rodeada de pánicos por lluvia y hecha toda una fanática del reality de Fabián Mazzei, me doy cuenta de cuánto extraño la costa.
Un día de playa en las arenas de Mar de Ajó era una experiencia para no olvidar jamás. Nuestro guardavidas tenía pelo gris por los hombros y una panza que podía tranquilamente contener a toda una familia virgen de lobos marinos hibernando. La pregunta era cómo mierda este hombre que no podía mantener a flote sus propias bolas sudadas iba a sobrevivir en un intento de salvataje.
Nadie nunca se ahogó, pero el peligro acechaba en todo momento. Apenas llegamos, mi hombre manifestó su deseo de comprar una sombrilla y dos esterillitas. Para aquellos que no sepan a qué me refiero con “esterillitas”, les comento que son como lonas de madera balsa unidas por hilitos que permiten el ingreso de arena y no son aptas para mujeres con tetas. El único modo de tomar sol sobre una cosa de esas (siendo mujer) es habiendo previamente cavado 2 pozos en la arena bajo la esterilla de modo que esto permita hundir ahí los pechos, en lugar de chocarlos contra la piedra molida.
Ya con todas las pelotudecitas encima, fuimos a la playa. Mi varón de los 4 mares comenzó a cavar un túnel para meter la sombrilla del horror con el objetivo de que quedara parada. Una vez que creyó que ya estaba, penetró el caño blanco y yo, para asegurarme, le tiré arena mojada encima y a los costados. Cabe destacar que esta arena no hacía más que volvérsenos encima como una maldición budista. Cada vez que intentaba levantar la bulba para refrescarla en las aguas negras de la costa, el miedo me poseía y debía volver a sostener la sombrilla. No sé si habré estado traumada por el joven al que se le clavó un cubre sol de estos en la nuca o si habrá sido pura intuición, pero los primeros dos días no pude levantarme y dejar a mi sombrilla tricolor sola. La sola idea de mis cantos golpeándose unos a otros mientras yo corría a detener al paraguas gigante me desesperaba, me daba ganas de llorar. Prefería asarme con ajo y perejil con una remera de Ginno Renni antes de tremenda vergüenza.
Estos días de vigiliaporposiblevuelo sirvieron para hacernos de conocidos visuales. Entre ellos solo hay una pareja que es necesario mencionar. Ellos eran Bicho y el barrenador.
Bicho era una mujer de malla enteriza, mulatona y de bigotes, con celulitis invasora tipo A, que descansaba en la carpa que el barrenador gentilmente le había construido y solo gemía desde el suelo cuando la arena la acechaba debajo de su toallón. Bicho usaba collares llamativos y sandalias atemorizantes, era una adefesio, una malformación de la madre tierra… pero tenía un barrenador a su lado.
El barrenador era un gil. Pero un gil total, así como deben ser los hombres sometidos. Tenía ojeras negras y cara de necesito un perro que me quiera. Cuando Bicho se dormía y la esperanza de que hubiera muerto renacía en el corazón del flacucho barrenante, él lentamente se alejaba, se calzaba las patas de rana y el traje de neopreno, tomaba su tabla con ambas manos y caminaba hacia atrás hasta la orilla, ante la mirada atenta del guardavidas que no sabía si dejarlo morir entre algas para evitarle una vida junto al bicho o aconsejarlo para un pronto regreso. Una vez dentro del agua, el muchacho chequeaba que bicho no supiera dónde poronga estaba y se adentraba en las olas turbulentas. Aún cuando todos esperábamos una pirueta, un brusco cambio en la marea, el gil se tiraba de panza y barrenaba como un infante hasta la zona de caracolitos enterrados. ¿Bicho lo alentaba como buena dama de compañía? No. Claro que no. Entonces él, luego de varias panzadas y oleadas, volvía, mojadito, a sacar con la palita la arena que ya para esa altura, cubría las rodillas de su espantosa mujer.
Este ritual fue visto en más de 3 oportunidades hasta que compramos un utensilio que fue lo único que regresó con nosotros al departamento: “un pituto”, lo llamó el kiosquero. Esto era un taladro de plástico que se encastraba en la parte perforadora del palo sombrillal y luego literamente se enroscaba hasta donde uno quisiera dentro de la arena. La firmeza que adquiría el palo no se comparaba con nada, ahora comprendíamos el placer de tener una sombrilla, la emoción de saber que nadie, ni el Rey Arturo ni Arana nunca la arrancarían del suelo. El temor a la sombrilla había quedado en el pasado… y Bicho también.

martes, febrero 19, 2008

¡Kching!

