miércoles, diciembre 30, 2009

2.0.1.0

Nuevamente, mientras evito hacer el balance de fin de año, la atroz pelotudez de catalogar momentos y situaciones, englobarlas y deprimirme o brindar por ellas, caigo en la cuenta de lo gomoso, tedioso y activo que este 2009 fue y me nace desde las vísceras una necesidad imperante de compartir algunas conclusiones:

1- Quedarte sola un tiempo, te da ganas de estar sola.

2- Cuando los tipos tienen exceso de amor es porque mientras pulen tu estatua de bronce, te están moldeando una cabeza de toro: “Mejor pirata conocido, que amoroso demostrativo”.

3- Como escribí hace un tiempo: “Confiar que las cosas pueden salir bien es bueno de vez en cuando”.

4- Mudarte cerca del trabajo, siempre será una buena opción.

Quiero aprovechar este solemne acto de estupidez humana para agradecer a todos los que de alguna manera estuvieron presentes en estos momentos bisagra que me desconcharon la brújula de la monotonía.

Brindo con todos para despedir a este año pedorro.

Apostemos a uno mejor... o que al menos nos agarre mejor parados.

Feliz 2010.

PD: Se vienen las crónicas de soltería en la casa de la Tía Abuela Carmen… respiren hondo y aguarden.

jueves, diciembre 17, 2009

Araña en la Pared

¡Oh por Dios!: Una araña en la pared.

Seis centímetros de largo,
patas flacas y es marrón

Se encuentra arriba de la puerta
mirando al techo con firmeza
y moviendo sus carnitas con dolor

Está a dos metros para arriba
y yo sin raid ni red,
tampoco un buen insecticida
que la queme como a un papel

Entonces una idea
de palo, elástico y ojota.
Esta última encadenada al primero,
pegoteados por un nudo fabricado con el segundo:
un aplasta arañas de pared.

Y salto y golpeo y erro
Y marco un cuarto creciente color gris en la pared

Y salto y golpeo y erro
y el bicho del infierno se mueve;
me cubro la cabeza y pausa.

Y ahora sí:
salto y golpeo y aplano
achicharro, desprendo y mato
a mi araña en la pared.

Cae rendida en una bolsa,
con sus patas entregadas,
el cuerpo frío... sí. Murió.

Una servilleta y un coraje,
la entierro entre los dedos,
(el papel amortigua el tacto)
y a su tumba la regalo,
en el tacho, en la cocina,
en lo más alto de la bolsa.
Chau araña del infierno,
chau mi bicho en la pared.

viernes, diciembre 11, 2009

Hermandad

El día que naciste yo estaba con la Nani ordenando lo que iba a ser tu cajonera. Apilábamos pañales y yo, con mis 6 años de hija única, doblaba tu ropa pequeñísima para que la Nani la agarrara un segundo después y la volviera a doblar. De pronto sonó el teléfono y avisaron que habías nacido. Tenía un hermanito.

Íbamos a ponerte “Bianca” si eras mujer. A pedido mío, claro, solo porque amaba a una ratona que llevaba ese nombre en el mundo de los dibujitos. No sabía si quería tener un hermanito. Menos que fuera varón. Era una competencia absoluta por el amor de nuestros padres. De todos modos fui feliz a la clínica. Eras violeta y tenías las bolas negras y gigantes. Las tuyas, querido hermano, fueron las primeras pelotas de hombre que vi. Y te llamamos Franco.
Empezaste el jardín de infantes cerca de casa y me emocionaba irte a buscar, a vos te daba lo mismo. Nos llevábamos como el culo, yo abusaba de mi tamaño y vos cedías ante mi desespero por usarte como a un juguete. Te hice personaje de mis tardes de te con peluches, de mis obras de teatro de títeres y hasta te pegué con el pañal puesto solo para escuchar el ruido apagado que hacía sin que siquiera lloraras. Ahora sí podía afirmarlo: me gustaba tener un hermanito.
Verte con el uniforme del colegio el primer día de tu primer grado fue divertido. No nos cruzábamos mucho en el colegio, pero a veces me quedaba un ratito más para verte entrar y huevear entre los tuyos. La mochila te quedaba enorme sobre tu espaldita, eras petizo y tenías noventa millones de rulos perfectamente amoldados sobre tu cabeza. Mamá te peinaba con raya al costado para disimularlos, pero nada menos disimulable que un niño color mota con pelo lacio achatado.
De pronto estoy preparándome para ir a tu fiesta de egresado del secundario. De pronto creciste. Y es raro cómo funciona el tema de la “hermandad”… ese amor incondicional por personas que, si uno se pone a pensar, no ve tan seguido como a algunos amigos, novios, chongos, lo que sea. Pero los hermanos están siempre. Y en esos momentos tan importantes de la vida, o tan intrascendentes, por qué no, queremos abrazar a un hermano. Nos enorgullecen los logros de los hermanos como no lo hacen los de los amigos, nos inflan el pecho. Sufrimos a través de sus heridas y reímos con sus triunfos y primeras borracheras.
Aprovecho entonces este momento importante. Lo hago mío porque te vi crecer, hacerte la persona que sos, con tus fallas, tus ataques de histeria, tu frenética canalización de estrés golpeando tu cabeza contra la pared. Hago mío este momento porque lo merezco luego de que arruinaste casi la totalidad de mis muñecas pintándoles los ojos con fibra roja simulándoles sangre. De más está decir todo lo que te quiero, pero igual lo hago. Y te felicito, hermano. Te felicito por haber crecido.

lunes, noviembre 16, 2009

Mi Primer Beso

Nota publicada originalmente en Mavirock Revista de este mes
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Empecé a ir a Mar de Ajó teniendo 12 años. Era una época funesta de mi vida en la que abundaban las bermudas anchas de algodón con la cara de Ciro Pertusi, zapatillas deportivas y medias de distinto color. Si a esto le sumamos una raya al medio, frizz y ondas peinadas a cepillo, bien esponjosas y sin rebajar, entenderemos por qué lo de la calificación nefasta.

A esa edad, envuelta en una bandera de Boca, un día nublado de playa, me levanté a pedirle agua caliente a los guardavidas (recuerdo que uno se llamaba Cacho, otro Roberto) cuando una voz joven me increpó: “Eh, vos, bostera amarga”. Lo miré y me enamoré. Se llamaba Chrisitan Benito. Tenía los ojos más azules que jamás hubiera visto. Convengamos que con mi apariencia andrajosa no obtenía cumplidos más allá de mi tercera generación parental.
A la fuerza, para lograr que al menos me dirigiera la palabra, nos hicimos amigos. Esto me afectó un poquito cuando él me comentaba de sus experiencias sexuales de viernes, sus compañeras de trabajo peteras y demás especimenes de la naturaleza femenina que ya todas conocemos o todos degustaron.
Llegué al punto de desear tanto pasar al menos un día en Mar de Ajó, que pujaba para aventurarnos a la vacación ante cualquier festejo personal o feriado. Para mis 15 años, ya amando a Christian por casi 3, mi madre me ofreció: “Meli, ¿hacemos una fiesta o un viaje a algún lado?”. Yo elegí irme a Mar de Ajó. Tres meses. En Mar de Ajó.
Me convertí en una amadora en silencio, deseando cada verano que Chris se enamorara de mi versión evolucionada, pero no fue hasta la noche del 5 de enero de 2001, mi cumpleaños de 15 soñado (pizza, un dije de “15” con los colores de Boca, regalo de mi hermano que todavía guardo celosamente), cuando se produjo el milagro.
Yo esperaba sentada en la puerta del departamento, jugando a armar un rompecabezas de Bart Simpson y leyendo a Borges, “Historia Universal de la Infamia”. Mi amado volvía de Coto alrededor de las 00:30 y yo le ofrecía mate y algo de comer sin que él jamás lo pidiese. Como debía pasar por mi frente antes de llegar a su hogar, una cuadra adelante, yo era un paso obligado (casi).
Esa noche me senté en la puerta con mis crines mojadas y un vestidito de algodón color sambayón. La luz de afuera no funcionaba, mi madre y su esposo ya dormían, mi hermano también. La temperatura estaba ideal y me habían dado sidra por mi cumple feliz, así que estaba encantada y rosada.
Christian llegó de pronto en su bicicleta, se sentó a mi lado y se tomó un mate. Recordó entonces, por una sobra de torta que yo le había resguardado, que hoy llegaba a los 15 años y era una noche especial, sin contar que ya era Reyes y la magia estaba pegoteada en la humedad de la noche.
Comiendo torta nos manchamos la boca. Limpiando la boca, me dio mi primer beso. Su barba pinchaba en mi pera, mi nariz rebotaba en su pómulo y su lengua raspaba tanto. Entendí que si cerraba los ojos todo se vería mejor y dejaría de asustarme por sus ojos entreabiertos medio zombis que me miraban en blanco tan de cerca. Fue entonces cuando noté que me estaban sangrando las comisuras de la boca. Se ve que Christian no tenía tanta acción como todos pensábamos. El gusto metálico y su lengua tan exitada me empezaron a dar miedito, pero este fue reemplazado por la primera tocada de orto que de pronto me anticipó en una nalga. No contento, me tomó con una mano entera un cachete del culo. Por el susto, me fui hacia adelante raspándome las rodillas, sangrando notablemente y delirando con que mi madre abriría la ventana y asumiría instantáneamente mi desvirgación anal.
Nada de eso pasó. De pronto Christian se calmó y los besos cesaron. Su lengua se resguardó y mi regalo de 15 había sido alcanzado. Nunca más, desde ese día, Chrisian volvió a insinuarse. Yo tampoco volví a usar bermudas anchas de Ciro.

