viernes, julio 11, 2008

El Ganso

Estábamos enfrentados en el anteúltimo vagón del subte. Ambos en el asiento del medio de los apoya anos de 3. Eran las 7 y 20 de la mañana y había olor a fiambrería que pasó la noche sin luz.
El ganso tenía el pelo lasio, de color Balá, que le caía a los costados de las mejillas. Eran pelos finitos y brillantes, era claro que esta mañana se había bañado y quizás hasta planchado cada mecha con una molesta delicadeza.
Su piel era anaranjada para los 45 años que seguramente se le acumulaban a modo de arrugas en el esfínter anal. Tenía ojos color avellana y daba esa extraña sensación de poder ser un villero así como un productor de soja caramelizada.
El ganso traía puestos unos pantalones deportivos verdes, unas zapatillas que prácticamente rebotaban por la cantidad excesiva de resortes que tenían en la suela y una campera asquerosa a tono con el pantalón. También traía un bolsito de mano bastante triste y desteñido que lo hacía parecerse a un profesor de educación física de séptimo grado, esos que los alumnos torturan y torturarán hasta el fin de los tiempos por ser justamente unos relajados amantes del buen vivir y fanáticos del programa de Mónica y César en su quinta de bananas.
Pasaron dos estaciones y el ganso se paró de su asiento para mirar unos papeles que estaban pegados en la pared del vagón. Claro está que ni 2 segundos después de haberse ido a Sevilla, alguien le cagó su silla de manera estrepitosa. Ese alguien era una muchacha de bufanda violeta que siempre supo que el fulano no iba a bajarse, pero sin embargo cerró los ojos y emprendió su mala acción del día.
Despojado de su espacio, el ganso se paró en la puerta del subte y decidió que era un buen momento para descargar las calorías sumadas con la cena de anoche. Comenzó a realizar una apertura de piernas de 180º, de puerta a puerta, intentando rozar el suelo con las bolas colgantes, algo imposible dada su altura y su poca elasticidad. Así parado, con las piernas abiertas apretadas por el pantalón que ahora estaba por encima de los tobillos y dejaba ver unas medias color caqui que daban náuseas, se quedó un par de estaciones.
Minutos después este fracaso hiperactivo hacía flexiones contra la misma puerta, y descansaba haciendo trotecitos cada vez que el subte hacía pie en alguna estación.
Un ejercicio que repitió varias veces fue el de colgarse de los palos que rodean al asiento de las embarazadas. Una vez que se sostenía con una mano, se dejaba caer hacia atrás y luego cambiaba de brazo y hacía su trotecito de descanso. Era tan idiota toda la escena, que varios pasajeros estábamos en estado de shock.
Sin siquiera un preaviso, la pasajera que viajaba a mi lado se paró y bajó, dejando el asiento libre. El ganso vino hacia él como atraído por un estante repleto de pornografía animal y pósters de Mónica Farro vestida. Se acercó trotando y revoleando su bolso, sus pelos finitos y sus ropas deportivas y arrojó sobre él todo su cuerpo sudado para dar finalmente inicio al peor de todos sus movimientos: la rotación de cuello.
Sentada a su izquierda, sentía su melena rotar cada 5 segundos de manera idéntica cada vez y dejando sentir un “UFFFFFFF” de aire calentito exhalado al finalizar cada serie. Me daba tanto asco sentir sus ojos miel en mi cachete que opté por usar su rotación para rotar yo también de igual manera, evitando así todo tipo de contacto visual con este ente grasoso. Parecía que el final no llegaría nunca y aún me quedaban varias estaciones hasta llegar a Juramento. La rotación obligada que estaba haciendo me estaba mareando y los recuerdos de Balá de mi infancia me atormentaban a cada instante. Cuando el colapso nervioso estaba por desbordarme e ideas como cortarle con un cuchillo de plástico el talón de Aquiles al ganso, quemarlo con sal cual babosa persistente o denunciarlo con el dios de la educación física se acumulaban despacito en mi cabeza, el ganso se paró, trotó un segundo en la puerta y se fue. Solo quedó de él la sensación de asco con que lo miraba la dama de bufanda violeta y un olor a jabón neutro que aún ahora, a la distancia, me despierta diarrea líquida.

sábado, julio 05, 2008

¿Te pica?

Me sentía como el culo. No sabía si era fiebre, si eran anginas, si era gripe, incubación, bronquilitis o dengue. Me latía la frente desde la mañana como si por dentro hubiera una maratón de liendres estallando descontroladamente en piojos.
En frente de casa tengo una farmacia que no pertenece a ninguna cadena, salvo a la de sus dueños, 4 sujetos fácilmente identificables: un viejo pelado de cara deprimente y ojeras blanditas, otro viejo de iguales condiciones, pero más avejentadas y dos mujeres mayores, claramente madre e hija. Ambas rubionas de pelo corto, una de ellas no entiende muy bien lo que la realidad le ofrece día a día y la otra la lleva un poco mejor. Todos los dueños podrían tranquilamente morir hoy y nadie diría que se fueron muy jóvenes.
En fin. Entré a la farmacia a comprar ibuprofeno 600 y un termómetro. El último me explotó cuando lo reboté contra la mesa mientras intentaba bajarle la temperatura. Tuve bolitas de metal hasta en el orto durante casi una semana. Cuando estaba en plena transacción entró un muchacho de pelo melenita morocho, vestido con ropa deportiva y una mochila. Volvía de laburar como cualquier cristiano. Se acercó al más joven de los viejos pelados de caras deprimentes y ojeras blanditas y le susurró en idioma argentino bajo:

- ¿Tené algo paá acá bajo? - señalándose la zona pélvica – poque me salió como un sarpullido, pero blanco y arrugado y etá por toda partes.

El farmacéutico tuvo su emoción del día. Si bien le dio pudor mirar el pindongo del caballerito, no pudo evitar bajar la cabeza cuando se le indicó por dónde venía la mano. Ahora era medio homosexual y toda su familia lo sabía o suponía.
En seguida, ante la evidente tensión, me alejé más hacia el sector de la caja, donde las dos viejas me miraban casi congeladas, o muertas, aún hoy es difícil distinguir la diferencia. Mi termómetro llegó desde el fondo de la farmacia y lo último que escuché fue que el farmacéutico preguntó:

- Y… ¿Te pica?
- Mucho – respondió el cliente, dando a entender con sus ojos que ni siquiera bañándose en una pelopincho llena con Caladril puro lograría detener el ardor.

El farmacéutico entonces corrió a otro sector privado del lugar, escarbó entre los estantes y sacó un frasco amarillento y unas pastillas. “A la mañana y a la tarde”, dijo cómplice, imaginando mientras los herpes purulentos saliendo de la maraña peluda de la entrepierna del pibe. Tampoco podía olvidar que había por allí una prostituta solitaria y abandonada, también portadora de tremendos adornos contagiados.
Yo le pagué a la señora más vieja de las viejas un segundo después que el muchacho y caminé hasta la puerta. Me topé con la balanza gratuita, esas viejas que te hacen sentir batata cuando te pesás y en las que siempre, una vez abajo, decís “igual sin las zapatillas son dos kilos menos”. Quedé conforme con lo que indicaba la flecha. Ahora realmente no me sentía tan mal.
La última vez que lo busqué con la mirada, el flaco ya estaba cruzando Corrientes con la bolsita del remedio bailando enroscada en su muñeca. Estaba feliz. Y ahora yo podía tomarme la fiebre.