El sol no nos había dado tregua por más de 4 días. De pronto, mientras miraba el final de “Son de Fierro” esperando la inminente muerte de algún otro integrante de la desdichada familia de Lapport, noté que mis pies estaban plagados de granos. La alergia a la gran bola de fuego suprema comenzaba a esparcirse desde mis extremidades, creando forúnculos de diversos tamaños, colores y puntas. Entonces pedí un deseo: “Que llueva así descanso del sol un rato”.
Al otro día decir que estaba nublado, encapotado, sería poco. El cielo estaba inundado de su propia agua, la garúa por momentos caía con arena, otras veces con cornalitos y quizás, si la suerte estaba de nuestro lado, traía una sombrilla tricolor nadando entre algas muertas. La manera en la que llovía no tenía comparación.
Fue en ese instante, de hecho después de desayunar tostadas con manteca y azúcar, cuando se nos planteó la duda de qué poronga hacer en la costa con un día semejante. A dos cuadras estaba el Casino, parecía una buena opción.
Caminamos bajo el viento hasta llegar a la puerta. Era azul y los vidrios dejaban ver un detector de metales que adornaba la entrada y, a metros, las maquinitas, organizadas por fila y bordeando las pareces. Todo el espacio eran maquinitas. Cada ficha que uno metía valía $1, esto daba 4 oportunidades, valiendo así 25 centavos cada crédito.
Cambiamos 30 pesos y nos entregaron 3 vasitos plásticos con 10 monedas cada uno. Si agitaba los 3 vasos juntos, por dentro sentía como el efecto de la Bayaspirina C, pero en lugar de en la lengua, en el estómago y la cachufla.
Medio reacia me senté en un banquito sosteniendo el pulóver en la mano y no apoyando por completo los cachetes del orto, sino como “a punto de irme”. Quién iba a saber que tan incómoda pose terminaría siendo una cábala para mi cerebro adicto al juego…
De repente una vieja se me acercó, era chiquita y tenía sombra color azul en los ojos de sapo muerto. Me miró y se acercó con la cara, le temblaba el corazón y eso la hacía moverse de modo extraño. Me dijo:
- Cuidame esta máquina. Ya le jugué 500 pesos y recién me di cuenta que todas las máquinas me robaron monedas. Todas. Así que voy a ir a buscarlas. Guardame esta máquina. Pero guardámela, no te vayas, estate cerca.
Sentí miedo, no sé si por el temor de convertirme en ella o por perder su máquina y que mande un pitbull a arrancarme una teta. Sea como sea, me fui de ahí y nunca más volví a cruzármela.
Nos quedaban tres monedas para jugar. No habíamos tenido ganancias, mucho menos habíamos recuperado los 30 pesos invertidos. Decidí probar suerte en otra maquinilla, metí una ficha, nada. Metí otra ficha y por fin la suerte se anticipó a mi vida. Dos 7 de color verde y un hermoso círculo que decía DUPLICA. Instantáneamente las monedas comenzaron a caer como cataratas de sorete post choclo, golpeando contra la base de la metálica cajota haciendo resonar un constante “Kching! Kching! Kching!”, rebotando contra las paredes, esquivando los vasos ajenos que habían sido olvidados en el piso. Sentí que era millonaria y tomé la decisión más sabia de mi vida: volver a casa. Había ganado 60 pesos. Había duplicado mi inversión… y ya hablaba como una jugadora empedernida.
El ruido de las monedas “kchingueando” no se borraba de mis recuerdos. Intenté creer que era un sonido ambiente de todos los casinos kching, para que la gente sintiera que siempre hay alguien ganando kching, pero no. Eran reales, el dinero flotaba allí dentro, era mi chance de ser millonaria kching, de ser la reina del Once kching, la que sobrevive al incendio, la que desafía las leyes universales del casino kching kching kching…. Entonces volví a cruzar esas puertas de vidrio, volví a arriesgar 30 pesos, y 20 más, y 20 más, tiré una moneda, luego otra, así todas, hasta la última…. Y perdí. Perdí hasta quedar seca, disecada, muerta en mi propio vasito. Perdí como se pierde en el casino, o todo o nada. Todo.