sábado, octubre 31, 2009

Los Hermanos Sean Unidos

Chat. Días trás.


- MEL dice: "Hermano te tengo que mostrar algo, ¿podés ver?"


- F R A N C O dice: "Depende qué, a ver, decime qué es..."

- MEL dice: "Christian castro. Mirá esta FOTO y decime cuando hayas visto."

- F r a n c o dice: "Listo, la vi. ¿Qué pasa?"

- MEL dice: "Es igual al de esta FOTO"

- F r a n c o dice: "Cuándo y en qué momento se te ocurrió la comparaciónnnnn, jajaja

- MEL dice: "Recien. Es IGUAL, IGUAL."

- F r a n c o dice: "Muy parecido, la mirada... le falta una pija en el culo a E.T nomás"

- MEL dice: "Ahora cada comentario de alusión homosexual que escucho me hace acordar a Toti Pasman, te juro"

domingo, octubre 25, 2009

Cuarzo Rosa

La siguiente es una canción. De hecho, es la primera canción compuesta utilizando la "FÓRMULA ARJONA", a la inversa. Por "FÓRMULA ARJONA" se entiende la utilización y abuso de cualquier tema femenino repugnante para generar canciones románticas para llorar. Ejemplos: la menstruación, los 40 años, las carnes blandas.

El pensamiento que subyace bajo este tema es "si a Arjona le funcionó hablar mojadamente de los temas escatológicos femeninos, a mí debe funcionarme a la inversa, es decir: hablar mojadamente de los temas escatológicos masculinos".

La siguiente canción, "Cuarzo Rosa" es la primera hija de esta fórmula, haciendo en sus líneas una clara alusión a la disfunción eréctil. Otros capítulos futuros referenciarán a la eyaculación precoz, la mierda en el calzón blanco y muchas cosas más.

Porque si Arjona pudo, nosotras podemos.

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Había robado maquillajes

de carteras de mis amigas,

lencería nueva, medias y hasta un portaligas,

fragancias, velas, la luz baja

y un cuarzo rosa sobre la mesa

(es bueno para hacer el amor, lo dice en las librerías)

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Y no se te paró...

como un kanikama al sol,

no, no se te paró

no te preocupes, son cosas que pasan,

¿dónde escondo nuestra noche de amor?

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Bordeaste mi panza y me mordiste una costilla,

sentí cosquillas en los dedos,

un circo de libélulas se anidaron en mis huesos...

pero de pronto te alejaste

“ya vuelvo hermosa”, te levantaste

tan apurado y tan distante,

la luz del baño no fue discreta…

quise dar vuelta la mirada,

recibir una llamada,

pero tarde era para escapar

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Y no se te paró.

la materia no se solidificó,

no te preocupes, les pasa a todos,

¿qué otro día en esta semana te queda mejor?

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No se te paró,

el placer se alejó,

no, no se te paró,

ya vendrá nueva ocasión…

Si quiero.

miércoles, octubre 07, 2009

Un éxito

Las 5 de la tarde del lunes no llegaban más. Las agujas parecían determinadas a hacer lo más tediosa posible la espera.

Mi Nani me recibió en su cuarto a las 2 de la tarde. Como siempre, festejó mi entrada como si hubiera hecho algo para merecerlo, más que adorarla con el alma entera. Ella estaba nerviosa, yo desesperanzada. No podía expresarlo, pero sus ojos lo decían a gritos. Perdía la vista en la ventana y desfilaba su cabeza rapada con orgullo. Se acomodaba la cofia y me señalaba lo nuevo de su camisón. Le dije que si salía de esta, iba a comprarle pañuelos para que saliéramos juntas a lucirlos. Se me cagó de risa en la cara. “Si salgo, no cocino más”, arrojó. Fue la frase más clara de la tarde.

Arrimando a las 16:30, quiso dormir una siesta. La dejamos sola mientras por dentro pensábamos si esta sería la última vez que íbamos a verle la sonrisa, la cara rosada y los ojitos ansiosos.

Me senté en el pasillo con mi mamá, mi abuelo, mi hermano y familiares varios. Me reencontré con mi madrina después de 16 años. El sillón me escupió al suelo y apoyé la espalda en la pared. Rompí a llorar y me acordé del jardín de mi Nani. La vi cortando camelias y poniendo dos rosas en la mesa para servirme el desayuno que yo tardaba 8 minutos en comer. La vi sirviéndome mi almuerzo de colores: un puchito de cada verdura, armando un degradé de comidas a lo largo y ancho del plato playo.

La vi haciéndome girar a upa mientras La Ola Verde estaba en su máximo apogeo. Me vi asustándola con una serpiente de vidrio, haciéndola caer por una escalera. Me vi estática pidiéndole perdón y a ella, hecha concha en el piso, riéndose y perdonándome.

A las 17:30 nos avisaron que se iba para quirófano. De a uno podíamos pasar a darle un beso para regalarle ánimo. Sin pensar en despedidas, me levanté y enfilé para su cuarto. Me temblaban las piernas. No quería creer que este podía ser el último beso en esos cachetes tirantes de 75 años. Pero lo pensaba.

“Te quiero mucho”, le arrojé mirándole los ojos tristes y asustados. Hundí mis labios mojados en su pómulo. “Mucho, mucho. Cuando salgas nos vamos a cagar de risa de esto”. Soné hipócrita en mis propios oídos. La fe de los realistas deja tanto que desear…

Salí y, de nuevo, me ahogué en el llanto de la espera. El segundo beso lo dio mi hermano. El miedo nos hizo uno.

Y comenzaron las charlas triviales. Asaltos, muerte de Mercedes Sosa, gas pimienta, cocinar cuando el novio cocinero está en Manila, terapia. El celular pedía aliento y energía positiva, esa que el cuerpo deja de fabricar cuando el cagazo es inmenso.

A dos horas de operación, el neurocirujano se hizo presente en la sala. El silencio cuajó las paredes. “Los familiares directos al quirófano, por favor”. Mi mamá caminó al instante. Mi hermano y yo la seguimos. Ante la duda, el olor a mala noticia se hace tangible.

“Bueno. La operación fue un éxito, sacamos un 80% del tumor, la paciente ya está extubada y con los ojos abiertos. Un éxito todo. Ahora lo restante lo tratamos con rayos, pero ya podemos decir que lo más difícil ha pasado.”

Mi mamá abrazó al cirujano.

Me reí con la boca entera.

Los ojos de mi hermano se emocionaron como cuando mi papá le regaló un tren ruidoso a los 7 años.

Mi abuelo, que justo había salido a respirar un poco, saltaba en la planta baja y salpicaba de llanto feliz a quien se le pusiera en frente. Sesenta años de amor lo habilitan para llorar como un mocoso.

