jueves, julio 18, 2013

AMIGOS


Se viene el Día del Amigo; y con esta fecha le damos la bienvenida a una jornada de saturación de la telefonía móvil, a un día de saludos por compromiso a gente con la que coexistís por unas pocas horas y te tira un “feliz día” como si fuera obligatorio abrazarse todos los 20 de julio. Se viene un sábado en el que quedarse en casa resulta la mejor opción, porque la masa humana rumbea a boliches, restaurants, bares, plazas, recitales, copando los espacios como plagas de langostas crackeadas. Se viene el Día del Amigo y me resulta inevitable… salir a dar una vuelta para reflexionar al respecto.

Si hay una fecha que no entiendo es la del 20 de julio. En principio, vale decir que el amigo que nunca puede juntarse, pero que jusssssto el día del amigo puede… es un garca mentiroso. Ese amigo es el oportunista, el que solo está en eventos felices, que no es el que te va a bancar durmiendo culo con culo en su cama si te separaste y no tenés dónde caer muerto. Ese amigo es descartable.

Pero hay muchos tipos de amigos, sobre todo cuando una o uno está integrado a lo que comúnmente denominamos “Grupo de Amigos”. En esos grupos, lógico, no todos se llevan con todos. En los grupos de minas, por ejemplo, siempre habrá alguna interna, una más linda que otra a la que dos o tres odian en silencio. Y es fija, la linda del grupo es la que menos coge. O, la que más aburrido coge, pero como es linda tiene novios que le bancan que le de asco chupar pitos.
 
Otra amiga clásica es la que desaparece y engorda cada vez que se pone de novia y cuando corta vuelven a integrarla por pena. Estará también la que siempre salta como el culo en las discusiones, que parece que viviera indispuesta, y la que no toma partido por nadie. O la que se enamora siempre de los ex novios de las amigas del grupo que no quiere tanto.

La consejera amistosa que siempre tiene algo para acotar en toda situación de la vida, la haya o no la haya transitado. Esta amiga es especialista en todo, aunque no haya hecho nada. La que se cambió de colegio y nunca pudo hacer amigas nuevas también es uno de esos lastres que tienen algunos grupos de amigas. Y, ni hablar de la primera que clava un embarazo, trae un pibe y arruina en menos de un año la dinámica de la amistad, metiendo en el medio temas de mierda: pañales, cambiadores, mamaderas, sacaleches ¡sin doble sentido!… chau juventud.

En los conjuntos de amigos varones hay varios especímenes que me caen bien. El busca roña que con una mirada se compromete a cagarse a trompadas con otro grupo de machos y obliga de esta forma a sus amigos a salir de la zona de confort y enroscarse en un piña va piña viene no planificado. 

Está el que quiebra. Siempre. Aunque estén tomando Cepita, a las 4 te clava un vómito, se pone verde y se queda sin salir. Pero mi favorito es el que siempre se las ingenia para no poner un mango en nada. Si es para comprar chupi dice que no va a tomar, si es para comprar comida dice que ya comió, pero nunca tiene una respuesta cuando le preguntás para qué carajo vino si no va a chupar ni a comer.

Y en el caso de los varones, siempre estará el que la pone cada vez que sale. Que si para las 5 de la matina no pescó ningún pejerrey, ningún dorado, le entrega la lombriz a cualquier bagre sin ningún problema. Pero no se vuelve con la carnada intacta NUNCA.

Ahora, a nivel duración de amistades, ahí no hay mucha vuelta entre nenes y nenas. Es lo mismo. Está el amigo que tenés desde chiquito, el que conociste en el jardín de infantes o en el primario. Que ya no sabés si lo querés de verdad o por la costumbre de quererlo. Pero siempre está ahí, te conoce como un hermano, una hermana. No hay que explicarle si se tiene que ir o si te tiene que llevar a tu casa a upa. Sabe cuándo sacarte el vaso de birra, cuándo saltearte en la ronda de faso. Esos amigos son los que cruzaron la barrera del tiempo y se van a quedar con vos para siempre.

Y de grande no es tan fácil hacer amigos. Ya no es como cuando ibas a la playa y en quince días te hacías íntima de una nena con la que juntabas almejas y arena en baldecitos. De grande te animás a generar nuevos vínculos solo si vas a la facultad o si trabajás en una oficina. Si estás soltero, esos serán tus nuevos mejores amigos del mundo... hasta que termines la carrera o cambies de laburo y los descartes, así como se descarta el culito de las birras: Con total impunidad.

Ahora, el debate se instala en los amigos y amigas con derecho a sexo ocasional. Esto es fantástico. Hay pibes que no pueden considerar “amiga” a una mina antes de haberla catado y comprobado que no quieren seguir comiéndola. Esas amistades son dudosas, porque la celosía inevitable de la mina estará siempre al caer. La mujer garchada por un amigo espera compasión, no espera abandono. Quiere que la quieran y si se entrega a un amigo es justamente para sentirse protegida. Error. Abismal error. Garcharte una amiga DEBE ser el último recurso, incluso debiera venir en la lista después de una paja. El sexo ocasional con amigos es preferible evitarlo. Para polvos al paso, mejor desconocidos a los que no haya que herirles los sentimientos.

La verdad es que, en conclusión, odio el día del amigo. No sé… quiero ponerle onda porque para todos mis amigos parece significar mucho esta fecha, pero la real realidad es que me genera alto fastidio. Me desquicia tener que juntarme obligadamente con un grupo de gente, con el choto compromiso inicial de elegir con quién pasar "LA FECHA", y con quién una juntada del día después. Siempre hay alguien que se ofende, es inevitablemente obvio.

