jueves, enero 22, 2009

La intrusa

La cocina del departamento que comparto con mi caballero alado tiene una especie de pasillo-patio al costado. Este pasillo, pequeño, similar a un lobby, no tiene techo, está medio a la intemperie y se comunica con el pulmón del edificio en el que vivimos. La puerta de la cocina que da a este pequeño espacio sin techo se mantiene abierta casi siempre, salvo en épocas de frío helador de dedos chiquitos.
Debido a esta distribución geográfica de la cocina es que muchas veces peleamos batallas con polillas, moscas gigantes o hasta pajaritos que vienen en busca de migas de criollita que quedaron varadas luego de la apertura indecente de algún paquete. Pero esta vez, la batalla no sería fácil de superar…
Necesitaba tomar Cepita fría. Era sábado a la noche y el calor me hacía desintegrar las bolitas de caspa de mi cabellera. Me levanté de la cama dejando un cuerpo marcado en chivo sobre la sábana y me dirigí a la cocina en busca del jugo.
En puntas de pie para no ensuciarme las patas, abrí la heladera y justo en ese instante escuché algo extraño. Era como si tuviera a alguien lijando un plástico cerca de mi oreja, pero despacito, con insistencia… entonces la ví. Estaba en dos patas, paradita sobre una escalera que descansa al lado de la heladera. Era una laucha asesina, de 7 centímetros de largo más la cola, gris como la ceniza volcánica putrefacta de las playas chilenas, sucia como el alma de María Leal. La laucha estaba en mi cocina y yo tomé una decisión: nunca más entraría hasta no erradicarla.
Pasó un día hasta que la necesidad de enfriar una Pepsi y lavar platos golpeó la puerta. Llegamos a la conclusión de que durante la tarde el roedor no merodeaba la zona, sino que estaba oculto en algún lugar de la cocina. Este lugar aún no había sido descubierto, por lo cual el bicho, al que ahora llamamos Micky, podía salir de cualquier lugar, sorprendernos en cualquier momento y hacernos lamentar estar pagando un viaje a Brasil en lugar del cerramiento de la cocina.
Me puse las botas altas de lluvia y me até el pelo para hacerle frente al momento. Entré junto a mi caballero al espacio contaminado por la laucha y me acerqué al lavaplatos, pero el miedo pudo más que mi traje antirocelauchal y tuve que irme hacia atrás. Había dado dos pasos cuando escuché “¡hola Micky! Al fin te conozco”. Lucas había hecho contacto con la intrusa. Yo ya corría hacia la cama y cerraba las ventanas en caso de que el animal decidiera saltar y hacer cucharita conmigo.
Cuando mi hombre volvió al cuarto parecía feliz de haber experimentado el encuentro. Estaba entusiasmado, pleno. Me sentí estafada y tomé otra decisión: vamos a exterminarla.
Al otro día, como buenos mercenarios, teníamos lista toda la artillería para eliminar a la laucha invasora. Por un lado una trampera intimidante que sin duda partiría a la mitad al pobre animal, destripándolo y decorando las baldosas de la cocina, salpicando quizás la heladera. Por otro lado unos triangulitos con sabor a muerte, todos verdes, que había que maniobrar con guantes de goma y ubicar estratégicamente en la puerta de la morada del bicho y en los lugares que frecuenta, marcados por su mierda o por sus pisadas grasosas, las que primero había que descubrir.
Tiramos 3 cuadraditos de muerte por la cocina, uno en donde pensamos que vivía, otro bajo el lavaplatos y otro en el medio del ambiente. La esperanza de amanecer y ver a Micky muerta al lado del veneno nos hizo dormir como angelitos.
Eran las 6 de la mañana cuando me desperté ansiosa como la Parca. Esperé a después de bañarme para ir a chequear el estado de descomposición del bicho porque todavía no había demasiada luz solar, pero cuando me asomé por la puerta, la sorpresa no pudo haber sido mayor: no solo no había muerto, sino que había empujado los venenos lejos de los lugares en donde los habíamos ubicado, burlándose de nuestro sistema, avergonzando hasta el límite nuestros espíritus amargados.
Hoy, la laucha sigue lijando los elementos de mi cocina. El veneno ha pasado dos noches sin siquiera haber sido olido por ella. El paso dos será la trampera, las tripas y una muerte funesta. Micky, allá vamos.

Continuará…

viernes, enero 02, 2009

2009: Sueño Nº 1

Me encontraba en un edificio, de esos que están bastante próximos a los de al lado. Desde mi ventana podía ver que en frente se estaba dando una conferencia de prensa con muchos invitados, todos sentaditos como labradores obedientes. Quien dictaba la conferencia era el abominable George Bush.
Por algún motivo que desconozco, George me resultaba interesante en el sueño, lo observaba con detenimiento por la ventana. En un determinado segundo él me devolvió los ojos y yo alcé la mano saludándolo. Bush y yo estábamos intercambiando movimientos de mano.
Seguí curioseando hasta que su conferencia finalizó y repentinamente sonó el teléfono del cuarto en el que yo estaba.

- Hola
- Hola. Usted tiene una llamada del Señor George Bush. Presione 1 si acepta ir a cenar con él. Presione 2 si no acepta ir a cenar con él.

Recuerdo haber presionado la opción 2. No deseaba ir a cenar con Bush, de eso estaba segura. Automáticamente el cielo se nubló y alguien golpeó a mi puerta. Por el agujerito de la llave vi que era el ex presidente de Estados Unidos quien cacheteaba la madera insistentemente. Me insultó y se arrodilló. Rogaba que lo acompañara en una salida, en una cita. Seríamos Bush y yo en una mesa de 2. Nada más nauseabundo.
Volví a negarme, esta vez con más énfasis. Bajé al lobby del edificio y le pedí encarecidamente a un portero vestido de marinero que no dejara entrar más a Bush a mi piso, porque estaba haciéndome daño.
Minutos después, el maldito George había enviado un OVNI a la ventana de mi departamento para tener control de todos mis movimientos. No tenía cortina en mi sueño, por lo que me resultaba complicado escurrirme del maldito mirón.
Los siguientes minutos de sueño transcurrieron de manera borrosa. Bush volvió a llamarme, yo nunca más atendí y eso trajo malas consecuencias: para el momento de despertarme estaba yo siendo apresada por unos guardias que salían del OVNI vigilante. Bush coreaba canciones felices de las que solo me acuerdo una parte: “inmigrante ilegal inmigrante ilegal”. Me ataron las manos y las piernas alrededor de una silla y una vez más, las opciones funestas resonaron en mi cabeza: “Usted tiene una llamada del Señor George Bush. Presione 1 si acepta ir a cenar con él. Presione 2 si no acepta ir a cenar con él.” Tanto en sueño como en vida útil, prefiero morir atada a la silla.