El llanto de mi garganta se almacenó bajo llave.

Confiar que las cosas pueden salir bien es bueno de vez en vez.

Gracias a todos los que se preocuparon, los que alentaron por cualquier vía y a los que pensaron desde lejos.

sábado, octubre 03, 2009

Vale todo

En general, soy de las que vive esperando el batacazo ante la primera oleada de cosas buenas. Es sabido que lo choto de la vida se acumula en pequeñas dosis largadas de a grupo en momentos inoportunos o demasiado felices. Llegan para romper la estabilidad, cachetear a la rutina y recordarnos que somos mortales, que no valoramos lo que debemos o que directamente (y peor) damos mucho por sentado.

El miércoles 23 mi hombre alado viajó a Manila, en la berruga de Filipinas. A la vuelta de la concha de mi primera perra. El jueves lloré. Me molestaba su olor como en un constante aviso de llegada pronta, de nunca ido. Alteraba mi mente ver su desodorante en el baño, su barba cortada en la afeitadora que le regalé y uso para podar mi flequillo. Extrañarlo me arde como arrebato de sol en cuerpo aceitado. Hierve la aorta.

El viernes mi abuela es internada porque se le caían los vasos mientras lavaba y se la veía incómoda pelando una naranja. El viernes también le encontraron un tumor del tamaño de una ciruela en el lado izquierdo del cerebro. Ahora de pronto tampoco se le entendía una oración y se enojaba con ella misma porque se le escapaban algunas palabras.

De pronto los motivos para llorar y berrinchear se acumularon como protectores diarios en tachito de baño. Le abrí la puerta al momento en el que el escéptico interpreta señales divinas y el más fuerte se quiebra ante la impotencia escondida en la sorpresa. Ah, sí. Uno se lo veía venir… es grande. ¿Uno se lo veía venir?

Y de pronto una decisión: ¿se lo saca o se lo hospeda? La ciruela crece rápido y el deterioro ya está a medio tachar en la lista de “To do’s”.

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Se opera.

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El lunes a las 17, el escéptico estará optimista.

El lunes a las 17, el realista confiará en el destino de que será lo que tenga que ser.

sábado, agosto 29, 2009

Puertas Adentro

PERSONAJES:
  • Padre - Conductor
  • Hermano de 17 - Asiento trasero
  • Yo - Asiento de adelante

ESCENA 1: Interior Fiat Uno gris marcado por el granizo y por un aerosol azul en una de sus puertas.

YO: ¿A qué hora salís para Bariló?

HERMANO: Mañana a las 11 y media de la mañana

PADRE: Te paso a buscar, negra y lo vamos a despedir

Y: Bueno. Te traje algo para que te lleves, te lo compramos con Lucas*...

Mi mano le extiende desde el bolsillo, frente al progenitor en común, dos preservativos texturados con tachas.

H: (Claramente incomodado) - ¿Forros?

Y: Usalos si es una cabeza. No los uses si es millonaria y puede salvar a nuestra familia. Bueno, no, mejor no. Usalos siempre. Luego planearemos cómo estafar a alguna pelotuda.

En este momento, sé que mi hermano cambió su alma adolescente por un deseo maléfico hacia mi persona por haberlo ofuscado con mi pequeño e inocente chascarrillo. Sentí, por primera vez, que el gargajo me caería de lleno en la frente y, lo peor, lo más trágico, era no saber en qué momento impactaría... todavía faltaba almorzar en el domicilio particular de mis abuelos.


ESCENA 2: Casa de mis abuelos Nani y Nono en el barrio de Bernal.

Rodeando la mesa, Padre, Hermano, Nani y yo, de frente al Nono, un hombre de 80 y largos, jugador de tejos, enviador compulsivo de mensajes de texto, adicto al Discovery y la Pantera Rosa. Yo llevaba puesta una remera de la Hormiga Atómica al cuerpo color blanca, con unas letras en gris y a la bella Hormiga decorando una de sus esquinas inferiores. Me serví ensalada de zanahoria y un puñado de mayonesa de pollo, esperábamos las milanesas con puré con la paz que emana un sábado al mediodía cuando mi Nono decidió empezar la charla.

NONO: Melisa... ¡Qué tetas!

YO: ....

NONO: (Tomándose la cabeza) - Son... grandes. La verdad que nunca las había visto. Te felicito.

YO: ...

PADRE: ¡¡¡Ai ella!!! Se puso colorada... sí, tiene tetas. Siempre le digo que cuando me venga a buscar al trabajo venga sin escote porque se enloquecen en Retiro los muchachos. El culo más o menos lo disimula, pero en verano las tetas es imposible...

NONO: La verdad estoy impresionado

HERMANO: (Por lo bajo, atajando la carcajada) - Te querés morir, ¿no? Jodete por la del auto.

YO: ... Sí, pero te vuelve. Perdoname, hermano. Te vuelve.

HERMANO: Está bien, con tal de no hablar de tus tetas...

YO: Nono, ¿sabés qué le regalé a mi hermano para que se lleve a Bariloche? ¡¡¡FORROSSS!!!

NONO: ¿Vas a darle a alguna pibita, Franco? Bravo. Así se hace. ¿Tenés vista a alguna?

PADRE: (Extendiendo más forros desde su bolsillo) - Tomá, acá tenés más, aprendé de tu padre que siempre está listo.


La Nani llegó con las milanesas y el puré.
El vino lavó los recuerdos.
Las nuevas charlas se acumularon sobre unas chauchas.
Mis tetas y los forros se perdieron en las mandarinas del postre.


*Pareja estable

domingo, agosto 23, 2009

Cagar como Dios manda

(Columna publicada en la edición Nº 13 de Revista Mavirock)

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Alrededor de ocho meses pasaron sin tener cadena en el baño. La última vez que nos quedamos con el piolín en la mano fue tras colgarnos para eliminar un insistente sorete. A partir de ese día, el balde rojo comenzó a ocupar su propio espacio: al lado del inodoro.

Recibir invitados se transformó en una tarea estresante. El primer momento incómodo era decirle a la misma persona durante más de 6 meses que el balde estaba ahí para ser usado en lugar de la cadena. Esto desencadenaba la pregunta “¿todavía no lo arreglaron?”, que arrastraba la misma respuesta: “Evidentemente, todavía no”.

El balde comenzó a descansar dentro de la bañera, bajo el chorro de la ducha, ubicado ahí de manera estratégica para que el visitante maniobrara el plástico lo menos posible. Varias opciones se presentarían con el paso de los meses para aquellos aventureros que no elegían dejar el muestrario de pis en nuestro baño. Algunos, al encender la ducha o la canilla, volvían con los pantalones empapados por el rebote agual. Otros, al desconocer la locación del balde, escondido tras la cerámica de la bañadera, nos convocaban a nosotros, los dueños de la morada, para mostrarles dónde estaba y cómo llenarlo. Esta última opción se consolidó como la más interesante. Varios de los invitados no esperaban que entráramos con ellos al baño para mostrarles el paso a paso, simplemente buscaban indicaciones, pero yo, ya harta de las mismas instrucciones jamás comprendidas, optaba por seguirlos, entrar y deshacerme del sorete por mis propios medios. Así conocí cómo caga la mayoría de mis amigos y logré hasta el día de hoy distinguir el meo de hombre, el de mujer y el de borracho.

Pero este sistema no fue útil por demasiado tiempo. Pocas semanas después del desprendimiento cadenal, se rompió un caño del calefón que provocaba una caída intermitente de gotas. Al principio esta situación era controlable: cada día ponía un par de trapos de piso bajo la gotera, los exprimía y volvía a ponerlos. De una noche hacia otra, la gotera se convirtió en una pillada de cebra con infección urinaria que creaba lagunas símiles Chascomús en el pasillo de la casa. A mi pesar, debí cambiar la locación del balde: ya no estaría siempre listo para evacuar mierda y orín, ahora estaría bajo el calefón.

Lo práctico de esto era que, de la noche a la mañana, el balde se llenaba, lo que hacía un 80% más simple la extirpación del primer meo del día, ese que apesta a óxido, bicarbonato y granadina, evitando tener que abrir la ducha para lograr este fin.