Volviendo a lo anterior, si pudiera elegir los amigos para que acompañen, me quedaría con los  que te putean porque no aparecés seguido. Con los del pasado, los que cada vez que te cruzás intercambiás el mentiroso “dale, armemos algo, pero no colguemos”. Aguanten los compañeros de ruta que de alguna u otra forma se las ingenian para estar siempre en todas, aunque vivan en el culo del mundo. Y también esos que te mosquean constantemente desde que vivís solo, los que te consultan antes de comprarse algo o de mandarse un cagadón. Los que te llaman después de bardearla para que los cagues a pedos y te cortan indignados porque los estás cagando a pedos.

Banco a los amigos negativos que siempre tienen la palabra justa para bajarte del globo aerostático, porque prefieren quedar como forros antes que vos te la des de lleno contra la pared. Te preparan para lo peor y, cuando sale todo de mil maravillas, son los primeros en ser felices a través tuyo. Aguanten los amigos sin careta, los que escuchan cuando escuchan, los que saben quién sos, cómo llegarte, cuándo evitarte. Los que conocen tus miradas tanto como el espejo.

Aguanten los amigos con los que se puede estar sin decir nada.
Si tenés alguno de éstos especímenes, cuidalo. No hace falta que lo expongas a la pelotudez generalizada del día del amigo. Juntate el lunes, cualquier día en el que ninguna aguja te diga cuándo brindar. Y recordale que lo querés mucho, o alguna deuda impaga, o de aquella vez que casi se come a tu ex, lo que creas más apropiado. Porque si los amigos se eligen, los momentos para celebrarlos, también.




(La versión escuchable, ACÁ. Esto pasó en el último "Salí a dar una Vuelta" de DE ACÁAAA. El próximo martes, a las 21, hasta la medianoche, no te lo vuelvas a perder: www.radiozoe.com.ar )

miércoles, julio 03, 2013

¡Que fluya!

Pocas veces pasé por un bloqueo literario. Nunca fui fóbica a la hoja en blanco. Siempre que pasa que quiero escribir algo que está trabado en otra dimensión y no logra sincronizarse con mis manos, termino escribiendo esas mierdas estilo haiku, algún que otro poema pelotudo que abre el canal palabroso, agarro vuelo y listo. A otra cosa, mariposa.

Ni una letra
Ni una palabrita
La puta madre

Eso es un haiku.

Pero este bloqueo es distinto. Primero intenté justificarlo diciendo que era la falta de sexo, que seguro con el ingreso de Vitamina P a mi vida todo mejoraría, pero no. Al contrario. Sin ganas de coger, sin claridad en las ideas, sin una puta palabra sucediendo a otra para formar ni una sola oración, comencé a desesperarme.

Entonces salí a dar una vuelta, a ver si el aire fresco, si la brisa del invierno podrían devolverme la inspiración. Busqué musas en las veredas, miré con cariño postales que en otra situación de mi vida hubieran pasado desapercibidas. Noté cómo las viejas se hacen las boludas si sus perros cagan en la vereda. Como si por ser viejas no debieran agacharse a agarrar el sorete. Vi cómo en la semana de la dulzura, pocos son los que invierten en algo más que un Bon o Bon. Hijos de puta. Nuestro beso vale más que una golosina que se hace mierda en dos mordiscos. Y, dicho sea de paso, el Bon o Bon ha cambiado: ya no tiene doble papelito, el amarillo por un lado, y el metaliquito por otro. Antes, comprar un Bon O Bon implicaba sumergirse en un proceso de desprendimiento del metalcito, posterior alisado en una mesa, solo para terminar haciéndolo bolita y tirándolo al carajo. Pero ya no. Ahora es solo un papel amarillo, sin metálicos que despegar. Un fiasco.

Sin éxito en mi búsqueda de musas, y sin poder generar algo que superara los 2 renglones, fui a terapia y en lugar de hablar de lo buena que está mi vieja, de lo fóbico que es mi viejo y de lo conflictuadita que su divorcio me hizo para el amor, hablé de este bloqueo del orto, de mi imposibilidad temporal para sociabilizar con el Word. “Dejá que fluya”, me dijo el psicólogo: “Dejá que flu-ya”.

Analicemos esto. Analicemos el fluir. ¿Qué poronga es dejar que fluya? Porque si mi problema fuera que estoy refrenando algo que está empecinado en fluir, no estaría tan histérica. Justamente el problema nace porque nada, reitero, NADA de NADA fluye, nada sale, nada nace. Como un embudo de fideos pasados, las ideas se pegotean, confusas, en una bola que intenta salir, pero no lo logra. “Dejá que fluya”, pero ¿Qué fluya... QUÉ? ¡SI NO HAY NADA!

En el amor, lo mismo. Te dicen "relajaaaate, dejá que fluuuuuya, va a estar todo bien". Pimero, esa necesidad de final feliz me enferma. Las cosas no siempre van a salir bien y ahí es donde el principal problema aparece. El miedo a arruinar algo que aún no se arruinó, el pánico a que el exceso de demanda haga que paniquee la oferta. Pero justamente ahí , en el “relájate, dejá fluir”, es donde hacemos todas las cagadas. Cuando dejás que fluya, expresás todo lo que en un principio filtraste para no matar de la presión al otro. Si dejás que fluya, amás, te enroscás, querés más, más, más. Porque la mujer que deja fluir, se transforma en un agujero negro de afecto en el que siempre puede succionar un poco más hasta saciarse y morir. La mujer que fluye se obsesiona, se ahoga en ansiedad, explota. La mujer que fluye no se relaja, ¡todo lo contrario! la mujer que fluye hace océanos de charquitos, ve desiertos en areneros, espermatozoides en migas de pan. Si fluimos, fluimos a mares, océanos. Si fluimos, se le termina la sed al mundo y ahogamos a la mitad de los chinos.

