miércoles, abril 11, 2012

La Rubia, el Viejo y Yo

Estaba en una de las dos cintas del gimnasio sudando como un camello en sesión de drenaje linfático, cuando una rubia se puso a caminar a mi lado. A caminar, literalmente. La velocidad elegida era hasta emocionante. Nunca creí que un humano pudiera llegar a ejercitarse de forma tan pajera.

Unos cuarenta años tenía la rubia, pelo muuuuuy largo y liso colgando sobre el hombro derecho. Le tapaba una teta y llegaba hasta la pelvis. Cuando la vi entrar noté que estaba con un señor mayor. Pero, mayor, mayor. Una onda a Richard Gere licuado con un abuelo estándar y un Papá Noel de shopping. Un caballero de chomba y shortcito que apuesto sin una duda que cargaba con unas 7 décadas encima, como mínimo. 

Mientras yo tenía hasta el último pelo del flequillo pegado a la frente por la transpiración, la rubia paseaba sobre la cinta a mi izquierda cual reina del otoño y, mientras tanto, le mandaba piquitos al señor mayor que hacía bici justo frente a nosotras. Lo bueno de los espejos de gimnasio es que te dejan ver cuán ridícula imagen estás proyectando al mundo exterior mientras hacés tu rutina. Lo malo es que también te obligan a ver a tus compañeros de lado.

Vi a la rubia tirar piquitos a su señor mayor, chuparse el labio para él, mimarse el pelo y, claro que sí, saludarlo tímidamente desde la cinta moviendo la manito en un plano bajo, pegada a la pierna, sabiendo que es una estupidez, pero que el amor no te ayuda a evitar caer en hacerlo.

Cuando creí que la ñoñez había vencido sobre la vergüenza ajena, el señor mayor se bajó de la bici, fue a comprarle un agua a la rubia, se la trajo a la cinta y chaparon mientras ella todavía caminaba con una actitud entre cámara lenta y gatuna, digna de quien solo se puso la ropa de gimnasia para calentar al viejo a ver si de casualidad las zapatillas plateadas le despertaban algún fetiche. Vi todo. A través del espejo.

Fue entonces cuando la pesadilla me arañó la frente. Vi al señor mayor decirle algo al oído, la vi a ella mirarme mientras yo seguía sudando con cara de “odio estar en tu película, rubia”, los vi reírse. Él volvió a la bici y ella me hizo una consulta: “¿No es divino?”. Pff. La verdad que no. Pero responderle eso sería complicado de soportar por una ñoña. “Te cuida mucho, como corresponde”, dije, con la esperanza de que ese fuera el final de la charla… pero no.

“Es terrible, encima”, siguió ella: “Recién me vino a decir que estaba viéndome en la cinta y no pudo evitar verte también a vos y que se le despertara esa fantasía de la rubia y la morocha”. Me sentí morir por dentro. No solo porque un abuelo quisiera entrarme, sino porque sé profundamente que desde este momento y hasta que muera el viejo, me habré convertido en material masturbatorio de la tercera edad.

La rubia no paraba de reírse, y yo… yo quería pararme sobre un tubito verde de los de Mario Bross, apretar la flecha que va para abajo y aparecer en otro mundo lleno de monedas y dispersión. El viejo nos miraba con ojos de “aguante este zoológico”, yo me sentía como una pobre foca corrida por dos tiburones blancos. “Ah, bueno”, atiné finalmente a decirle: “Tenés suerte que en este gimnasio hay muchas morochas”.  

Ella siguió en su cinta, yo escapé sin delicadeza y pasé al escalador, rezando porque por fin alguien alguna vez invente el cosito de Men in Black que con dos luces frente a los ojos te borra los recuerdos de mierda. Si lo ven antes que yo, avisen.