La segunda noche del balde bajo el calefón, mi cerebro se percató de que el ruido de una gota contra el plástico no iba a dejarlo dormir. Cada gotita del infierno que chocaba contra la superficie provocaba un martillazo dentro de mis pupilas. La decisión se hizo inminente: el balde volvería al lado del inodoro. A partir de esa noche, cada mañana, mis medias se empapaban con el charco generado por la gotera del calefón. Sin contar las veces que uno se metía la diarrea para adentro para no tener que ir en plena madrugada a churratear el baño, a buscar el balde, llenarlo con la ducha y mojarse los pies. Aprendimos a vivir de acuerdo a los dictámenes de la no cadena.

El charco de abajo del calefón comenzó a dibujar de moho los bordes de las baldosas del suelo, los bichos mil pies hicieron familia y aparecían hasta en el picaporte del baño. La vida útil de mis soquetes bajó considerablemente. El mal humor matutino se hizo diario.

Seis meses después de iniciada la pesadilla, el plomero cumplió su promesa de visita. Llegaron dos de estos especialistas. El problema principal ya no era la cadena, sino un caño de atrás de la ducha de la que habíamos abusado, el cual estaba desintegrando las paredes y haciendo explotar la pintura de todos los cuartos contiguos.

En cuestión de horas, el lava cuerpos estaba destruido. Las baldosas aparecían desparramadas como tripas en cualquier espacio disponible. Sin agua ni orden, el plomero se fue, dejando la ducha inutilizable y la cadena igual que siempre. Ahora el problema era doble, no teníamos ni siquiera un líquido para llenar el balde y los garcos inflándose en la palangana del inodoro.

Gracias a la Virgen de la Palta, esta crisis acuática duró poco. A los escasos días de bañarnos con arena en el ojete, el plomero volvió con sus porquerías y restauró el cuarto. De paso arregló el caño del calefón y, tras una hora y cuarto de plegarias, solucionó la cadena del baño.

No puedo olvidar mi primera cagada… el balde me observaba desde la bañera, manchado por el cemento con el que había besuqueado las baldosas a la pared. Yo ojeaba la revista del cable y leía los anuncios de calefones y aires acondicionados. Alguien tocaba una batería bastante deprimente a lo lejos. Desenrollé el papel e hice dos bolitas disparejas. Usé la primera y la plegué hasta que de su caricia no saliera más color. Con la segunda bolita me soné los mocos. Después de 8 meses, volví a tirar los papeles al inodoro sin culpa. Me paré y mientras subía la bombacha con el jean, saludé a mis desechos. Casi amago a abrir la ducha para llenar al balde, todavía me acuerdo…

Tomé la cadena con la mano derecha, al tiempo que con la otra arrojaba un chorrito de Lysoform sobre los papeles manchados (demasiado pronto era para tener una pastilla desinfectante), y en ese instante me dejé colgar del piolín metálico. El agua arremetió contra todo, dejando radiante el fondo, algo que no lográbamos desde hacía 243 días. El torbellino duró una década de segundos y se despidió con un rugido que se tomó toda el agua restante. Ya los papeles descansan en alguna cloaca de Once.

Aprovecho este momento, sepan comprender, para avisarle a todos los que me conocen que ya no tengan miedo, que vuelvan a visitarme, ahora sus desechos permanecerán ocultos y no tendrán que hacer físico culturismo para lograr levantar el balde. Dense por enterados, queridos amigos, que ya tenemos cadena en el baño. A cagar como Dios manda.

jueves, agosto 13, 2009

Pequeña Venganza

Confieso que la posibilidad de que mi pareja estable viajara dos (2) meses a Filipinas nunca fue considerada como un dato real dentro de mi cerebro. Hace un año aproximadamente la opción se barajó de manera verbal, pero nunca con el peso debido. Quizás por eso es que cuando Lucas entró a casa esa tarde y dijo “baby, me voy dos meses a Manila”, casi me cago encima y me como mi propia mierda aderezada con un poco de condimento para pizza.
Con falsa calma lo felicité y le auguré buenos deseos al tiempo que ubicaba mis manos adentro de las axilas para no demostrar el tembleque histérico que me provocaba esta transportación al lunar berrugoso del mundo. Me dijo, como si se lo hubiera preguntado con la mente: “Igual, las filipinas son todas feas”. Como mujer, al instante me sentí tentada a comprobar semejante dato, entonces acudí a mi amigo Internet para buscar a las participantes de Miss Filipinas 2008 para así comprobar que no, que no son feas, sino una mezcla positiva entre chinos, hindúes y europeos. Gente alta, morena y de ojos claros. Mujeres fornidas, pulposas, esculturales. Malditas. Todas malditas.
Después de imaginar partuzas de Lucas y sus compañeros de trabajo, orgías raciales en camas de agua e hijos a estrenar, lancé: “Si te garchás a una filipina, ni vuelvas por asqueroso”. Esta amenaza no fue creída siquiera por mi propia abuela, quien seguro dirá que esta columna está buena y no es una simple, simplísima catarsis.
La noticia comenzó a volar entre amigos y familiares que me daban el pésame: “Tranquila, Mel, no pasa nada”, “Vas a ver que pronto te vas a acostumbrar y vas a salir adelante”. Automáticamente compré un abono para el Pepsi Music completo: menos noches de deprimente soledad a cambio de 140 pesos no sonaban una mala oferta.
Me transformé instantáneamente en Jim Carrey en su película positiva del último año. “Dígale sí a todo” comenzó a ser mi lema de supervivencia. De este modo me inscribí para participar de acciones que sentí que me prepararían para enfrentar a los días de amor a distancia.
Sin embargo, poco tiempo pasé planeando o jurando presencia en eventos a suceder entre octubre y diciembre. Fue más fuerte la necesidad de pensar cómo evitar que mi pobre pareja estable caiga en una vertiente de prostitución asiática ante la falta de sexo. Imaginé de pronto su vuelta, un reencuentro apasionado y un sífilis gonorreoso atacando a mi vulva a las 4 horas del polvo. Podría sacarme fotos eróticas, establecer un horario para masturbación cibernética… aunque esta opción se vuelve improbable ya que por el horario, nuestras charlas a distancia solo serán en tiempo laboral mío, nocturno de él. Lo que falta es que mi tocadita desde Argentina le adobe el miembro para una trola filipina. No señor.
Pensé en contraer una buena enfermedad de transmisión sexual o una micosis galopante, contagiarlo, llenarle de pus el pingo y que uf, lamentablemente no pueda tener relaciones por un mes y medio. Pasa que tan conchuda no soy, tengo un límite… aunque ahora, pensando en voz alta, no suena tan complicado: me siento un rato en el piso de Mc Donald’s y al toque se me mete un gusano macabro por el orto.
Al cabo de unos días y de 4 sesiones de terapia pude darme cuenta de un dato no menor: nunca me enteraré de nada de lo que suceda en Manila. Podrá preñar un jaguar, casarse con una turca en una carroza de fuego, violar morrones amarillos… podrá hacer cualquier cosa que yo jamás me enteraré.
A su vez, yo haré lo mismo: compraré un ovejero alemán, ese perro que tanto odia, y lo criaré por lo que dure su viaje. Lo dejaré que me cague el living, que me mee las paredes y se acueste en su almohada. El perro que tanto, tanto, tanto odia vivirá conmigo 2 meses y cuando Lucas vuelva, nunca se habrá enterado. Lavaré el olor a can con sahumerio, esconderé la mierda en la basura y culparé de los pelos al stress post viaje. Esa será, sin más, mi pequeña venganza.
Amén.