Pero no. Fluir no. Porque fluir asusta. Entonces… ¿por qué todo el mundo se empecina en que dejar que fluya es la mejor opción cuando no tenés opciones? Dejar que fluya es dejar que las cosas pasen naturalmente, dicen. ¿Pero quién confía en que las cosas pasan naturalmente? Yo ya de chiquita prefería hacer todas las partes de los trabajos en grupo porque no podía tolerar el hecho de confiar en los forros de mis compañeritos en hacer cosas que YO sabía que YO haría mejor.

Nada pasa naturalmente. Nada. Y lo que pasa naturalmente no tiene gracia porque no costó nada. Entonces, ¿para qué dejar que fluya? ¿Para sentir que las cosas pasan porque tienen que pasar? ME CHUPA UN HUEVO. Quiero escribir, quiero coger, no quiero que fluya nada. Quiero que las cosas pasen, y para que pasen… hay que generarlas.

Preguntale sino al puto de Justin Bieber que dicen que se rompió el culo para llegar al éxito, y una vez que lo logró sacó un DVD para mostrar lo plátano que era desde chiquito y cómo ya se frotaba a sí mismo practicando coreografías que asustaban a sus padres, hasta que se dieron cuenta que el pendejo era una mina de oro.

Y ahora están los nuevos putos, los de One Direction. Mil seiscientos cincuenta pesos sale la entrada para verlos en un año en el estadio de Vélez. Explicame: ¿te vienen a cantar a tu casa por esa plata? ¿te regalan el cordón umbilical de alguno de los 5 con células madre criogenizadas? ¿1650 pesos? No te pago esa plata ni un domingo por un hígado de oferta en 2x1.

Aparte, realmente, los padres que tienen que invertir ponele, en dos hijas… ¿qué onda? Les pagan el pasaje de ida y vuelta a estos optimistas del pop, y ni siquiera saben si la nena va a seguir gedienta con ellos de acá a un año. “Dejá que fluya, Papá, comprala y después vemos”... ¡¿pero por qué no me me matás, me resucitás entre ramos y me volvés a matar para que me honren comiendo huevos en Pascua?! Te digo, es más rentable incentivar a las jóvenes de hoy a ir a bailar a matinés y mostrar el culo, antes que comprarles un disquito, que se enamoren del cantante y tener que llevarlas a verlo por una luca y media.


Entonces… como un soldado del odio, un militante del bardo, los párrafos se alistan cuando menos me guardo. Si hoy salgo a dar una vuelta, te cruzo en la vereda y te miro fijo, no te asustes: Estás siendo evaluado como material literario. Si me enamoro, déjame, no corras… mis musas duran poco y rinden mucho. Y si te odio, si te amo demasiado, si de pronto lloro o me indispongo antes, si te persigo, si te acecho, si no reprimo, no filtro, si no me detengo, ni duermo, si no como, no pienso… no te preocupes, no te alteres. Que no haya pánico: Estoy fluyendo.   

miércoles, abril 03, 2013

Que no falte nada


Cuando me llamó mi vieja para avisarme que se había muerto mi abuela, lo único que hice fue salir a dar una vuelta. Caminé primero en círculos en el living de casa, después me fui a la calle. Con las noticias de mierda pasa eso, la sensación de esperarlas y no imaginarlas posibles a la vez.

Hace muchos años vivo algo lejos de dónde nací, a unas dos horas y media. No es tanto, pero cuando tenés ganas de volver a lugares a los que fuiste con gente que querés mucho, por nostalgia pura, por mariconiéz… bueno, ahí se torna más complicado. Estás en un barrio que no es tuyo, donde no está el corral de patos y gallinitas al que ibas con tu abuela de paseo a tirar pan. Ella decía que lo hacíamos solo para enloquecer a los animales a escondidas del dueño, una punk en versión de abuelita tierna. En este barrio nuevo tampoco está la que era tu casa, ni llegás caminando al jardín de infantes. No está el kiosco donde pifiaste de golosina por primera vez. Te falta el suelo de tu historia.

Cuestión que en esa vuelta horrible y llena de sensaciones raras, me acordé de los desayunos que me hacía mi Nani. Aclaro, “Nani” es lo mismo que abuela, solo que si a mi Nani le decías “abuela” te gritaba que la hacías sentir vieja y acto seguido te mandaba a la puta madre que te parió en algún dialecto tano. La tipa se mandaba unos café con leche espumosos y si se les hacía nata esperando que yo bajara en camisón, se la comía ella. Le gustaba la nata de la leche. Una cosa increíble, nunca vista.

Y, siempre, al lado de la taza, tenía lista para mí la factura que más calentita la había esperado bien temprano en la panadería. A veces tres medialunas de manteca, a veces media rosca de crema pastelera y dulce de leche. Otras veces un paquete gigante de Lezamas… y no me decía nada si  yo quería mojarlas de a tres en el café con leche. Se reía y me decía que comiera más. A veces ella también mojaba una galletita en mi café y yo tampoco le decía nada. Las abuelas disfrutan más de verte comer, que de comer ellas mismas. Y encima si después engordás son las primeras en hacértelo saber.

Y después de acordarme del desayuno de mi Nani me acordé de sus almuerzos de colores. Mi vieja podía hacer la revolución alimenticia que quisiera para encajarme una verdura, y no tenía chance. Pero mi abuela me compraba con lo que a mí más me gusta y me gustaba ya entonces: los colores. Y en el mismo plato me estacionaba chauchas bien verdes, choclo, remolacha, zanahoria, huevos de codorniz, tomate y un par de mini milanesitas de carne o pollo. Y yo me lo comía todo, no dejaba ni un filamento del choclo.

A la tarde, después de la digestión, bailábamos en el living. Yo me subía a un sillón y ella de ahí me hacía upa y girábamos en el medio de los muebles. A veces nos mareábamos y caíamos en alguna silla para evitar problemas mayores. Y si estábamos muy entusiasmadas, nos llevábamos el cassette de "La Ola está de Fiesta" a la peluquería de mi abuelo, unos metros más adelante en la misma casa y bailábamos ahí, más amplias, entre los clientes que no entendían nada.