Kching.

viernes, febrero 15, 2008

Evolucionamos

Finalmente mi caballero de armas me renovó la imagen.
Todos agradecidos y a la espera del post veraniego.

lunes, febrero 11, 2008

Empujá que entra

(Este post posee un alto porcentaje de contenido desagradable)


Era el momento perfecto. Tenía que volver a la cama solar, pero el período menstrual me estaba atacando desde hacía 20 horas. El caudal de líquido que estaba derramando en la toallita horizontal era extremo, abundante y espeso.
Mientras sostenía el cupón de ingreso al solarium tuve un momento de revelación: necesito usar tampón.
En mis 22 años jamás logré este objetivo. Año tras año postergándolo, aplazándolo sin excusa más compleja que la de "no lo necesito". Esta vez la marca de la malla estaba en juego. No quería tener esa bombacha blanca durante los meses que dure el bronceado.
Recordé que una vez había comprado una caja de estos capuchones blancos tamponeantes que todavía estaba cerrada y juntando polvo en algún bolsillo de la bolsa que me cuelga en el baño a modo de mueble.
Me senté en el inodoro a meditar y no pude evitar cagar de los nervios. Tomé la caja de OB y comencé simplemente a leer las instrucciones en voz alta, sola: "Colocarse en una posición cómoda, por ejemplo sentada o con una pierna sobre el bidet". Mierda. No tengo bidet. Me paré entonces frente al espejo, temblando, sudando, y apoyé una pierna en la bañadera. "Sostenga el tampón entre el dedo mayor y el índice", ¿el mayor era el gordo o el de fuck you?. Lo sostuve como pude. "Abra con las manos limpias los labios exteriores de la cuchufleta". Ah no. Esto ya es desagradable. Marcha sin abrirse.
Por unos segundos me sentí confiada, casi en el aire, adulta, madura y pensante. Me creí más limpia por solo tener ganas de intentarlo, pero nunca había pensado la abismal diferencia entre la lectura y la colocación.
Seguía parada en la misma pose, me goteaba un chivo de la axila derecha que me daba frío en el pupo. Me puse la punta, despacio y ya nada podía alejarme de mi cometido.
Tenía 8 minutos para lograrlo. A las 19.30 tenía que salir para la cama de sol y mi puntualidad por momentos es obsesiva.
La punta ya estaba, ahora, según el papelito instructivo, debía empujar "relajada" con el dedo índice hasta que el pirincho blanco no se viera más, pero sin olvidar que todo el hilito debía quedar afuera.
Mientras empujaba solo pensaba en mí llegando al Hospital de Clínicas con las manos ensangrentadas, la caja de tampones en el bolsillo y el maldito OB perdido en mi interior nadando entre panchos y puré. Me imaginé a un paramédico con una tenaza hurgando en la búsqueda del cornalito cachuflero y no pude evitar morir en mi fantasía, morir de vergüenza.
Al tiempo que empujaba, soplaba como si tuviera contracciones. Era como un acto reflejo. Por momentos hacía berrinches, pero luego leía en el instructivo que no hay que desistir si no te entra, porque requiere de práctica. No sé qué coño esperan de una, ¿que cuando tenga un rato libre pruebe a ver cómo me meto el chupa sangre? En fin, ahí estaba entonces con la punta adentro y empujando con timidez. Sentí como de a poco, si me relajaba, el camino parecía no tener estorbos y el tamponcito se hacía camino como un dedo en concha mojada de boliche, sin dolor, pero con sensación extraña.
De pronto hubo una especie de succión, como si ya nunca pudiera recuperar el pequeño absorbente de la cavidad donde se había escondido, pero el hilo seguía afuera, algo tenía que haber hecho bien, pero no estaba segura… mejor llamar a un conocido.

