martes, abril 28, 2009

Sin humo en la cocina

Cambiar de obra social es una mierda. Una está tomando la decisión de cambiar todo lo preestablecido, todo lo que formaba parte de una rutina de salud. Lo más traumático para mí es el cambio de ginecólogo de cabecera.
Una vez acostumbrada a la manera de ingresar la poronga metálica que funciona a modo de críquet dentro de la chula, dispuesta a que determinados dedos peludos le toqueteen a una los pechos, justo en el momento en el que la comodidad y, por qué no, la satisfacción comienzan a ser una unidad de la mano del profesional… una ve que el apellido no figura en la nueva cartilla.
La esperanza de estar buscando mal nunca desaparece. Se empieza buscándolo por apellido, luego por domicilio y finalmente se termina mirando cada renglón a ver si hubo un error de ordenamiento y estamos pagando las consecuencias. Este proceso podemos hacerlo alrededor de 6 veces, siempre para verificar que realmente no está en la hoja 4, línea 17, como siempre. Es entonces cuando, movidas por la desesperación, decidimos ir a la primera guardia.
Después de haber probado 40 tipos de ovulitos diferentes para calmar la micosis y 5 antibióticos alternativos para mejorar la infección urinaria, determinamos que no podemos seguir boyando por consultorios externos y necesitamos un nuevo ginecólogo de cabecera.
Abrí la cartilla y comencé la búsqueda en base a cercanía. Ninguno podía ser mejor que mi anterior médico, quien vivía a una cuadra y seis metros de mi cama. Sabiendo que tendría que caminar, tomé la determinación de que fuera lo mínimo indispensable. Llegué entonces a un centro ubicado a 4 cuadras de mi casa en el que atendía un médico de apellido norteamericano. Al ser una clínica especializada, imaginé que los profesionales saldrían hasta de los lockers de la pared, por ende todo funcionaría de manera puntual y aplicada.
El primer lunes que pedí un turno fue para las 17:15. Llegué a las 17, padeciendo un problema agudo de puntualidad obsesiva. Me registré con la recepcionista, una señora que superaba los 45 años e intentaba por todos los medios posibles ser la comediante del suelo. El poco éxito que lograba su humor sano generaba una picazón anal incómoda y alguna que otra náusea. Me pidió mi celular, mi edad y mi fecha de menstruación, ese dato tan minúsculo que jamás recuerdo y para el que debo sacar la tableta de mis pastillas anti bebé, más el calendario y comenzar, en vivo, a hacer la cuenta mental que nunca jamás será la correcta.
Al pasar a la sala de espera tuve mi primer escalofrío. Los bebés encapsulados eran el menú en oferta y todos tenían uno, menos yo. Por varios minutos no supe dónde sentarme, era un mundo de lavarropas vivientes, de retoños en gestación. “¿Será contagioso?”, pensé. Me ubiqué de manera de poder seguir disfrutando de la tele chimentera de la tarde. Todo era disfrute hasta que miré el reloj. Mi turno de las 17:15 había sido claramente superado. Eran ahora las 17:50 y yo tenía un evento importante a las 18:30. Me paré y asigné un turno para el lunes siguiente. Esta vez sería a las 17 y con otro profesional.
Llegué nuevamente 15 minutos antes. Esta vez las preñadas se habían multiplicado por 500. Le pregunté a la comediante de poca monta cuántos fetos evolucionados tenía adelante y me dijo que yo era la siguiente. Me sentí feliz hasta que una embarazada conflictiva cruzó las escaleras.
(NOTA: Ubicar escaleras en un lugar frecuentado por bombos de 8 meses genera un stress aparte. Cada vez que una de estas mujeres la baja o la sube, una cierra a medias un ojo para evitar ver el momento en que cae y el crío sale despedido cual diarrea estival por el medio del huesito dulce de la pobre mula-madre.)
La conflictiva llegó sosteniéndose la cachufla, blanca y del brazo de su madre. Cuando la oí pedir por mi médico, quise pegarle en las tetas como si fueran sommiers recién estrenados. Imaginé que serían veinte minutos de demora, pero al superar la hora y media, nuevamente, me levanté, pedí un turno con otro profesional y me fui puteando bajito.
Hace 4 lunes que visito durante aproximadamente dos horas el consultorio de los ginecólogos. Cada cita lleva a la creación de una ficha diferente. Ya llevo 4 fichas con distintos ginecólogos sin haberles visto jamás la cara. La recepcionista cada lunes me saluda, me mira un largo rato con pena y me dice: “Hoy seguro te atiende”. Conclusión: embarázate y no te tomarán más de forra.