Así y todo una vez me enteré que le tenía fobia a las serpientes. Ya me resultaba muy divertido ir pasando de canal en canal y ver cómo se ponía si de casualidad aparecía una en algún especial de Canal 9. Hasta las dibujadas le daban miedo. Yo podía hacer una lombriz en un papel que ella ya se iba a empezar a tapar la cara, a abrir los ojos por debajo de las manos y gritar “¡MANADJA SANTA!”.

Mi abuelo cometió el error de decirme una vez que en la planta alta de la casa, adentro de un ropero, había una víbora de vidrio transparente.  Que estaba ahí escondida porque a mi Nani le daba mucho miedo. Y no pude contenerme. Agarré una banqueta, le puse otra y otra encima y cuando tuvo la altura necesaria me trepé, alcancé el ropero, encontré la víbora de vidrio transparente y realmente daba miedo.

Cuando pude observarla más detenidamente noté que tenía un alambrito rojo simulando una lengua y los ojos también eran rojos, como de un vidrio especial insertado sobre el transparente. Era una serpiente horrenda, y en ese momento cumplía absolutamente mi propósito: asustar a mi abuela.

La esperé en lo más alto de la escalera que unía el piso de arriba con el de abajo. Paradita, tranquila, con las manos extendidas sosteniendo la víbora. Mi plan era que ella subiera la escalera ante mi llamado, se topara conmigo y gritara, para luego superar todo en un instante, abrazarnos juntas y reírnos de mi proeza y su cobardía.

Pero no. Mi abuela subió la escalera, me vio, gritó tanto que sentí que me acomodó contra la cabeza la punta de mis orejas, y se cayó para atrás rodando por los más de quince escalones, haciéndose mierda como un Ferrero Rocher en un lavarropas. Solo atiné a soltar la víbora y dejar que se estrellara contra el escalón en el que yo seguía parada, inmóvil. ¿Y qué hizo mi abuela? Se levantó en seguida, se preocupó por que yo estuviera descalza entre tanto vidrio. Subió corriendo otra vez, me agarró en brazos y me llevó arriba de la mesa de la cocina, a salvo. Le pedí perdón, me dijo no pasa nada. Le dije no sabía que te asustarías tanto, me contestó yo tampoco. Y listo, eso fue todo.

Por eso cuando mi mamá me llamó esa tarde para contarme que mi abuela se había muerto, lo único que quise fue salir a dar una vuelta. Antes de asimilar la noticia quise acordarme de todas las mejores postales. De los cien mil te quieros, de las visitas de mediodía a las que me costaba arrancar, pero iba igual, acordarme de todo. Para que aunque ella ahora me falte, en verdad no falte nada.

Esta historia no tiene un remate, un chiste, una risa… yo hoy me acordé de mi Nani. Y ojalá con esto te acuerdes de la tuya y la llames si le dijiste que la ibas a llamar, que la visites si hace mucho que no lo hacés, que le lleves una flor, una foto vieja. Que sepa que aunque a veces te pase por encima la vida, la semana, vos también la extrañás una bocha. Y a la mía aprovecho y, si en algún lugar del cielo me está escuchando, le digo que aunque no esté, la llevo conmigo siempre.

viernes, febrero 15, 2013

Quise ser Varón

Cuando me empezó a gustar el fútbol empecé a querer ser varón. Recién estaba aprendiendo a menstruar, eso de ser mujer me resultaba doloroso y como todavía ni siquiera me depilaba, me sentía una especie mutante definiéndome entre colocador o colocada.

Me compraron una camiseta de Boca trucha, de las clásicas que parecen de nylon, la azul y
amarilla del tricampeonato del 2003. No me la saqué nunca más. Cada remera que yo usara, abajo portaba la casaca Xeneize.

Tuve la (dudosa) suerte de que mi madre estuviera buenísima y sea, aún hoy, un icono de lomos de la zona sur del conurbano bonaerense, lo cual hacía todavía más incómoda la vida adolescente. Era imposible no caer en la comparación: “Mirá lo bestia que es la madre, y el desastre que salió la nena”. Por eso, cada vez más, seguí camuflándome en camisetas amplias, bermudas gigantes con la cara de Ciro de A77AQUE, gorritas de Boca con trenzas largas y zapatillas deportivas. Un caramelito.

El problema era salir a la calle con mi madre, tolerar que cada camionero de cada camión quisiera garchársela y lo expresara livianamente a los gritos mientras nosotras comprábamos berenjenas en la verdulería. El problema en sí era salir a la calle con mi madre, y ser una sombra amorfa que no recibía un piropo siquiera de algún desesperado linyera. Nada.

Una parte de mí disfrutaba de la tranquilidad de no generar erotismo en el género masculino,
mientras que otra parte de mí se frustraba y se miraba desnuda en el espejo preguntándose:
“¿Tan mal está todo esto?”. Y no es que estaba “mal”, sino que era como el patito feo antes de
transformarse en cisne, el proceso de mutación hacia algo más aceptable se estaba haciendo
demasiado lento.

Cuando me empezaron a crecer las tetas, todo se volvió confuso. Notaba que aunque me pusiera la camiseta de Boca era imposible disimularlas. Fue entonces cuando le robé a mi mamá la primera tanga. Yo sé que está mal, que las bombachas no se comparten, pero la idea de ir, con la vestimenta que tenía en aquella época, a comprar una micro-mini-tanga al local de la señora que me vio crecer… no me cerraba. Prefería robarla y empezar a transitar la adaptación a la femineidad en la más atroz de las soledades.

Mi primer corpiño también se lo robé a mi madre, porque los que tenía me hacían tetas de
perrito y no me gustaban. Aparte cuando caminaba o corría se movían demasiado. Lo interesante de estos robos es que se sucedían semana tras semana porque, luego de ser lavados, la tanga y el corpiño volvían al cajón de mi madre y yo tenía que volver a hurgar entre su ropa íntima para reencontrarme con mis nuevas prendas favoritas y llevarlas así a mi cuarto.

