lunes, junio 22, 2009

El Traje

(Columna publicada en la edición Nº 12 de la Revista Mavirock)

"Ponete el traje de Barney que te preparé ahí en el vestidor. Tenés 20 minutos, ya te pedí el remis. Más te vale no arruinarla, Melisa porque es la última vez que te confío un evento tan grande".

Me acerqué al cuarto rodeado de biombos y disfraces. Envolví mi pelo en una gorra de natación, así le gustaba a la dueña del salón, una señora que era la versión diabólica de la cerdita insulsa de los Muppets. Pelo de muñeca, ojos de tornado de espinas. La vieja se escondía en la cocina a comer la comida de los cumpleaños de los infantes que ahí se sucedían.
El Salón para el que trabajaba hacía menos de 4 meses era reconocido en el partido de Quilmes como uno de los más completos de todos: disfraces de Disney originales, damiselas danzantes que festejaban los chistes de los padres pajeros, inocencia pululando por los baños y los rincones. Recuerdo hasta haberle limpiado el culo a una nena gorda que usaba doble medibacha.
Estaba acostumbrada a encarnar diversos personajes, aunque la vieja tendía a ubicarme en los roles de brujas maliciosas, quizá influenciada por mi nariz y mi pelo largo florecido y sin forma. Pero esta vez, el desafío había subido la apuesta. El traje que me esperaba colgado de dos perchas era el de un gran amigo de los niños, un ser odiado por el grupo adulto. Un personaje que cuenta con una dosis de pelotudez altamente elevada para los parámetros animados que corren en la actualidad. Ese sábado no animaría un cumpleaños en la piel de Minnie, mucho menos en la de Donalds. Esta semana encarnaría al dinosaurio Barney.
“Te pongo la música mientras te vestís así vas practicando los bailes”, me sugirió la muy maldita. Con el pelo recogido parecía el dedo gordo de los helados Patalín. Me saqué la ropa que llevaba puesta, otras animadoras me habían advertido acerca del calor sofocante que esperaba dentro del disfraz violeta y verde de brazos cortitos. Me dejé el corpiño, una musculosa y una bombacha culote a modo de short.
Primero puse las piernas. La goma espuma se iba adhiriendo a mi piel como un preservativo en pito cubierto de miel. Me di cuenta de que los brazos no entraban extendidos, sino que solo cabían hasta el codo y de este modo siempre quedaban levantaditos, como si fuera yo una suricata con artrosis. Intenté mantener la calma cuando me calcé la cabeza y noté que mis ojos verían a través de la boca de Barney, que mi boca real estaría inmersa en material babeado por cumpleaños anteriores y que la punta enorme de mi nariz no tendría lugar suficiente para mirar hacia el frente, por lo que estaría plegada casi totalmente sobre mi pómulo derecho.
Con la cabeza apresada y los ojos viendo a través de dientes de tul negro, unas manos me guiaron hacia el remis. Eran cerca de las seis de la tarden cuando apoyé mi esponjoso nuevo ano sobre el asiento trasero del auto. Como no podía flexionar las piernas porque sentía como si tuviera setenta y dos almohadas atadas a las rodillas, tuve que acostarme y apoyar la nuca sobre el vidrio. Debíamos ir desde el centro de Quilmes hasta La Plata, tardaríamos cerca de 1 hora. Lo único que imploraba era que el remisero no quisiera charlar durante el viaje, la sola idea de comenzar desde temprano a descargar energía hacía ver al fantasma de la deshidratación cada vez más nítido. No hubo trayectos mayores a una cuadra sin escuchar un “Barney forro tirame la goma”, que podía alternarse con “Barney putoooo”, con muchas “O”.
Cuando llegamos al cumpleaños recuerdo que varias personas se acercaron para sacarme del coche. Me tomaron de la cabeza y tiraron, sin recordar que por dentro había tetas, ojos y cuerpo blando. Me ofrecieron un vaso de agua que solo podría haber ingerido por el ojete, pero preferí evitar la imagen nefasta en los ojos de los infantes.
Tuve que quedarme parada un rato hasta que el sonido nauseabundo de “te quiero yo y tu a mi” irrumpió en el salón. Una caravana de gritos agudos vomitó sobre mis tímpanos. Una madre feliz me tomó del bracito y al segundo me encontré a mí misma parada en el centro de un salón, debajo de una bola de boliche. La oscuridad hacía muy difícil la visión a través de la boca del adefesio púrpura, pero tenía frente a mí a un espejo gigante que cubría toda una pared, eso hacía que pudiera seguir la coreografía sin exagerar los movimientos panzales.
Todo se sucedía con normalidad entre los pequeños caníbales de 6 años: bailoteaban a mi alrededor, tomaban mis manecitas y me pedían que les hiciera upa, algo que era técnicamente imposible ya que no podía agacharme bajo ningún medio. Tenía calor. Las gotas post baile me chorreaban sobre la boca, el gusto a sal comenzó a darme impresión después de los dos primeros tragos a boca llena. Fue entonces cuando se desató la debacle.
Desde las mesas del fondo del salón de La Plata empezaron a llegar adolescentes de entre 12 y 16 años. Mi cuerpo estaba apresado dentro de esa masa agredible, mi voz no era escuchada por nadie más que mis propios oídos. Fue entonces cuando se ubicaron en ronda, dejándome como centro y uno a uno comenzaron a golpearme la panza, luego a darme patadas en las piernas y cachetadas en la cara gigante. Esto último era lo peor ya que mis brazos no llegaban lo suficientemente alto como para permitirme efectuar una defensa digna. Era triste.
Pocos segundos después de iniciada la guerra de la extinción de Barney, caí rendida al piso. Cual aspiradora, me arrastraban por el suelo agarrándome de las patitas. Podía verme en el espejo mientras viajaba cara arriba por todos los pasillos del cumpleaños al grito de “ayúdenme, estoy viva por dentro”.
Alrededor de dos horas pasaron hasta que el cumpleaños terminó y me dejaron en paz. Los padres del enviado del mal que había dado comienzo a la tortura reían a carcajadas mientras repasaban la filmación de mi cuerpo apaleado por los jerbos gigantes. De la misma forma en la que viajé hasta La Plata volví a Quilmes. Al llegar al salón de la señora bajé del coche, crucé la entrada y al tiempo que me sacaba el traje, ella analizaba la espalda violeta. El silencio hacía su propia fiesta en los vestidores esa noche. Varios minutos pasaron hasta que las miradas se detuvieron, la señora levantó la vista, me miró a los ojos con una mueca antipática y sentenció: “La verdad Melisa que no puedo pagarte por el evento de esta noche. El muñeco está todo sucio de torta atrás, lo voy a tener que mandar a la tintorería”. La señora nunca me pagó, Barney sigue colgado en el vestidor de su casa de fiestas. En la actualidad se encuentra limpio y huele a lavanda.