lunes, julio 20, 2009

Feliz Día

Hace unos cuantos años alguien me dijo algo que mucho más tarde tuvo sentido: “No podemos arrastrar en una bolsa a toda la gente que conocemos en la vida, el tiempo nos hace ir cortando sogas y arrastrando solo las más fuertes”.
A Sam la conocí en el jardín de infantes, en sala verde. Estaba yo en la trepadora de colores colgada de mis brazos eternos cuando la señorita Myriam me la acercó a la cara y pronunció su nombre por primera vez: “Melisa, ella es Samanta”. Le dije “hola, Sami” y sellamos el comienzo de mi amistad más antigua. De todas las cosas que me acuerdo de ella, es imposible sacarme de la mente la tarde que su ovejero alemán me mordió el brazo cuando yo tenía solo 10 años. O menos quizá. Era un perro enorme. Habíamos estado jugando toda la tarde entre el patio y el cuarto de Sami. Ella tenía un teléfono público, de esos antiguos, podíamos estar cien mil años simulando las conversaciones que de más adultas salieron sin premeditarlas. Sami también tenía un peluche que era un gato que ronroneaba. Siempre te lo envidié, amiga. Quiero que lo sepas.
Volviendo al perro, me acuerdo que me corrió por el patio, hizo que me subiera a una pared presa del pánico y me arrebató el brazo. No pude esconderlo. La abuela de Sami me tiraba alcohol sobre la herida. Fue mi primer shock de la infancia.
Dani conformaba una sociedad secreta con Peque. El día que empezó a hablarme yo ya tenía tetas y aparentaba ser un marimacho agresivo. Todavía no conocía los beneficios del corpiño con aro o de la crema para peinar. Con Daniela confesé toda mi vida mientras inflábamos un colchón para dormir en el living. Un dato curioso que ella no conoce es que cada vez que me quedaba en su departamento a pasar la noche, siempre con alguna peli de por medio, yo tenía ataques de pedos. Era algo fijo. Mi teoría personal es que el abuso de la Coca Cola me jugaba en contra. Como mi madre no la compraba, cada vez que tenía la chance me la inyectaba cual suero comatoso.
Con Juli nos hicimos un lugar en la vida cuando ya éramos adolescentes. Siempre pensé que mi nombre no ocupaba un puesto en sus amigos más cercanos del corazón, pero el tiempo me demostró lo equivocada que estaba. Julieta es la que más veces me ha escuchado llorar en una línea telefónica. Una noche de boliche decidí acostarme en su casa. Armamos la cama, pusimos las sábanas y me prestó una almohada. Antes de cerrar los ojos ella creyó que era el mejor momento para contarme que en su hogar, justo en la puerta de su cuarto, frente a un espejo, su hermana había visto un fantasma. Desde ese momento, preferí cagarme encima y limpiarme con las medias antes de levantarme a medianoche en la casa de Julieta.
El futuro me sorprendió con amistades perseverantes. Conocí a Anita, a Nati, a Pupi, a Marivi, a Gise, a Diego, a Chelo, Horace, Hugo, Ser... Es raro como, pese a advertirles de mis malos atributos como amiga, ellos siempre están. Curiosa es la forma de la amistad. Algunas amigas son como el pulso. A veces saltan hasta el techo y a veces no se ven, otras tantas se mantienen estables, pero forman parte de una vida inconstante llena de idas y pocos regresos.
Otros tantos colegas devenidos a amigos me regaló la facultad, cuando la coraza de hielo más a flor de piel se arrastraba. Ellos vieron lo mejor y lo peor, la envidia y la felicitación, la frustración y la moral inflada. Leo, Fede, Martín, María. Sin palabras.
Los amigos de la vida no necesitan mantenimiento. Su presencia se huele en los momentos trascendentes, en los contados instantes que uno elige compartir sin preguntarse si es el mejor momento para hacerlo.
Hoy es un día que detesto, pero que, como mala amiga que soy, me sirve para vomitar todas las cosas que en soledad le escribí al diario íntimo durante tantos años. Sami, de vos aprendí la valentía cuando fuimos pebetas. Me enseñaste a superar un divorcio de mierda, solo viendo cómo vos habías salido airosa y galopante. Dani, hoy sos el pulso inestable de mi corazón, pero lo que te quiero no tiene un nivel máximo. Sos la armonía, el equilibrio. Juli, Juli. Qué decirte. Me enseñaste que perdonar de corazón es posible. Gise, vos cada día que pasa me mostrás un mundo sin prejuicios y que realmente una mujer puede tener más cojones que cualquier mogólico en anabólicos.
También hoy es un día para agradecerle a la persona que más allá de llenarme el corazón como una bolsa de agua caliente, me acompaña en esta ruta llena de baches y alambres de púa. Mi novio, mi amigo, mi compañero en el asiento de adelante. Te amo Lu.
A todos los que nombré y a todos los que nombro en mi cabeza, a los amigos de la noche y a los que perdí en algún momento, cuando el lastre de pasado se me tornó demasiado pesado. Al fin y al cabo, como esa vez me dijeron, sobrevivieron los más fuertes.

lunes, junio 22, 2009

El Traje

(Columna publicada en la edición Nº 12 de la Revista Mavirock)

"Ponete el traje de Barney que te preparé ahí en el vestidor. Tenés 20 minutos, ya te pedí el remis. Más te vale no arruinarla, Melisa porque es la última vez que te confío un evento tan grande".

Me acerqué al cuarto rodeado de biombos y disfraces. Envolví mi pelo en una gorra de natación, así le gustaba a la dueña del salón, una señora que era la versión diabólica de la cerdita insulsa de los Muppets. Pelo de muñeca, ojos de tornado de espinas. La vieja se escondía en la cocina a comer la comida de los cumpleaños de los infantes que ahí se sucedían.
El Salón para el que trabajaba hacía menos de 4 meses era reconocido en el partido de Quilmes como uno de los más completos de todos: disfraces de Disney originales, damiselas danzantes que festejaban los chistes de los padres pajeros, inocencia pululando por los baños y los rincones. Recuerdo hasta haberle limpiado el culo a una nena gorda que usaba doble medibacha.
Estaba acostumbrada a encarnar diversos personajes, aunque la vieja tendía a ubicarme en los roles de brujas maliciosas, quizá influenciada por mi nariz y mi pelo largo florecido y sin forma. Pero esta vez, el desafío había subido la apuesta. El traje que me esperaba colgado de dos perchas era el de un gran amigo de los niños, un ser odiado por el grupo adulto. Un personaje que cuenta con una dosis de pelotudez altamente elevada para los parámetros animados que corren en la actualidad. Ese sábado no animaría un cumpleaños en la piel de Minnie, mucho menos en la de Donalds. Esta semana encarnaría al dinosaurio Barney.
“Te pongo la música mientras te vestís así vas practicando los bailes”, me sugirió la muy maldita. Con el pelo recogido parecía el dedo gordo de los helados Patalín. Me saqué la ropa que llevaba puesta, otras animadoras me habían advertido acerca del calor sofocante que esperaba dentro del disfraz violeta y verde de brazos cortitos. Me dejé el corpiño, una musculosa y una bombacha culote a modo de short.
Primero puse las piernas. La goma espuma se iba adhiriendo a mi piel como un preservativo en pito cubierto de miel. Me di cuenta de que los brazos no entraban extendidos, sino que solo cabían hasta el codo y de este modo siempre quedaban levantaditos, como si fuera yo una suricata con artrosis. Intenté mantener la calma cuando me calcé la cabeza y noté que mis ojos verían a través de la boca de Barney, que mi boca real estaría inmersa en material babeado por cumpleaños anteriores y que la punta enorme de mi nariz no tendría lugar suficiente para mirar hacia el frente, por lo que estaría plegada casi totalmente sobre mi pómulo derecho.
Con la cabeza apresada y los ojos viendo a través de dientes de tul negro, unas manos me guiaron hacia el remis. Eran cerca de las seis de la tarden cuando apoyé mi esponjoso nuevo ano sobre el asiento trasero del auto. Como no podía flexionar las piernas porque sentía como si tuviera setenta y dos almohadas atadas a las rodillas, tuve que acostarme y apoyar la nuca sobre el vidrio. Debíamos ir desde el centro de Quilmes hasta La Plata, tardaríamos cerca de 1 hora. Lo único que imploraba era que el remisero no quisiera charlar durante el viaje, la sola idea de comenzar desde temprano a descargar energía hacía ver al fantasma de la deshidratación cada vez más nítido. No hubo trayectos mayores a una cuadra sin escuchar un “Barney forro tirame la goma”, que podía alternarse con “Barney putoooo”, con muchas “O”.
Cuando llegamos al cumpleaños recuerdo que varias personas se acercaron para sacarme del coche. Me tomaron de la cabeza y tiraron, sin recordar que por dentro había tetas, ojos y cuerpo blando. Me ofrecieron un vaso de agua que solo podría haber ingerido por el ojete, pero preferí evitar la imagen nefasta en los ojos de los infantes.
Tuve que quedarme parada un rato hasta que el sonido nauseabundo de “te quiero yo y tu a mi” irrumpió en el salón. Una caravana de gritos agudos vomitó sobre mis tímpanos. Una madre feliz me tomó del bracito y al segundo me encontré a mí misma parada en el centro de un salón, debajo de una bola de boliche. La oscuridad hacía muy difícil la visión a través de la boca del adefesio púrpura, pero tenía frente a mí a un espejo gigante que cubría toda una pared, eso hacía que pudiera seguir la coreografía sin exagerar los movimientos panzales.
Todo se sucedía con normalidad entre los pequeños caníbales de 6 años: bailoteaban a mi alrededor, tomaban mis manecitas y me pedían que les hiciera upa, algo que era técnicamente imposible ya que no podía agacharme bajo ningún medio. Tenía calor. Las gotas post baile me chorreaban sobre la boca, el gusto a sal comenzó a darme impresión después de los dos primeros tragos a boca llena. Fue entonces cuando se desató la debacle.
Desde las mesas del fondo del salón de La Plata empezaron a llegar adolescentes de entre 12 y 16 años. Mi cuerpo estaba apresado dentro de esa masa agredible, mi voz no era escuchada por nadie más que mis propios oídos. Fue entonces cuando se ubicaron en ronda, dejándome como centro y uno a uno comenzaron a golpearme la panza, luego a darme patadas en las piernas y cachetadas en la cara gigante. Esto último era lo peor ya que mis brazos no llegaban lo suficientemente alto como para permitirme efectuar una defensa digna. Era triste.
Pocos segundos después de iniciada la guerra de la extinción de Barney, caí rendida al piso. Cual aspiradora, me arrastraban por el suelo agarrándome de las patitas. Podía verme en el espejo mientras viajaba cara arriba por todos los pasillos del cumpleaños al grito de “ayúdenme, estoy viva por dentro”.
Alrededor de dos horas pasaron hasta que el cumpleaños terminó y me dejaron en paz. Los padres del enviado del mal que había dado comienzo a la tortura reían a carcajadas mientras repasaban la filmación de mi cuerpo apaleado por los jerbos gigantes. De la misma forma en la que viajé hasta La Plata volví a Quilmes. Al llegar al salón de la señora bajé del coche, crucé la entrada y al tiempo que me sacaba el traje, ella analizaba la espalda violeta. El silencio hacía su propia fiesta en los vestidores esa noche. Varios minutos pasaron hasta que las miradas se detuvieron, la señora levantó la vista, me miró a los ojos con una mueca antipática y sentenció: “La verdad Melisa que no puedo pagarte por el evento de esta noche. El muñeco está todo sucio de torta atrás, lo voy a tener que mandar a la tintorería”. La señora nunca me pagó, Barney sigue colgado en el vestidor de su casa de fiestas. En la actualidad se encuentra limpio y huele a lavanda.