Ya con 14 años, tetas, tangas y corpiños nuevos, casi que había abandonado a la camiseta de
Boca bajo todas las prendas. Ya no quería ser varón constantemente, solo durante el año, pero en verano me convertía en más nena que nunca. Me había enamorado de un hincha de River que trabajaba como cajero en el COTO de Mar de Ajó y me pasaba de marzo a diciembre pensando cómo conquistarlo.

El primer verano el pibe me adoptó como un hermanito menor, creo que porque todavía no usaba bikinis. El segundo verano, ya a punto de cumplir los 15 años, me aseguré de que entendiera que quería chapármelo. Dejé de hablarle de fútbol y de agarrarme la entrepierna para festejar los goles en clásicos de primera quincena de enero. Creo que quedó claro, porque la noche de mis 15, algo sucedió.

Primero cené, me puse mis mejores ropas, las más escotadas. De cábala usé la tanga robada de mi madre. Mi amor salía de su puesto de trabajo en el supermercado a eso de las 23 y llegaba todo chivado, en bicicleta, alrededor de las 23.30. Lo esperé en la puerta del departamento de Mar de Ajó, mientras toda mi familia dormía. De regalo me trajo un leberwurst porque sabía que me gustaba, por suerte yo tenía unas tostadas. Untamos, picamos, cené por segunda vez en la noche.

Fue entonces cuando me dijo que era bastante linda sin la camiseta de Boca y que estos últimos años había crecido. Yo sé que lo único que había crecido en mí eran las tetas, por eso simplemente acepté el comentario con algo de pudor y me levanté el escote del vestido. Pasaron escasos segundos hasta que apoyó una mano en mi tetita derecha y me dio un beso. Fue tan violento el cabezazo que me hizo golpear contra la pared y fue tan brusco el beso que comenzaron a sangrarme las comisuras de los labios. Después de esa vez, no hubo más veces.

A partir de esa noche entendí que los varones son brutos y que las nenas nos dejamos. Que las tangas robadas no son cábala de nada, que la magia de los 15 años es la mentira más grande de la historia. Aprendí también que el amor puede ayudarte a cambiar de ropa, aunque me arrepiento de no haber gritado los goles ese verano. En definitiva, nunca más quise ser varón y aprendí que lo importante no es ser mujer. Lo que garpa es tener tetas.


Columna publicada en Mavirock Revista

miércoles, diciembre 19, 2012

Seguro de Vida


El vendedor de seguros de vida es un tipo que tiene que convencerte de que te podés morir de prepo y en un accidente. No es que te dice que te vas a enfermar, que podés ir deteriorándote… No. El vendedor de seguros de vida te advierte que en varias plazas de la Ciudad hay árboles a punto de caer. Y que si salís en la hora pico, en Microcentro hay calles que son en subida y que capaz, por esas malas casualidades de la vida y claro, Dios no quiera que pase, podés cruzar mal y que en un intento de acelere, un auto te pase por arriba como a un ñoqui a la inversa. Eso es el vendedor de seguros de vida.

Hace poco vino uno a visitarme al trabajo nuevo. Comenzó contándome los beneficios de mi flamante obra social, de la amplia cobertura, lo genial de que por fin en la historia del mundo la ortodoncia está cubierta en un ciento por ciento. Me alegré genuinamente e intenté en vano recordar el apellido de mi último dentista. Fue esa pausa de mi mente la que Alberto usó para introducir arriba de la mesa una carpetita con gente sonriente.

“Si te toca irte, lo mejor sería que los que se quedan estén aunque sea un poquito mejor, ¿no?”, me dijo, señalando a una señora que tomaba el té junto a otras señoras en la tapa de la carpetita. No entendí. Prosiguió: “Encima que les toca quedarse llorando tu partida, por lo menos estaría bueno darles algo para que no estén tan, tan tristes”. Creí entender, pero la clarificación estaba cerca: “Desde una cuota de menos de 5 pesos mensuales podés asegurarle varios miles a tu familia en caso de tu deceso por causas ajenas a la naturalidad, igual yo no recomiendo pagar menos de cien pesos, con eso les asegurás dos años de vacaciones”. Se rió.  “A mí me toca el trabajo difícil”, continuó Alberto: “Venir con una persona sana y fuerte como vos y hacerle entender que la desgracia puede estar a la vuelta de la esquina… No es fácil.”

Cuando el miedo me acercaba a la lapicera, los papeles y el acuerdo, mi vendedor de seguros de vida decidió contarme que vivía con su madre, un ovejero alemán y un gato. Éste último había sido regalo suyo a su progenitora, todavía no lo había castrado, el animal vivía frotándose a almohadones y escobillones. Alberto se preguntaba por qué el pobre gatito vivía con diarrea, cuando no dejaba de darle leche en las dos raciones de alimento diarias.

Sacó el celular y empezó a mostrarme fotos. Me contó que su madre nunca quiso al gato, que varias veces lo había acercado a su ovejero alemán con la enferma fantasía de que le picase justo el bagre y le entrara al pobre felino sin pena ni gloria. Dichosa la muerte que no quiso ser ninguna de esas oportunidades, alargándole un poco más la expectativa de vida de “Oliver” (sí, sí, ahora también hablábamos del gato con nombre propio).

Las fotos seguían pasando hasta que de pronto y sin alarma una del ovejero alemán abrazado a él, sin remera y sin pantalón, pero sí con bóxer blanco y anteojos de sol, se antepuso a mis pupilas ahora dilatadas armando un radio de 5 milímetros. Nos miramos, su celular seguía ahí evidenciando esa foto revelada por el mismísimo Infierno. Nos seguimos mirando. Cerró el celular.