miércoles, abril 01, 2009

La Intrusa II

Los días siguieron su curso natural y la cantidad de mierda de Mickis aumentaba considerablemente con el paso de las noches. Los triangulitos verdes de veneno sabor a muerte ya estaban secos y nunca supimos cómo poner la trampera.
Acudí a la ferretería, esta vez al borde del llanto. Estaba dispuesta a gastar lo que fuera necesario, requería lo más letal que hubiera en las góndolas. Me ofrecieron un veneno color rosa, una bolsita llena de pelotitas tiernas que dicen despertar el instinto sexual de la laucha, para hacerla comer hasta cagar por los ojos y luego morir seca en su madriguera. Lo adquirí y esa misma tarde esparcí puñaditos de 10 venenitos por diversos lugares de la cocina.
Al otro día, parte del veneno había desaparecido, pero la impresión mayor se dio cuando, la noche subsiguiente, hasta el polvo restante había sido chupado por este animal del infierno. Fue entonces cuando temimos lo peor: Micki tiene hermanitos e hijos. En ese instante tomé una decisión: “Voy a cerrar la puerta de la cocina, entonces no va a poder entrar”. Algo tan simple como aislarla del cuarto cocinador iba a determinar mi triunfo, después de haber agotado casi todos los recursos.
El día después, el horror atacó mis pupilas: no solo la puerta de la cocina seguía cerrada, sino que la muy hija de una rata famélica había elaborado un túnel a través de la pared, que conectaba el cuarto donde pasa sus días, con mi cocina. Al ver destruida la pared y los escombros apilados prolijamente uno al lado del otro, me sentí estafada. Humillada por un pequeño roedor al que ahora quería asesinar con un arpón hecho de tenedores. Imaginé una brochote de Mickis a las brasas y hasta confieso que me despertó un singular hambre.
Mi padre recomendó que siguiera vertiendo veneno en los lugares que lo había hecho la primera vez. Decidí no darle más chances de vivir y en lugar de 10 venenitos, coloqué puñados de 50, esperando confiada que los cuerpos fritos de esos animales estuvieran en las próximas horas decorando los zócalos de todo el hogar. Al otro día, el desastre se hizo presente: todo el veneno, las más de 250 bolitas rosas, habían sido chupadas del suelo, absorbidas como flujo menstrual en tampón XL, como shot de vino para un alcohólico en el medio del desierto de Uganda.
Llamé a un fumigador y, tras explicar hondamente la situación, fue terminante: “Las ratas vienen de afuera, probablemente de un inodoro que tenés en desuso. Tenés que tapar esa tubería con cemento”. Luego remató: “Estás intentando exterminar a todas las ratas de Once, es imposible”.
Esa misma noche, acudí a la cocina a buscar un postre, un simple Danette de chocolate aburrido y congelado. Al abrir la puerta, pedí a mi caballero alado que prendiera la luz para verificar la sanidad del área. “Está todo bien”, dijo. Al apoyar un pie, 3 lauchas pasaron corriendo desde atrás de la heladera y hacia el túnel. Una de ellas se escondió en el horno y al día de hoy sigue cagando mis asaderas.
Ayer, nuevamente fui a la cocina, el lugar que se ha convertido en el menos transitado del edificio. Tenía que hornear una pizza yo sola. Mientras colocaba la muzzarella con cuidado de que ningún pedazo cayera al suelo y alimentara a los bisnietos de Micki, oí un ruido. Miré hacia el lava platos. La cortina se movía, pero debía seguir cocinando. Fui por mis botas altas. El silencio predecía lo peor. De pronto, un culo gordo y negro con una colita adosada apareció al costado del horno, quedando trabado entre la pared metálica y la de yeso. La rata del mal no podía llegar a su túnel, estaba desesperada, obesa y asustada hasta las tripas. Me quedé mirándola un largo rato. Ella seguía luchando. Sentí que por un instante ella también me observaba como reconociéndome. Entonces, aunque intenté, no pude pensar otra cosa: “Cómo creció mi mascota”.

* En la actualidad se desconoce el número de Mickis viviendo en la cocina.
* Los intentos de extermino han fallado y los roedores siguen visitándonos asiduamente.
* En consecuencia, la Administración ha determinado: Adopción total de las lauchas y sus respectivas/os sucesores y el aislamiento parcial de la cocina y su pasillo aledaño.