jueves, mayo 21, 2009

Mi Pajero Incondicional

Tener admiradores callejeros fijos es, más allá de lo incómodo y desagradable, bastante interesante. Una sin premeditarlo comienza a preparar su vestimenta motivada por el calor que despierta al andar por determinadas cuadras del trayecto diario. También se va mirando por los vidrios de los negocios para verificar que la cabellera está donde debe y que el delineador no se haya corrido del lugar en donde lo aplicó esta mañana antes de salir a enfrentar a la plebe.
Mi admirador desde hace unos cuantos meses es un guardia de seguridad que habita desde la mañana y hasta alrededor del mediodía en una garita del barrio de Martínez. El hombre, de más de 50 años, tiene esa facha de militar retirado que cometió alguna indecencia: un pequeño robo, una pequeña violación, un pequeño asesinato múltiple. Su garita, su pequeño hogar-oficina de 1 metro cuadrado, apesta a olor a pedo. Pasar por la puerta entreabierta de este cubículo techado deja oler en todo su esplendor al compilado de pedorreadas mañaneras que este fiel cristiano desplegó durante las primeras horas del día, producto de algún café con leche instantáneo o, por qué no, de algún mate cocido con bizcochos de grasa. Algún resabio de limpieza debe hospedar en sus genes, ya que suele ventilar el espacio al tiempo que sacude la alfombra donde apoya sus piecitos y lava su mate en el agua que corre por el cordón de la vereda.
La primera vez que el ex militar canoso y algo negrito decidió comentar acerca de mi subjetiva belleza, lo hizo de la manera más tosca que podía. Asomó su cabeza entre mis tetas y gritó: “Buen día mi amor”. Yo, con la vergüenza elevada al cubo, miré hacia el costado y me focalicé en un grupo de palomas que se procreaban sobre un chalet. Durante esa semana, la emoción de ver a alguien con tetas tan temprano en la mañana logró que mi fan gaseoso no perdiera la atención: además del buen día mi amor pegado a mis auriculares blancos, el hombre comenzó a limpiar el cordón por el que yo transitaba. Ubicaba un trapito y me miraba mientras pasaba por encima. Al pasar por sobre la tela, comentaba en voz alta: “Sí, pisámelo todo”.
La situación comenzó a descontrolarse cuando además de él, un amigo recolector de residuos se sentaba a esperar que yo atravesara la esquina. Ambos, a coro, gritaban ante mi paso: “Buen día mi amor. Te cojo toda.” Las miradas lujuriosas, el olor a mate desprendido de cada piropo, la masturbación que imaginaba dentro del cubículo a minutos de mi paso, el charco de leche colgando de la pared, pegoteando las hojas del calendario… la recreación que se adueñaba de mi mente era nauseabunda.
Descubrí que no importaba cuán lejos de su garita yo pudiera pasar, mi admirador caliente siempre se ubicaría en el lugar preciso para verme pasar, saludarme y mirarme las tetas. Noté que su interés decaía con el invierno. A más ropa, menos ganas de pelar la garompa en plena cuadra. A más ropa, menos escote visible, más campera, igual a escena no erótica. Aunque todavía hacía calor, comencé a usar pañuelos que disimularan las formas. El efecto duró una semana hasta que los comentarios cachondos volvieron. “Buen día mi amor, ¿no me vas a saludar?”, preguntaba ansioso cada vez. De tanto esquivarlo con la mirada, comencé a realmente interesarme por las palomas del chalet. Eran blancas y grises, una de ellas grande como un pollo. Me pregunté si comería carne o a otras palomas, o a murciélagos. Descubrí su nido, sus crías. Llevaba una cuenta mental de cuántos pichones habitaban el techo, de cuántos charcos de mierda habían en la pared de ladrillos y pude ver una mañana cómo un exterminador de palomas colocaba una trampa asesina para aniquilar a los bichos, para que quedaran clavados al techo, impidiéndoles cagar, reproducirse y vivir.
Hace 4 días opté por un camino alternativo al trabajo para evitar cruzarme al gediento amigo cincuentón. Una cuadra antes de su esquina, doblo a la derecha y camino 4 cuadras al pedo para llegar a destino. Sus piropos ya no me hacen feliz. Su saludo mañanero ya no levanta mi autoestima. He perdido la motivación para el vestuario, para el cabello y el maquillaje, pero hoy, por primera vez en 6 meses, el miedo a ser violada repetidas veces dentro de una garita con olor a pedo desapareció de mi mente.

viernes, mayo 01, 2009

Prejuiciosa, prejuiciosa yo

Circulando por el barrio de La Boca
un muchacho detuvo el bondi:
tenía la piel negrita y zapatillas gigantes,
unos rulos despeinados
y medias blancas, pero grises
Prejuiciosa, prejuiciosa yo…

Se sentó a mi lado en el último asiento del colectivo
(el resto del lugar estaba vacío)
Yo llevaba un bolso transparente
él una campera cubriéndole un brazo entero;
la campera era de corderito
y repito: le cubría un brazo entero.
Prejuiciosa, prejuiciosa yo…

Que me roba que me roba que me roba
Que me va a robar
Que tarde o temprano me va a robar
Mejor me guardo el documento en el bolsillo
Y la tarjeta
Y la llave también
Prejuiciosa, prejuiciosa yo…

Que se para y me arranca el bolso
Que se para y me lo va a arrancar
Mejor lo abrazo bien fuerte y lo escondo.
Prejuiciosa, prejuiciosa yo…

Mejor me cambio de asiento
o me bajo ya mismo, acá
“pero si me bajo ya mismo me violan, me violan acá
y encima me van a robar”
Prejuiciosa, prejuiciosa yo…

Upa algo está pasando: se bajó y no me robó.
Devolví mis cosas al bolso,
todavía me tiembla un pulmón
Prejuiciosa, ¿prejuiciosa yo?