 Yo intenté volver al tema de los seguros, le dije que hasta cien pesos no me quería estirar, pero que cuando creyera estar oliendo a la muerte iba a pegarle un llamado. No le importó ni eso ni nada, de pronto Alberto se puso de pie, guardó la carpetita sonriente y dijo “permiso”. Intenté acompañarlo hasta la puerta de la oficina, le ofrecí un caramelo de dulce de leche, pero corría dos pasos delante de los míos. “Castralo al gato, hacelo por tu vieja”, fue lo último que le grité antes de que se cerrara la puerta del ascensor. Creo que no me escuchó. Ojalá no borre las fotos de su celular, realmente estaban lindas…



Columna publicada originalmente en MAVIROCK Revista

miércoles, noviembre 21, 2012

Papá tiene Novia


Mamá y Papá se separan y Mamá se pone de novia. Tiene una hija primero, otra hija después. De pronto dos hermanas mujeres más que caen en tu casa cuando la adolescencia te está comiendo viva. A la primera te la bancás, no sabés bien cómo va a ser la mano, pero tenés la experiencia de un hermano más, aunque de tu mismo papá, pero bueno, es cuestión de que salga de la panza, aprenda a llevarte la contra o a pedirte ropa y verás qué tanta necesidad de que otra familia la adopte tenés. 

A la segunda de las nenas ya no la podés creer… la mirás a tu vieja, le preguntás si realmente era necesario cuatro pibitos saliendo de ella, si con tres estábamos tan bien, y ni ponerte a recordar lo bien que estaban siendo solo dos, para qué masoquearnos la memoria. Le consultás a tu propia madre con algo de violencia, cómo puede ser que con ella sola fallen todos los métodos de anticoncepción del mundo entero. 

Salís a la calle a los gritos, histérica, típica quinceañera. Hiperventilás en la puerta de un cotillón, te dan arcadas delante de todos los varones de tu mismo colegio que la casualidad puede juntar frente a una persona, volvés a tu casa (el odio a tu madre por esa segunda nueva hermanita sigue intacto, pasarán muchos años hasta darte cuenta de lo pelotuda que fuiste), te cuentan que cuando te adaptes a la idea lo que quieren es proponer que seas la madrina. Y los querés mandar a la mierda, pero la noticia te hace mariconear por dentro. Aceptás.

Entonces mamá y papá se separan, mamá se pone de novia y tiene dos hijas más. Pasan como 15 años y papá sigue de fiesta, solo por el mundo. Papá se abre un Facebook porque lo obligamos a estar en contacto por Internet, aunque en realidad no evaluamos el riesgo de saber qué cosas Papá comenta, qué fotos Papá MeGustea y, mucho menos, con qué mujeres Papá se hace el gato. Pero hay algo para lo que ninguna Hija Mayor está preparada y eso es enterarse por Facebook que Papá está de novio.

De pronto mi Papá que es mío, ahora también es Papito de otra. Ahora resulta que no está siempre disponible para cenar o almorzar un fin de semana. Y parece que se conecta a Internet más seguido y ahora entiende cómo usar el Facebook. Y ves sus interacciones del último tiempo y hay una muchacha que se repite y se repite, y no entendés, realmente eso es lo más grave, no entendés cómo se te pasó ver esto antes.

Y entrás a ver quién es esta mina… y es linda. La putísima madre que nos parió a todos. Es linda. Y es joven. Te agarrás de su edad para tirar los primeros dardos por celular. Tu papá se ríe, te dice que a ver cuándo se conocen, que por qué te referís a ella como “esa gila”, de manera tan despectiva. Reafirmás que “porque es una gila, Papá”, aunque no tenés un solo maldito argumento para hacerlo.

Criticás su foto de perfil, Papá se sigue riendo, terminás haciendo una escena que incluye la frase “a mí nunca me contestás las publicaciones que hago en tu Muro”, entonces tus 26 años parecen convertirse en cortos, cortísimos 6 y cortás el teléfono. Lo cortás porque Papá se está riendo de vos, no de la situación y porque seguramente vaya y le cuente a su Novia que su Hija está celosa y ambos se reirán y se mirarán con cara de intimidad cuando todo esto sea recordado en público de acá a unos 5 años si es que esta relación prospera. 

Y pensás, pensás, pensás cómo sacarte esto de adentro, con quién charlar de esto cuando cada varón al que le contás que Papá tiene Novia te dice: “Se lo merece, tenés que estar contenta con la felicidad de tu Padre”. La felicidad de una Hija por ver Feliz a su Padre termina cuando la Novia del Padre es de la misma edad que la Hija. Y se hace la luz, ya sabés con quién hacer catarsis sobre este tema, la única que entenderá el odio que te da que te robe a tu Papá una chica linda y joven… tu abuela, quien comparte casa con tu propio Padre: “Hola, Nona. Tenemos un trabajo que hacer. Hay que recuperar a Papá”, y la Nona, con un color esperanza pintado a fuego sobre su frente, arruina todos mis planes: “¿Encontró una? Dejaaaalo tranquiiiiiilo, Melisa, no le rompas las bolas”. Papá tiene Novia, nada que hacer.

miércoles, abril 11, 2012

La Rubia, el Viejo y Yo

Estaba en una de las dos cintas del gimnasio sudando como un camello en sesión de drenaje linfático, cuando una rubia se puso a caminar a mi lado. A caminar, literalmente. La velocidad elegida era hasta emocionante. Nunca creí que un humano pudiera llegar a ejercitarse de forma tan pajera.

Unos cuarenta años tenía la rubia, pelo muuuuuy largo y liso colgando sobre el hombro derecho. Le tapaba una teta y llegaba hasta la pelvis. Cuando la vi entrar noté que estaba con un señor mayor. Pero, mayor, mayor. Una onda a Richard Gere licuado con un abuelo estándar y un Papá Noel de shopping. Un caballero de chomba y shortcito que apuesto sin una duda que cargaba con unas 7 décadas encima, como mínimo. 