- Hola Sam, perdoname que te moleste… ¿estás ocupada?
(Sam estaba comiendo algo) – No, decime
- Bueno, este, me acabo de poner mi primer tampón
- Bieeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeennnnn Meeeeeeeellll
- No, no. Bien no. Necesito saber si está bien puesto, ¿cómo garcha me doy cuenta?
- Si te mirás, ¿está ahí?
- Ehh… no. Pero si toco un poquito sé que está ahí. Camino raro, lo siento.
- Bueno Mel, vos seguí caminando, si no se sale está bien, pero si sentís alguna molestia, algo está mal…
- Pero mal cómo
- Y quizás te lo metiste torcido

Ya estaba blanca y no solo por estar desangrándome por la entrepierna, sino por la posibilidad de tener un algodón comprimido y torcido deformándome la chula. El solarium estaba a 4 minutos.
Caminé por el pasillo unas cuentas veces, hice fuerza como para cagar y se me presentó un interrogante: ¿Cómo meo con esto ahí?. Antes de descubrirlo salí a la calle. Me sentía como con cistitis, como si tuviera un pedazo de hielo seco humeando desde mi agujerito.
Llegué al solarium y no tenía turno para broncearme, por un momento me indigné por el arduo trabajo que había hecho en vano. Me informaron que volviera un día después, ya sin sangre y definitivamente, sin ningún otro tampón en mi putísima vida. Me queda una caja casi completa, ¿alguien la quiere?

jueves, enero 31, 2008

En la cama

La playa está próxima, ya huelo el mar y avisto a las viejas carroñeras en la orilla destruyendo caracoles cada vez que depositan el orto en la arena para mear sin que el guardavidas les vea caer el chorro. Mar de Ajó está a días de distancia, tengo que prepararme.
Mi última visita a la playa estuvo marcada por ampollas, ronchas y una hinchazón hasta en el clítoris que el sol me había causado en sus horas no recomendables. Como este año el sol eterno que tenemos los argentinos cada vez pica más, decidí no solo comprarme bronceador factor 1000 y crema de aloe vera post fritura, sino también darme una base de cama solar.
Era mi desvirgación dentro de esa máquina de la muerte, por eso llevé a mi hombre alado para que me acompañara en el sentimiento. Grande fue mi pesar cuando supe que solo podríamos entrar de a uno.
La chica que me atendió dentro del "solarium", como le llaman las gronchas, tenía el color exacto con el que una teme quedar al salir de dicho espacio. No era naranja, sino más bien color sambayón con cerezas. Primero me comentó las módicas sumas a las que debía enfrentarme en cada sesión, luego se sinceró y afirmó: "A vos te recomiendo que empieces con una baja intermedia de 6 minutos". Claro, porque soy verde. Está queriendo decir que soy verde esta hija de puta, la odio.
La muchacha sambayón me dijo que la siguiera porque me iba a explicar cómo debía comportarme dentro del tubo del horror y lo más importante, cómo debía accionarlo. La cama horizontal donde uno se asa tipo colita de cuadril estaba rota, así que me indicaron una especie de transportador espacial vertical en donde yo debía pararme sin mover el culo para no quemármelo con unas luces violetas y sostenerme sin soltarme nunca de unas manijas que colgaban del cielo. Para que todo arrancara, debía toquetear un botón negro.
Después de este primer instructivo, esta misma yegua me dijo que me "preparara" en otro cuarto, lo que yo entendí como ponerme en bolas antes de asarme, pero no. Era desmaquillarme. Me saqué un poco el delineador, tomé los anteojos verdes antiparrescos que me habían dado como protección y salí a enfrentar al sol de mentira.
No quería tener marcas de malla ni de bombacha por lo que realmente me quedé desnuda. Desnuda, con un rodete y los anteojos verdes. Estaba lista para volar a Marte para ser fecundada por un ganso. Me paré ahí adentro, tomé las manijitas, cerré la puerta y toqué el botón. Automáticamente unas turbinas de calor comenzaron a escupirme su violácea fragancia a verano que no es. Empecé a sudar casi al tiempo que la radio que ponen para que uno no se desespere pasaba un tema de Mika que me hace delirar a puntos extremos.
Un contador de minutos marcaba el ritmo descendiente de los 600 segundos que debía tolerar antes de salir con un bronceado casi estupendo. Una especie de desmayo me quiso atacar, pero no lo permití, ahora sonaba Diego Torres y no quería sucumbir ante su canto. Cuando faltaban segundos para terminar, el tubo solar conmigo dentro quedó a oscuras. Sentí que me cagaba, las turbinas ahora tiraban aire fresco que me entraba por la cachucha y me la congelaba. Lo que me faltaba era salir con cistitis. Por alguna razón, seguía aferrada a la manija.
El viento, los anteojos, el miedo de que un peluquero desorbitado me entrara a chupar un pezón chivado… todo comenzó a girar en la oscuridad y de pronto: pffffffffffffffff. El contador de segundos llegó a su fin. La puerta se destrabó y yo, desnuda, transpirada y sin maquillaje me miré al espejo para descubrir que nuevamente y como antes, seguía siendo color verde musgo.