(Posteo viejo, pero siempre vigente. Publicado por primera vez en http://pobresyanonimos.blogspot.com)

martes, abril 28, 2009

Sin humo en la cocina

Cambiar de obra social es una mierda. Una está tomando la decisión de cambiar todo lo preestablecido, todo lo que formaba parte de una rutina de salud. Lo más traumático para mí es el cambio de ginecólogo de cabecera.
Una vez acostumbrada a la manera de ingresar la poronga metálica que funciona a modo de críquet dentro de la chula, dispuesta a que determinados dedos peludos le toqueteen a una los pechos, justo en el momento en el que la comodidad y, por qué no, la satisfacción comienzan a ser una unidad de la mano del profesional… una ve que el apellido no figura en la nueva cartilla.
La esperanza de estar buscando mal nunca desaparece. Se empieza buscándolo por apellido, luego por domicilio y finalmente se termina mirando cada renglón a ver si hubo un error de ordenamiento y estamos pagando las consecuencias. Este proceso podemos hacerlo alrededor de 6 veces, siempre para verificar que realmente no está en la hoja 4, línea 17, como siempre. Es entonces cuando, movidas por la desesperación, decidimos ir a la primera guardia.
Después de haber probado 40 tipos de ovulitos diferentes para calmar la micosis y 5 antibióticos alternativos para mejorar la infección urinaria, determinamos que no podemos seguir boyando por consultorios externos y necesitamos un nuevo ginecólogo de cabecera.
Abrí la cartilla y comencé la búsqueda en base a cercanía. Ninguno podía ser mejor que mi anterior médico, quien vivía a una cuadra y seis metros de mi cama. Sabiendo que tendría que caminar, tomé la determinación de que fuera lo mínimo indispensable. Llegué entonces a un centro ubicado a 4 cuadras de mi casa en el que atendía un médico de apellido norteamericano. Al ser una clínica especializada, imaginé que los profesionales saldrían hasta de los lockers de la pared, por ende todo funcionaría de manera puntual y aplicada.
El primer lunes que pedí un turno fue para las 17:15. Llegué a las 17, padeciendo un problema agudo de puntualidad obsesiva. Me registré con la recepcionista, una señora que superaba los 45 años e intentaba por todos los medios posibles ser la comediante del suelo. El poco éxito que lograba su humor sano generaba una picazón anal incómoda y alguna que otra náusea. Me pidió mi celular, mi edad y mi fecha de menstruación, ese dato tan minúsculo que jamás recuerdo y para el que debo sacar la tableta de mis pastillas anti bebé, más el calendario y comenzar, en vivo, a hacer la cuenta mental que nunca jamás será la correcta.
Al pasar a la sala de espera tuve mi primer escalofrío. Los bebés encapsulados eran el menú en oferta y todos tenían uno, menos yo. Por varios minutos no supe dónde sentarme, era un mundo de lavarropas vivientes, de retoños en gestación. “¿Será contagioso?”, pensé. Me ubiqué de manera de poder seguir disfrutando de la tele chimentera de la tarde. Todo era disfrute hasta que miré el reloj. Mi turno de las 17:15 había sido claramente superado. Eran ahora las 17:50 y yo tenía un evento importante a las 18:30. Me paré y asigné un turno para el lunes siguiente. Esta vez sería a las 17 y con otro profesional.
Llegué nuevamente 15 minutos antes. Esta vez las preñadas se habían multiplicado por 500. Le pregunté a la comediante de poca monta cuántos fetos evolucionados tenía adelante y me dijo que yo era la siguiente. Me sentí feliz hasta que una embarazada conflictiva cruzó las escaleras.
(NOTA: Ubicar escaleras en un lugar frecuentado por bombos de 8 meses genera un stress aparte. Cada vez que una de estas mujeres la baja o la sube, una cierra a medias un ojo para evitar ver el momento en que cae y el crío sale despedido cual diarrea estival por el medio del huesito dulce de la pobre mula-madre.)
La conflictiva llegó sosteniéndose la cachufla, blanca y del brazo de su madre. Cuando la oí pedir por mi médico, quise pegarle en las tetas como si fueran sommiers recién estrenados. Imaginé que serían veinte minutos de demora, pero al superar la hora y media, nuevamente, me levanté, pedí un turno con otro profesional y me fui puteando bajito.
Hace 4 lunes que visito durante aproximadamente dos horas el consultorio de los ginecólogos. Cada cita lleva a la creación de una ficha diferente. Ya llevo 4 fichas con distintos ginecólogos sin haberles visto jamás la cara. La recepcionista cada lunes me saluda, me mira un largo rato con pena y me dice: “Hoy seguro te atiende”. Conclusión: embarázate y no te tomarán más de forra.

miércoles, abril 01, 2009

La Intrusa II

Los días siguieron su curso natural y la cantidad de mierda de Mickis aumentaba considerablemente con el paso de las noches. Los triangulitos verdes de veneno sabor a muerte ya estaban secos y nunca supimos cómo poner la trampera.
Acudí a la ferretería, esta vez al borde del llanto. Estaba dispuesta a gastar lo que fuera necesario, requería lo más letal que hubiera en las góndolas. Me ofrecieron un veneno color rosa, una bolsita llena de pelotitas tiernas que dicen despertar el instinto sexual de la laucha, para hacerla comer hasta cagar por los ojos y luego morir seca en su madriguera. Lo adquirí y esa misma tarde esparcí puñaditos de 10 venenitos por diversos lugares de la cocina.
Al otro día, parte del veneno había desaparecido, pero la impresión mayor se dio cuando, la noche subsiguiente, hasta el polvo restante había sido chupado por este animal del infierno. Fue entonces cuando temimos lo peor: Micki tiene hermanitos e hijos. En ese instante tomé una decisión: “Voy a cerrar la puerta de la cocina, entonces no va a poder entrar”. Algo tan simple como aislarla del cuarto cocinador iba a determinar mi triunfo, después de haber agotado casi todos los recursos.
El día después, el horror atacó mis pupilas: no solo la puerta de la cocina seguía cerrada, sino que la muy hija de una rata famélica había elaborado un túnel a través de la pared, que conectaba el cuarto donde pasa sus días, con mi cocina. Al ver destruida la pared y los escombros apilados prolijamente uno al lado del otro, me sentí estafada. Humillada por un pequeño roedor al que ahora quería asesinar con un arpón hecho de tenedores. Imaginé una brochote de Mickis a las brasas y hasta confieso que me despertó un singular hambre.
Mi padre recomendó que siguiera vertiendo veneno en los lugares que lo había hecho la primera vez. Decidí no darle más chances de vivir y en lugar de 10 venenitos, coloqué puñados de 50, esperando confiada que los cuerpos fritos de esos animales estuvieran en las próximas horas decorando los zócalos de todo el hogar. Al otro día, el desastre se hizo presente: todo el veneno, las más de 250 bolitas rosas, habían sido chupadas del suelo, absorbidas como flujo menstrual en tampón XL, como shot de vino para un alcohólico en el medio del desierto de Uganda.
Llamé a un fumigador y, tras explicar hondamente la situación, fue terminante: “Las ratas vienen de afuera, probablemente de un inodoro que tenés en desuso. Tenés que tapar esa tubería con cemento”. Luego remató: “Estás intentando exterminar a todas las ratas de Once, es imposible”.
Esa misma noche, acudí a la cocina a buscar un postre, un simple Danette de chocolate aburrido y congelado. Al abrir la puerta, pedí a mi caballero alado que prendiera la luz para verificar la sanidad del área. “Está todo bien”, dijo. Al apoyar un pie, 3 lauchas pasaron corriendo desde atrás de la heladera y hacia el túnel. Una de ellas se escondió en el horno y al día de hoy sigue cagando mis asaderas.
Ayer, nuevamente fui a la cocina, el lugar que se ha convertido en el menos transitado del edificio. Tenía que hornear una pizza yo sola. Mientras colocaba la muzzarella con cuidado de que ningún pedazo cayera al suelo y alimentara a los bisnietos de Micki, oí un ruido. Miré hacia el lava platos. La cortina se movía, pero debía seguir cocinando. Fui por mis botas altas. El silencio predecía lo peor. De pronto, un culo gordo y negro con una colita adosada apareció al costado del horno, quedando trabado entre la pared metálica y la de yeso. La rata del mal no podía llegar a su túnel, estaba desesperada, obesa y asustada hasta las tripas. Me quedé mirándola un largo rato. Ella seguía luchando. Sentí que por un instante ella también me observaba como reconociéndome. Entonces, aunque intenté, no pude pensar otra cosa: “Cómo creció mi mascota”.