Mientras yo tenía hasta el último pelo del flequillo pegado a la frente por la transpiración, la rubia paseaba sobre la cinta a mi izquierda cual reina del otoño y, mientras tanto, le mandaba piquitos al señor mayor que hacía bici justo frente a nosotras. Lo bueno de los espejos de gimnasio es que te dejan ver cuán ridícula imagen estás proyectando al mundo exterior mientras hacés tu rutina. Lo malo es que también te obligan a ver a tus compañeros de lado.

Vi a la rubia tirar piquitos a su señor mayor, chuparse el labio para él, mimarse el pelo y, claro que sí, saludarlo tímidamente desde la cinta moviendo la manito en un plano bajo, pegada a la pierna, sabiendo que es una estupidez, pero que el amor no te ayuda a evitar caer en hacerlo.

Cuando creí que la ñoñez había vencido sobre la vergüenza ajena, el señor mayor se bajó de la bici, fue a comprarle un agua a la rubia, se la trajo a la cinta y chaparon mientras ella todavía caminaba con una actitud entre cámara lenta y gatuna, digna de quien solo se puso la ropa de gimnasia para calentar al viejo a ver si de casualidad las zapatillas plateadas le despertaban algún fetiche. Vi todo. A través del espejo.

Fue entonces cuando la pesadilla me arañó la frente. Vi al señor mayor decirle algo al oído, la vi a ella mirarme mientras yo seguía sudando con cara de “odio estar en tu película, rubia”, los vi reírse. Él volvió a la bici y ella me hizo una consulta: “¿No es divino?”. Pff. La verdad que no. Pero responderle eso sería complicado de soportar por una ñoña. “Te cuida mucho, como corresponde”, dije, con la esperanza de que ese fuera el final de la charla… pero no.

“Es terrible, encima”, siguió ella: “Recién me vino a decir que estaba viéndome en la cinta y no pudo evitar verte también a vos y que se le despertara esa fantasía de la rubia y la morocha”. Me sentí morir por dentro. No solo porque un abuelo quisiera entrarme, sino porque sé profundamente que desde este momento y hasta que muera el viejo, me habré convertido en material masturbatorio de la tercera edad.

La rubia no paraba de reírse, y yo… yo quería pararme sobre un tubito verde de los de Mario Bross, apretar la flecha que va para abajo y aparecer en otro mundo lleno de monedas y dispersión. El viejo nos miraba con ojos de “aguante este zoológico”, yo me sentía como una pobre foca corrida por dos tiburones blancos. “Ah, bueno”, atiné finalmente a decirle: “Tenés suerte que en este gimnasio hay muchas morochas”.  

Ella siguió en su cinta, yo escapé sin delicadeza y pasé al escalador, rezando porque por fin alguien alguna vez invente el cosito de Men in Black que con dos luces frente a los ojos te borra los recuerdos de mierda. Si lo ven antes que yo, avisen.

miércoles, marzo 14, 2012

Recién ahí

No acepto no poder, 
ni que hay quien pudiendo, no quiere.
No creo en la igualdad de los días,
Ni que la vida va tan rápido que no nos damos cuenta.

Nunca me dijeron que no podía, 
pero siempre recomendaron que no llegara tarde: 
Que nunca sabía cuántos más podían igual que yo,
pero unos segundos antes.

No acepto no recordar mis sueños
ni por qué elijo pararme donde me paro.
Si hasta acá llego es porque hasta acá intento
Y si quiero más lejos, caminaré más tiempo.

O remaré.
O me arrastraré hasta que de las rodillas me nazcan anclas,
y ahí,
recién ahí,
me quedaré donde pude.

miércoles, febrero 08, 2012

Todas Putas

Columna publicada en la edición de enero de Revista Mavirock


La mayor de mis hermanas menores tiene ahora 11 años. Hace dos, en un cumple feliz, una pelota con la que estaba jugando se le queda trabada en una esquina del techo del salón de fiestas. Automáticamente me acerqué, intenté bajarla de un salto, pero no llegué. Entonces le dije: “Linda, ¿te hago upa así la bajás vos?”, y antes que llegara a agarrarla de la cintura para elevarla hasta buscar el juguete, la pendeja me miró con ojos venenosos y dijo: “No, Mel, estoy esperando que venga a hacerme upa el animador”, un pendejo de unos 18 años, ojos celestes, vestido con una chomba de Mickey y aureolas de transpiración marcadas bajo la axila. En ese momento la imaginé tirando piolas a los 12 y, para mí, fue el fin de la inocencia.


Mi primera depilación fue a los doce, obligada, porque tenía un acto escolar al aire libre, quería ponerme bermudas y mi vieja me dijo “¿Melisa vos pensás ir a desfilar esos cardos?”. Me presentó a una maquinita de afeitar y arranqué con media pierna, dos tajos y pelos de la rodilla para arriba. Es que era muy complicado sacar todo el acumulado de miles de meses. Tenía los cuádriceps aptos para ser trenzados, pero realmente no me importaba… la chance de que alguien se acercara a acariciarme la gamba era menos factible que aprender a tejer usando fideos de arroz.

De pendeja me tocaba frotándome con una almohada. Era todo un evento. Primero me apretaba velozmente y con dedicación un buen rato y, para terminar, al no conocer aún el orgasmo, el fin del acto correspondía meramente a la agitación y la taquicardia. En ese instante final varios pares de medias y un peluche eran ubicados bajo mi remera pijama y simulaba un embarazo posterior al acto masturbatorio. Hoy solo puedo confirmar que he crecido porque mi única constancia es para con la toma de pastillas anticonceptivas. Hasta me toco con guantes para evitar que se inspire cualquier Espíritu Santo.

