miércoles, noviembre 28, 2007

Anti

Todavía hay purpurina volando por los aires de la Navidad pasada, pero ya las bolas de la temporada nueva nos ahorcan hasta en las vidrieras de la farmacia. Uno no termina de entender por qué todos quieren currar con las guirnaldas y el árbol de la muerte, pero hasta el odontólogo pone un stand que vende muelas con inscripciones navideñas que al mes ya te estás metiendo en el orto lo más acomodadito que puedas para evitar ensuciarte la ropa.
De pronto comienza la semana en la que se presentan las fiestas de la empresa de la cual uno es parte. Ahí se presenta el dilema entre ir y pasarla como el ojete o no ir y ser tildado como el antisocial-antifiesta-antidiversión, todo porque uno no quiere compartir más tiempo que el necesario junto a la gente con la que uno trabaja, y con quien no tiene ánimos ni tema para hablar, salvo que sea de reportes, chismes del programa de anoche o empleados ineficientes.
Las fiestas de la empresa son algo que aborrezco, sinceramente. Me molesta en primer lugar que sean un día de la semana. Todo eso para hacerse los cool porque al otro día los “fiesteros” entran tarde, mientras los antifiesta a la misma hora de siempre, con la nube negra meándole las cejas, como siempre.
Es cool hacer un pizza party. Mucho más cool es hace fiestas separadas para jefes y empleaduchos. No sea cosa que los empleaduchos terminen comiendo más que los jefes, sería inaceptable.
Generalmente estas ocasiones terminan desvirtuándose al tiempo que la secretaria se garcha al de seguridad sobre la mesa de las pizzas, la que limpia se encara al jefe de área soñando que es Talía Piel Morena, de pronto y sin darte cuenta terminás solo en una esquina mientras el sexo a tu alrededor es cada vez más impactante, te adherís a los gemidos que terminan siendo un símil ringtone y le pedís al Jebús Men in Black que traiga ese puto aparatejo que te hace olvidar lo vivido con una lucecita de mierda.
La mala noticia es que el futuro no podrá evitarse. Días, meses, años después de la fiesta seguirán recordando las andanzas no laborales con efusividad, alegría y emoción, sentimientos que uno, si fue, solo desea que dejen de recordárselos, y si no fue, se siente más pelotudo que al inicio, cuando se debatía entre aparecer o fugarse del mundo hasta que todo termine… si termina.

Recemos:

Jebús de las alturas
Jebús de las bajezas
Jebús del medio… adentro
Que pase diciembre rápido
Que se corte la luz del mundo
Que Chávez censure las fiestas
Que las fiestas me ignoren a mí
Que la invitación la trague el correo
Y que cumplan muy feliz

Amén

miércoles, noviembre 21, 2007

Asqueada

El almuerzo en el trabajo me había dejado una inigualable sensación desagradable en el estómago. Después de recalentar el filet y las papas bañadas en una salsa verde biónica, supe en lo profundo de mi ser que nunca debería haber ingerido un bocado.
Apenas llegó la hora de irme, salí disparada de la oficina pensando en llegar al hogar y descansar plácidamente boca arriba con un balde cerca para lanzar con velocidad los pedazos sin digerir de esa papa del demonio.
Me subí al subte después de licuarme parada en el 60. Me senté en uno de los vagones del fondo, la mochila abierta sobre las rodillas por si acaso sentía anticipadas ganas de escupir filet aún estando en viaje, y la mirada fija en la ventana, para evitar así la paranoia.
A los pocos minutos noté que un ciudadano de Bolivia me miraba las tetas desde la altura. No estaba cerca de mí, sino más bien a una o dos personas de distancia, pero era clara la desviación de su mirada a mis pezones recubiertos. El escote que presentaba mi remera era mínimo, aunque escandaloso a su entender. Lentamente su jean comenzó a elevarse a la altura de la entrepierna demostrando los dotes del muchacho que, en ese momento, debía estar imaginando mis pochas embadurnadas con crema arriba de una mesa de luz de vidrio.
Me setí alagada un momento, pero cuando la elevación se comenzó a transformar en una parada de pija descomunal, me dio vergüenza ajena hasta convertirse finalmente en temor y asco.
Como el subte estaba bastante lleno, me paré en la estación Pueyrredón para ya estar cerca de la puerta cuando llegara Facultad de Medicina. Me quedé agarrada del palo, fomentando más la imaginación podrida y parada de mi amigo pajero, hasta que de pronto todo se fue de las manos….
El ciudadano se acercó a mi pierna derecha y usaba el vaivén del subte para refregarme ese miembro independiente de modo que la estimulación ahora corriera por cuenta mía. Ante la situación, decidí primero esperar a ver si realmente alguien podía ser tan villero como para hacer esto en pleno subte sin siquiera inmutarse, chivando con la vena dura y las pupilas dilatadas en forma de clítoris.
Prontamente, el juego se profundizó: Su codo, su antebrazo y su muñeca me rozaban una teta al tiempo que mi pierna seguía siendo abusada. Era como sexo entre palitos de la selva, solo que uno de los palitos estaba realmente al palo.
Por primera vez en mi vida, sentí que mi lengua estaba paralizada, el estómago estaba a cada minuto más revuelto y si hubiera podido, le hubiera dado sus bolas en una bandeja a un monje tibetano para que las feteara y comiera con pimentón.
No podía desprendérmelo, me seguía a cada momento y lo único que me distanciaba de bajarme eran 2 minutos entre estaciones, eternos, desesperados. Rogué porque acabara de una vez, terminando entonces mi suplicio, pero nunca sucedió.
Llegó Facultad de Medicina. Bajé del subte. Me bajó la presión. Llegué a mi casa, gateando, odiando, con la impotencia de quien no puede defenderse, de quien se paraliza del miedo, del asombro, vaya uno a saber de qué mierda. Vomité el filet, las papas y las puteadas atragantadas en el fondo de mi garganta. Si Jebús desea que vuelva a cruzármelo, que le resguarde la poronga.
Viva la vida.