* En la actualidad se desconoce el número de Mickis viviendo en la cocina.
* Los intentos de extermino han fallado y los roedores siguen visitándonos asiduamente.
* En consecuencia, la Administración ha determinado: Adopción total de las lauchas y sus respectivas/os sucesores y el aislamiento parcial de la cocina y su pasillo aledaño.

jueves, enero 22, 2009

La intrusa

La cocina del departamento que comparto con mi caballero alado tiene una especie de pasillo-patio al costado. Este pasillo, pequeño, similar a un lobby, no tiene techo, está medio a la intemperie y se comunica con el pulmón del edificio en el que vivimos. La puerta de la cocina que da a este pequeño espacio sin techo se mantiene abierta casi siempre, salvo en épocas de frío helador de dedos chiquitos.
Debido a esta distribución geográfica de la cocina es que muchas veces peleamos batallas con polillas, moscas gigantes o hasta pajaritos que vienen en busca de migas de criollita que quedaron varadas luego de la apertura indecente de algún paquete. Pero esta vez, la batalla no sería fácil de superar…
Necesitaba tomar Cepita fría. Era sábado a la noche y el calor me hacía desintegrar las bolitas de caspa de mi cabellera. Me levanté de la cama dejando un cuerpo marcado en chivo sobre la sábana y me dirigí a la cocina en busca del jugo.
En puntas de pie para no ensuciarme las patas, abrí la heladera y justo en ese instante escuché algo extraño. Era como si tuviera a alguien lijando un plástico cerca de mi oreja, pero despacito, con insistencia… entonces la ví. Estaba en dos patas, paradita sobre una escalera que descansa al lado de la heladera. Era una laucha asesina, de 7 centímetros de largo más la cola, gris como la ceniza volcánica putrefacta de las playas chilenas, sucia como el alma de María Leal. La laucha estaba en mi cocina y yo tomé una decisión: nunca más entraría hasta no erradicarla.
Pasó un día hasta que la necesidad de enfriar una Pepsi y lavar platos golpeó la puerta. Llegamos a la conclusión de que durante la tarde el roedor no merodeaba la zona, sino que estaba oculto en algún lugar de la cocina. Este lugar aún no había sido descubierto, por lo cual el bicho, al que ahora llamamos Micky, podía salir de cualquier lugar, sorprendernos en cualquier momento y hacernos lamentar estar pagando un viaje a Brasil en lugar del cerramiento de la cocina.
Me puse las botas altas de lluvia y me até el pelo para hacerle frente al momento. Entré junto a mi caballero al espacio contaminado por la laucha y me acerqué al lavaplatos, pero el miedo pudo más que mi traje antirocelauchal y tuve que irme hacia atrás. Había dado dos pasos cuando escuché “¡hola Micky! Al fin te conozco”. Lucas había hecho contacto con la intrusa. Yo ya corría hacia la cama y cerraba las ventanas en caso de que el animal decidiera saltar y hacer cucharita conmigo.
Cuando mi hombre volvió al cuarto parecía feliz de haber experimentado el encuentro. Estaba entusiasmado, pleno. Me sentí estafada y tomé otra decisión: vamos a exterminarla.
Al otro día, como buenos mercenarios, teníamos lista toda la artillería para eliminar a la laucha invasora. Por un lado una trampera intimidante que sin duda partiría a la mitad al pobre animal, destripándolo y decorando las baldosas de la cocina, salpicando quizás la heladera. Por otro lado unos triangulitos con sabor a muerte, todos verdes, que había que maniobrar con guantes de goma y ubicar estratégicamente en la puerta de la morada del bicho y en los lugares que frecuenta, marcados por su mierda o por sus pisadas grasosas, las que primero había que descubrir.
Tiramos 3 cuadraditos de muerte por la cocina, uno en donde pensamos que vivía, otro bajo el lavaplatos y otro en el medio del ambiente. La esperanza de amanecer y ver a Micky muerta al lado del veneno nos hizo dormir como angelitos.
Eran las 6 de la mañana cuando me desperté ansiosa como la Parca. Esperé a después de bañarme para ir a chequear el estado de descomposición del bicho porque todavía no había demasiada luz solar, pero cuando me asomé por la puerta, la sorpresa no pudo haber sido mayor: no solo no había muerto, sino que había empujado los venenos lejos de los lugares en donde los habíamos ubicado, burlándose de nuestro sistema, avergonzando hasta el límite nuestros espíritus amargados.
Hoy, la laucha sigue lijando los elementos de mi cocina. El veneno ha pasado dos noches sin siquiera haber sido olido por ella. El paso dos será la trampera, las tripas y una muerte funesta. Micky, allá vamos.

Continuará…

viernes, enero 02, 2009

2009: Sueño Nº 1

Me encontraba en un edificio, de esos que están bastante próximos a los de al lado. Desde mi ventana podía ver que en frente se estaba dando una conferencia de prensa con muchos invitados, todos sentaditos como labradores obedientes. Quien dictaba la conferencia era el abominable George Bush.
Por algún motivo que desconozco, George me resultaba interesante en el sueño, lo observaba con detenimiento por la ventana. En un determinado segundo él me devolvió los ojos y yo alcé la mano saludándolo. Bush y yo estábamos intercambiando movimientos de mano.
Seguí curioseando hasta que su conferencia finalizó y repentinamente sonó el teléfono del cuarto en el que yo estaba.

- Hola
- Hola. Usted tiene una llamada del Señor George Bush. Presione 1 si acepta ir a cenar con él. Presione 2 si no acepta ir a cenar con él.

Recuerdo haber presionado la opción 2. No deseaba ir a cenar con Bush, de eso estaba segura. Automáticamente el cielo se nubló y alguien golpeó a mi puerta. Por el agujerito de la llave vi que era el ex presidente de Estados Unidos quien cacheteaba la madera insistentemente. Me insultó y se arrodilló. Rogaba que lo acompañara en una salida, en una cita. Seríamos Bush y yo en una mesa de 2. Nada más nauseabundo.
Volví a negarme, esta vez con más énfasis. Bajé al lobby del edificio y le pedí encarecidamente a un portero vestido de marinero que no dejara entrar más a Bush a mi piso, porque estaba haciéndome daño.
Minutos después, el maldito George había enviado un OVNI a la ventana de mi departamento para tener control de todos mis movimientos. No tenía cortina en mi sueño, por lo que me resultaba complicado escurrirme del maldito mirón.
Los siguientes minutos de sueño transcurrieron de manera borrosa. Bush volvió a llamarme, yo nunca más atendí y eso trajo malas consecuencias: para el momento de despertarme estaba yo siendo apresada por unos guardias que salían del OVNI vigilante. Bush coreaba canciones felices de las que solo me acuerdo una parte: “inmigrante ilegal inmigrante ilegal”. Me ataron las manos y las piernas alrededor de una silla y una vez más, las opciones funestas resonaron en mi cabeza: “Usted tiene una llamada del Señor George Bush. Presione 1 si acepta ir a cenar con él. Presione 2 si no acepta ir a cenar con él.” Tanto en sueño como en vida útil, prefiero morir atada a la silla.