viernes, enero 25, 2008

Abrime el agujero

Los días antes de las vacaciones con como una cinta de caminar eterna que nunca se detiene, que nunca te hace perder calorías, que te hace chivar y le suma puntos al mal humor habitual. De pronto, a 5 días de correr despavorido a oler almejas, te ves a vos mismo desde las alturas odiando hasta a las Vaquitas de San Antonio, esos bichos de mierda que habría que denunciar por calumnias porque jamás en su puta existencia me han cumplido un mísero deseo.
Esperando estaba cuando decidí que me había hartado de respirar con un solo agujero de la nariz. Sí. Exacto. Nunca creí que las personas tuvieran decisiones de ese tipo, pero las tienen, las tuve. Me pedí un turno en el otorrinolaringólogo y lo anoté en mi agenda para nunca olvidarme.
Cuando llegó el día me invadió una sensación rara, parecida a la vergüenza. Una persona con nariz importante, prominente, impactante (todos sinónimos que le dan menos carácter auto discriminatorio) es feliz siempre y cuando nadie se detenga a mirar su nariz. Es simple: si alguien tiene una verruga con pelos erectos en el cachete y una se pone a mirarlo como esperando que la salude, una cierta sensación de extraña vergonzocidad atrapa al portador de dicha deformidad. De igual modo sucede con el órgano olfateador. De pequeña solía incomodarme cuando la maestra explicaba el sentido del olfato, de más grande al hablar de perfil laboral. Hoy me siento adaptada a mi parte, pero al ver mi respiración afectada quise ver qué solución existía…
El otorrino gracias a la Virgen Santa de los Párpados Caídos era una mujer. Al momento en que ingresé en el consultorio me dijo “¿cuándo querés operarte?”. Epa, cálmese señora, pensé, y acto seguido me encontraba en una camilla con la vieja chota hurgando en mi napia como si fuera un fenómeno del circo de los deformes. Me mandó a hacerme una tomografía. La tortura recién comenzaba…
Entré a la clínica sin darle paso a una embarazada y arrojándole la puerta encima a un decrépito con bastón. Realmente no fue a propósito, pero para todos los que me vieron me convertí en el peor ser humano que jamás se había hecho una tomografía computada. Mientras esperaba solo pensaba una cosa: me van a sacar fotos de la nariz, nada podría ser peor. Me imaginaba a decenas de doctores rodeándome con martillos, peleando por destruir mi tabique, sentía los flashes de las fotos quemándome las fosas nasales como con cloro. Sentí cosas horribles… hasta que llegó mi turno.
Mi tomografiante era alto, gordo y amigable. Me miraba la nariz, eso es claro, pero también me miraba las tetas, por lo que no me preocupé ya que no me catalogaba como un ser asqueroso. Hablamos de mi tabique, de mis accidentes en la pileta, de mi poca respiración y de los ronquidos que nunca tuve, pero debería tener. Me metió en un tubo ruidoso y me hizo sacar la hebilla del pelo.
Minutos más tarde volvió, yo esperaba acostada a que me diera la orden de levantarme. Cuando lo hizo me paré, me dijo que el lunes retirara el estudio, acotó que mis agujeritos napiales eran hiper pequeños, que seguro todo iba a salir bien y que se había olvidado de preguntarme si estaba embarazada, que no lo hizo porque no parecía estarlo. Le agradecí por el cumplido aunque sabía que tenía las tetas hinchadas por la premenstrualización. Lo saludé con un apretón de manos, me indicó el camino y salí a la calle. Mi lección del día es que nada es tan malo como ir al dentista.