jueves, noviembre 15, 2007

De otro palo

Era una semana como todas en Cuidad Gótica, estaba trabajando, quitándome de la espalda las pulgas que saltan adictas de la alfombra de la empresa, rascándome con fuerza la espalda, el recién estrenado tatuaje y la concha por el aburrimiento incesante que me azota cual lático de puta viciosa día tras día, tarde tras tarde.
Respondí varios saludos, cargué mi vaso con agua y esperé paciente a que la tarde terminara. Una charla con una rubia simpática aceleró los tiempos, hasta me puse feliz dado que suelo ser bastante poco sociable en entornos laborales en los que no me gesté desde un inicio, al punto de llegar a lograr no cruzar un diálogo de más que un buen día con todos mis compañeros, salvo que llueva y ahí sí, me escucharán quejarme, sola, en mi cubículo, como una oveja infeliz, esquilada a mano con tijera y triste.
La rubia me hablaba de un modo en el que hasta puedo decir que me causaba ternura. Decía cosas lindas acerca del mismo jean que uso desde que entré a la empresa. Habló bien de mis zapatillas rojas y hasta de mi sweater de calaveras demacradas. Yo estaba sucia, me sentía incómoda con mi pelo, pero la rubia lo tocaba, me rizaba los rulitos con amor de abuela no senil y me convidaba bizcochos Jorgito, los mejores y más grasosos de la faz de la tierra argentina.
Repentinamente las rubias eran 2, ambas paradas a los lados de mi cubículo. A los pocos minutos, se sumó una morocha, petiza, de pelo corto, bastante híbrida, quien bajo sus tremendas tetas podía esconder la garcha más gigantesca del Festival Erótico de Buenos Aires como la concha menos depilada de África Central.
Me dije a mí misma: “Qué bueno. Tengo amigas”, hasta que de pronto escuché risas a mis espaldas. No comprendía bien a qué se debían. No había chances de estar manchada de sangre menstrual porque no estaba menstruando, tampoco podía haberme cagado ya que conozco bien el sistema de mis pedos, y sé que por más calientes que sean, nunca toman cuerpo y forma. Algo estaba mal y sucedía en mi cubículo.
Las rubias y la morocha iban a ir a almorzar, pero yo no tenía dinero, suelo salir con lo justo y necesario para canalizar el ataque de hambre y quizás, si el calor lo motiva, comprar una de esas ensaladas de fruta que el supermercado crea a base de agua, nervios de naranja y durazno de lata. Las chicas se fueron, yo me quedé.
En ese instante, las risas cesaron y varios de los desconocidos se acercaron a mí con miradas cómplices y molestas. Esas que la gente usa cuando sabe algo que uno desconoce, pero no solo se conforman con mirarte, sino que intentan que uno les ruegue por ese dato que ellos saben, pero uno desconoce, rebajándose, reptando bajo la alfombra pulgosa, todo por ese dato, ese datito que ellos tienen, ese pedazo de información que siempre me había sido intrascendente hasta el momento en que dejé de desconocer su existencia.

-No sabía que eras de ese palo…
-¿Qué es ser de un palo?
-Dale, contame, todo bien
-¿Qué te cuente qué?
-Y… contame desde cuándo sos torta
-.........
-Por tus amiguitas, digo

Mis amiguitas, las muchachas del cubículo, las rubias y la morocha, resulta que comen tortilla sin huevo. Resulta que sopapean diariamente sus cachuflas en el baño de cualquier Mc Donald’s. Resulta que cuando me invitaban a “almorzar”, querían decirme “a comerla toda”. Resulta que tuve miedo. Me sentí observada, intimidada, acorralada en una pileta lésbica con rejas verdes y sin patio. Resulta que mis amigas, no envidiaban mi corpiño, sino que deseaban mis pezones.
Hoy, cuando vengan a saludarme, las seguiré queriendo, pero ya sin portar escote, sin tocada de rulitos ni chances de almuerzo.
Acepto el lesbianismo si tú aceptas mi heterosexualidad. Hoy más que nunca rectifico mi amor incondicional al pito sagrado que Dios sacó de su costilla, se ve que era pequeño, pero siempre elemental.