Mi primer beso fue a los 15 y mi primer polvo a los 18, en un jeep naranja, al costado de una plaza. El segundo en un polo blanco y con otra persona. Quizás era una señal para dedicarme al automovilismo, pero igual me hice periodista. Y lo primero que investigué fue la prostitución en el barrio de Flores y Floresta. Para ese entonces, como mucho, tenía en mi haber unos 4 revolcones con desconocidos (y contando los 2 anteriores).

Hoy, las pendejas vienen putas desde antes. Algunos le echan la culpa a la tele, otros a la ropa, otros le echan uno, dos, los que pueden y después van presos. O no. Las minas de 25 ya no competimos entre pares, la que trata de cagarnos un novio es una putilla de 16. Porque tampoco tienen códigos, mucha solidez, mucha tirapete precoz, pero hay que pegarles un sopapo en la mano cuando te quieren robar el plato de comida que tanto venís remando para mantener caliente.

Es una realidad y reitero: Las nenas vienen putas. Entonces, si usté tiene una hija, una sobrina, una sub 12 a la que aprecia, foméntele el lesbianismo y evite riesgos. Enséñele los beneficios del mejor método anti embarazo del mundo: no coger y, sobre todo, enciérrela sin Internet, solo vístala con joggings y remerones y, ante cualquier duda, use la frase “los pitos te harán llorar”. No piense solo en su bien, ni en el de ella. Piense en todas nosotras.

jueves, octubre 20, 2011

Solidificación o Muerte

Las luces dicroicas son unas hijas de puta, pero gracias a ellas noté que la flacidez estaba colonizando mis piernas con la velocidad en la que un velociraptor alcanza y destruye un trencito de tíos borrachos comandados por un Nono en un cumpleaños de quince. Si a eso le sumamos vacaciones en Brasil en temporada de Carnaval con novio y amigos de novio, la conclusión es clara: O solidificación o muerte.

Entré a Google y escribí “Gimnasio + Olivos”, se abrió una especie de mapita con varios puntos marcados y, oh fortuna, uno de esos puntitos estaba a tan solo ocho cuadras de mi departamento. Más fácil que eso fue comprar una bici fija que usé seis veces en un año. Decidido, empiezo. Una estadística personal indica que si me determino a arrancar algo un lunes, el margen de abandono antes de llevar a cabo la acción es de un 98%, por eso mismo decidí empezar el jueves siguiente.

Salí del trabajo, pasé por casa, cargué una botellita de Sprite con agua de la canilla del baño y elegí mi vestimenta. Tengo tetas y no corpiño deportivo. Arranqué entonces por los pies, para no complejizarme de entrada: zapatillas regaladas por mi abuelo, blancas y dos números más grandes. Pero no hablamos de un 38 calzando 36, hablamos de un 42 calzando 40. Enormes, cada una podría servir de casa quinta para una familia de hombres papa. Soquetes y calzas negras, una camperita tapando la desgracia de esa tela elástica pedorra encastrada entre mis carnes anales y, ahora sí, a vestir el torso.

Me puse el corpiño que más chico me quedaba, cosa de no andar revoleando los pechos por el mundo. Arriba un top, el único que tengo, a rayas blanco y negro. Más arriba una musculosa color azul eléctrico, apretada, como segunda contención en caso que el top no tolerara tanta presión. Y, como última capa, una musculosa de Topper heredada de cuando mi papá jugaba al tennis hace unos 15 años. Cabe recordar que no tengo espejo, y que cuando salí a la calle y vi mi primer reflejo en una vidriera quise esconderme debajo de un puesto de tortas fritas que estaba levantando su toldito justo en el instante que pasaba.

No importa, seguí adelante, total ocho cuadras de ridículo no se le niegan a ningún espectador. Me había enganchado el MP3 en una tira elástica en el brazo para poder escuchar música durante la actividad, tenía el pelo atado tirante para que no estorbara en mi rostro, estaba totalmente preparada. Vi el cartel del lugar desde la mano de en frente, crucé determinada a ejercitarme como un bajonero a su Burger King, subí las escaleras y largué el: “hola, me vengo a anotar para empezar hoy”. “Dale”, me dice la señora: “¿qué vas a estar haciendo?”. “Y, cola y piernas principalmente... aparatos”, respondí instantáneamente, justo antes de recibir la gran decepción de la tardenoche: “Ah, pero acá no tenemos aparatos”.

Un manto de odio circundó mis ovarios. Por un instante mis muslos se tensionaron. La señora me acercó un papelito con clases extrañas, me habló de pelotas, colchonetas, almohadas… yo solo quería hacer una brochette con sus pezones. Me fui. Caminé unas cuadras, llamé a mi papá y le dije que realmente me había tocado el único gimnasio sin aparatos de la historia del mundo. Se rió. Y en la mitad de su carcajada, divisé otro espacio solidificador.

Con emoción entré, saludé, pedí lista de precios y pregunté si había aparatos. Habrá pensado que soy medio pelotuda el recepcionista, porque su “obvio” tuvo un dejo de daiquiri de conchudez y pena que me hizo sentir no del todo a gusto. Me dio una llavecita por si quería cambiarme. Le dije que así había venido de casa. Hubo un silencio. Dejé mi carterita, agarré la botella de Sprite recargada con agua de baño y saludé a Dany, mi nuevo entrenador, el forro que me dijo que anduviera en esa bici hasta que la rayita dejara de titilar. Hoy voy a tener pesadillas con esos puntitos de mierda iluminándolo todo eternamente… 

Terminé cada uno de mis ejercicios. Al final de la hora le pedí a Dany un aplauso, para mí es importante el reconocimiento. Me miró fijo y prometió que cuando hiciera algo con peso y sin preguntarle constantemente sería el primero en aplaudirme. Ya tengo rutina en una ficha prolijamente completada, cené desde la cama y me duele desde el culo hasta más allá del sol. Las señales son optimistas. Auguro que llegará febrero sin abandono, ¿se animan a apostar?