lunes, enero 14, 2008

Perseguidos

Siento como de a poco se va friendo mi culo en el asiento del colectivo. Percibo como las gotas de transpiración le sirven de aceite y me dibujan la espalda llena de hongos, la surcan, la contornean, la mojan con una capa grasa que conjuga mugre, desodorante, crema sedal para los rulos y cuero del bondi.
Leo un libro de Saramago mientras los días pasan. Tengo que leer las carillas dos veces para entender qué carajo quiere decirme con su modo de viejo ancestral rebuscado, pero una vez que lo capto realmente me intereso y hasta recomiendo su lectura. Se llama “Las intermitencias de la muerte”.
Como siempre, como cada día banal que pasa, me subo al 60 a la salida del reclutamiento laboral, me siento en el espacio disponible u observo con detenimiento a las primeras filas y me ubico próxima al que más movimientos corporales esté haciendo, o a la que esté guardando el celular, o acomodándose las tetas, todos esos son actos que un ser hace cuando está por bajar del colectivo. En este viernes particular yo elegí bien a mi presa, era un señor de bastón que estaba casi parado para el momento en que llegué, le goteaba lagaña por la cara y miraba como llorando a todo el mundo, como pidiendo un Lexotanil. Me senté y abrí mi libro en la página 98 en la que me había quedado después del subte.
Pocos minutos pasaron hasta que las sirenas de tres patrulleros y un camión me dejaron los oídos sangrando y acto seguido el colectivero hizo un giro brusco y estacionó sobre la Panamericana, parecía como si de pronto Sandra Bullock hubiera tomado el volante y todos fuéramos a morir impactados contra un local de panchos en el Unicenter. Los patrulleros de pronto estaban alrededor del colectivo, los 4 señores bronceados por la naturaleza que más últimos habían subido al 60 estaban agolpados contra el vidrio de adelante y las viejas, adolescentes y generación con auriculares estaban blancos, cagados o cagándose encima esperando que alguien explicara por qué tanto quilombo.
Antes de los motivos que esperábamos, los hombres de la ley fueron subiendo al colectivo gritando, corriendo, saltando como Heidis terroristas y repitiendo la siguiente frase: “Abajo las cabezas y arriba los bolsos”.
Si bien una podría pensar que estos individuos venían a robarnos hasta los tampones chorreantes que nos colgaban de la entrepierna, realmente intentaban hacernos el bien. Con las escopetas que cada uno de los polis tenía, tocaban las mochilas erectas para ver qué llevábamos adentro, casi como si hubiéramos estado en contacto con la bulba de Shakira en su etapa de piojos más feroces.
Los morenos del vidrio de adelante pecaban por portación de rostro. Pobrecitos, primero sonreían hasta que notaron que tenían todas las de perder, o ganar, ya a esta altura todos pensábamos que solo podía ser peor estar escuchando a Ricardo Montaner cantar alguna melodía feliz.
Resulta que los señores buscaban a un ladrón maléfico que había huido con una camioneta roja y un bolso negro y se había subido a un 60 (de los mil que circulan por Panamericana a esa hora) por la puerta de atrás. Imagínese la cara de la señora ahora que sabía que había entre nosotros un mal viviente que en cualquier momento podía empezar a los tiros desde el fondo, dejándonos a nosotros a su merced, haciendo con esto el hecho más memorable del 2008 para todos los viajantes, o al menos para los que lograran sobrevivir…
Con la mochila alta y las tetas goteando naranjú, los policías me perdonaron. Nos perdonaron a todos. El ladrón no era uno de los nuestros, ni siquiera había tocado con la punta del pito una ventanilla de nuestro transporte.
Un gran operativo para los años de milicia. Un golpe desacertado para los tiempos que corren...

