viernes, febrero 15, 2013

Quise ser Varón

Cuando me empezó a gustar el fútbol empecé a querer ser varón. Recién estaba aprendiendo a menstruar, eso de ser mujer me resultaba doloroso y como todavía ni siquiera me depilaba, me sentía una especie mutante definiéndome entre colocador o colocada.

Me compraron una camiseta de Boca trucha, de las clásicas que parecen de nylon, la azul y
amarilla del tricampeonato del 2003. No me la saqué nunca más. Cada remera que yo usara, abajo portaba la casaca Xeneize.

Tuve la (dudosa) suerte de que mi madre estuviera buenísima y sea, aún hoy, un icono de lomos de la zona sur del conurbano bonaerense, lo cual hacía todavía más incómoda la vida adolescente. Era imposible no caer en la comparación: “Mirá lo bestia que es la madre, y el desastre que salió la nena”. Por eso, cada vez más, seguí camuflándome en camisetas amplias, bermudas gigantes con la cara de Ciro de A77AQUE, gorritas de Boca con trenzas largas y zapatillas deportivas. Un caramelito.

El problema era salir a la calle con mi madre, tolerar que cada camionero de cada camión quisiera garchársela y lo expresara livianamente a los gritos mientras nosotras comprábamos berenjenas en la verdulería. El problema en sí era salir a la calle con mi madre, y ser una sombra amorfa que no recibía un piropo siquiera de algún desesperado linyera. Nada.

Una parte de mí disfrutaba de la tranquilidad de no generar erotismo en el género masculino,
mientras que otra parte de mí se frustraba y se miraba desnuda en el espejo preguntándose:
“¿Tan mal está todo esto?”. Y no es que estaba “mal”, sino que era como el patito feo antes de
transformarse en cisne, el proceso de mutación hacia algo más aceptable se estaba haciendo
demasiado lento.

Cuando me empezaron a crecer las tetas, todo se volvió confuso. Notaba que aunque me pusiera la camiseta de Boca era imposible disimularlas. Fue entonces cuando le robé a mi mamá la primera tanga. Yo sé que está mal, que las bombachas no se comparten, pero la idea de ir, con la vestimenta que tenía en aquella época, a comprar una micro-mini-tanga al local de la señora que me vio crecer… no me cerraba. Prefería robarla y empezar a transitar la adaptación a la femineidad en la más atroz de las soledades.

Mi primer corpiño también se lo robé a mi madre, porque los que tenía me hacían tetas de
perrito y no me gustaban. Aparte cuando caminaba o corría se movían demasiado. Lo interesante de estos robos es que se sucedían semana tras semana porque, luego de ser lavados, la tanga y el corpiño volvían al cajón de mi madre y yo tenía que volver a hurgar entre su ropa íntima para reencontrarme con mis nuevas prendas favoritas y llevarlas así a mi cuarto.

Ya con 14 años, tetas, tangas y corpiños nuevos, casi que había abandonado a la camiseta de
Boca bajo todas las prendas. Ya no quería ser varón constantemente, solo durante el año, pero en verano me convertía en más nena que nunca. Me había enamorado de un hincha de River que trabajaba como cajero en el COTO de Mar de Ajó y me pasaba de marzo a diciembre pensando cómo conquistarlo.

El primer verano el pibe me adoptó como un hermanito menor, creo que porque todavía no usaba bikinis. El segundo verano, ya a punto de cumplir los 15 años, me aseguré de que entendiera que quería chapármelo. Dejé de hablarle de fútbol y de agarrarme la entrepierna para festejar los goles en clásicos de primera quincena de enero. Creo que quedó claro, porque la noche de mis 15, algo sucedió.

Primero cené, me puse mis mejores ropas, las más escotadas. De cábala usé la tanga robada de mi madre. Mi amor salía de su puesto de trabajo en el supermercado a eso de las 23 y llegaba todo chivado, en bicicleta, alrededor de las 23.30. Lo esperé en la puerta del departamento de Mar de Ajó, mientras toda mi familia dormía. De regalo me trajo un leberwurst porque sabía que me gustaba, por suerte yo tenía unas tostadas. Untamos, picamos, cené por segunda vez en la noche.

Fue entonces cuando me dijo que era bastante linda sin la camiseta de Boca y que estos últimos años había crecido. Yo sé que lo único que había crecido en mí eran las tetas, por eso simplemente acepté el comentario con algo de pudor y me levanté el escote del vestido. Pasaron escasos segundos hasta que apoyó una mano en mi tetita derecha y me dio un beso. Fue tan violento el cabezazo que me hizo golpear contra la pared y fue tan brusco el beso que comenzaron a sangrarme las comisuras de los labios. Después de esa vez, no hubo más veces.

A partir de esa noche entendí que los varones son brutos y que las nenas nos dejamos. Que las tangas robadas no son cábala de nada, que la magia de los 15 años es la mentira más grande de la historia. Aprendí también que el amor puede ayudarte a cambiar de ropa, aunque me arrepiento de no haber gritado los goles ese verano. En definitiva, nunca más quise ser varón y aprendí que lo importante no es ser mujer. Lo que garpa es tener tetas.


Columna publicada en Mavirock Revista