lunes, enero 07, 2008

Caballo Regalado

“Mel, teléfono… para vos”, dijo mi hombre agitado después de correr por el pasillo en vano.

Lo peor de cumplir años es la cantidad de llamados no deseados que uno debe atender. Lo negativo en cuestión es que uno no puede no atender, porque así arruina el vínculo nulo en algunos casos que mantenía con el tercero del otro lado de la línea. Un cumpleañero siempre debe estar dispuesto a mantener conversaciones poco trascendentales a partir de las 9 de la mañana, horario perfecto escogido por los abuelos.
Este llamado en particular estaba llegando alrededor de las 4 de la tarde del sábado 5 de enero.

-Hola, ¿quién habla?
-¿Señora Sansotta?
-Correcto, quién llama
-Le hablamos de la Pizzería La Continental, tenemos agendado su cumpleaños en el día de hoy…
-Correcto
-Queríamos regalarle una pizza grande de muzzarella. ¿Quiere aceptarla?

Pregunto: ¿Quién en su sano juicio no aceptaría una pizza gratis?

-¡¡¡¡¡¡Obvio!!!!!!!
-Muy bien. ¿Quisiera acompañarla con algún postre o gaseosa?
-(Cerebro piensa: “¿Será gratis también?”… Por las dudas…) - No, gracias
-¿La quiere en algún horario en particular?
-Y… mandamelá a eso de las 8 y media (“jijijiji” por dentro)

Hora: 20:30:07
Timbre

-Señora, de La Continental a traerle la pizza por su cumpleaños
-Ahí bajo

Mientras bajaba con la llave de mi concubino pensaba lo molesto que debía ser para el pobre delivery boy el estar trayéndome una pizza por la cual no recibiría ni un centavo. Pensé en darle 5 pesos de propina, pero con el correr de los pisos se transformaron en 2.
Bajé. Era un morocho robusto. Muy robusto. Tenía transpiración goteándole de la nariz y un gorrito rojo, descolorido por el chivo cabezal. Mientras me acercaba a la puerta, él se acercaba a su moto y sacaba la pizza humeante. Llave en la puerta. Fuerza. Más fuerza. No gira. Qué pasa que no gira esta conchuda llave. El robusto me miraba con la pizza en la mano. Giro de muñeca, giro de dedo, dedo rojo. No gira. Qué carajo pasa que no gira esta llave del demonio. El morocho lleva la pizza a la moto. ¡No! ¡No te la lleves, esperá un minuto! Subo al ascensor, corro dejando las puertas abiertas de la casa, tomo mi otra llave, revoleo la de mi concubino y arremeto al botón de planta baja. El morocho, tieso como una Barbi me esperaba odiando cada centímetro de mi flequillo.

-Tomá, así está bien
-Gracias… servite (le dí los 2 pesos)
-Ah… bueno. Feliz Cumpleaños.

Por solo 2 pesos, un saludo de cumpleaños sincero.
La pizza estaba riquísima. Gracias La Continental.

sábado, enero 05, 2008