martes, septiembre 25, 2007

Casi...

La salida del trabajo parecía lo mejor que me había pasado en el día. Caminé las 6 cuadras hasta la estacón por la que pasa mi 60 como con un pijazo de 25 centímetros incrustado en las pantorrillas. Estaba harta, cansada de los que te piden que les mandes un mail, hinchada los huevos de la facultad, ya no toleraba ni siquiera al pobre portero que día a día me provee las monedas que me mantienen con vida.
Me aguardaba una noche de facultad, esas que duran lo que una diarrea en hogar ajeno, pero lo soportaba porque “ya falta poco”, como dicen los que intentan consolarte, es casi Navidad. “Qué bueno”, pienso entonces yo. Navidad, otra fiesta que me da náuseas y ganas de matar patos y comerlos con ají molido y en pelotas.
Me subí al 60 y no había asientos. Ni uno. Aún cuando yo salí antes del trabajo para cazar al que viene vacío, estaba lleno. No importa. Es solo un viaje. Me paré cerca de la puerta y noté que, sentado en frente mío había una cruza entre boliviano e irlandés que tenía las manos tatuadas al estilo tumbero. Me dediqué a mirarle la mano, a diferenciar los tatuajes. No tengo nada contra aquellos que felizmente no escaparon de una condena penitenciaria, de hecho me caen bien, fui la primera en votar a Diego Leonardi y en colgar de mi pared su cara triunfadora después del segundo reality.
De pronto un cosquilleo. ¿Me habré cagado? Era imposible. El cosquilleo venía del bolsillo donde guardo mi celular y mi tarjeta del subte que, entre paréntesis, para su funcionamiento mañana, hecho que termina de completar mi infelicidad repentina.
Miré el bolsillo y el celular brillaba por su ausencia. Había desaparecido en lo más profundo de la concha de la madre de Hijitus y nada tenía sentido porque hacía menos de un minuto, había chequeado que la hora era 18:19. Alguien era el culpable y aún estaba cerca de mí, lo que me generaba un semi orgasmo mezcla con ira y pedocaca.
A mi lado había un muchacho con un piercing en la boca, de color mate y mirada de gato siamés castrado. Lo supe. Lo miré. Coloqué mis ojos de tal forma sobre ese hombre, de arriba abajo cumplía con los requisitos que mamá y papá siempre me dijeron que cumple un ratero del 60: la campera sobre el brazo y las uñas largas.
Los segundos en los que nuestras miradas se cruzaron no habrán sido más de 10. Mi respiración gritaba ME ROBARON y su cara confesaba “Sí, fui yo y ahora no viene una maldita parada para que huya”.
Extendió su mano y me devolvió el celular. Mi cara se puso verde. Mis ojos se inyectaron de sangre y un pie me temblaba histéricamente, sentí que iba a explotar.
Por un minuto creí que todo había sido un deja vú, esa expresión pelotuda que uno usa para no decir que está medio del culo y confunde lo que sueña con la vida misma, pero no… Me devolvió el celular sin haber cruzado palabras y se quedó a mi lado, como si hubiese sido una práctica sencilla de cómo afanarle a minas boludas en medio de un colectivo lleno. Se quedó parado a mi lado un ratito. Me miraba las tetas. Yo seguía en shock hasta que de pronto estornudé. Sí. Estornudé y luego le toqué el codo a la gorda que se paraba a mi derecha y leía cosas que no sé ni me interesan:

- Vos viste lo que acaba de pasar?
- No, qué?
- Uh si te tengo que contar me hincho las bolas…
- Contame!

En ese momento dos muchachos se sacaron los auriculares y yo, que realmente no quería hablar, me senté en un asiento desocupado con la sorpresa de que quien me lo estaba ofreciendo en un acto de humildad era mi casi chorro.

- Bajate porque me pongo a gritar acá mismo que me quisiste robar (le digo enojadísima)
- Ah, era eso? (me pregunta la gorda)
- Sí, era eso.
- Ah.. a mí también recién me tironeó la cartera.

Y sí… Buenos Aires es genial.

viernes, septiembre 21, 2007

Están entre nosotros

La mañana era normal, como cualquier otra, salvo por el hecho de las flores, los colores, la pelotudez, las ganas de coger de la mayoría de los seres humanos, la sensación de que SE DEBE coger antes de (mínimo) las 17, porque aún hay solcito, aún es LA primavera, esa fiesta súper feliz que no hace más que opacar al Día del Estudiante, que para esta altura es lo mismo ya que son ellos los que ensucian hasta el culo de la estatua de la rotonda de Plaza Italia en su necesidad de hacernos saber a la humanidad toda que hoy es primavera y hay que estar rebozante de alegría, algarabía, boludez.
Me senté en mi oficina vestida con una remera amarillo flúo y zapatillas rojas, todo porque un comunicado informaba que solo aquellos que pudieran ridiculizarse lo suficiente recibirían helado. Me gusta el helado. Hago lo que sea.
Me regalaron una flor amarilla, qué justo. Ahora puedo combinar la flor semi muerta con mi torso vestido. Todos tienen flores. Una chica sopla un palito, haciendo entrever sus dotes putales en todos los ángulos y de ella salen de a decenas, de a centenas, de a miles y miles de burbujas brillantes y gordas. Hasta pensé en abrir la boca y probar alguna, pero ya alguien compró facturas, claro, por el día de la primavera y realmente no da mezclar sabores.
Tomé café y noté presencias extrañas en la sala de recreos. La primera de ellas era de pelo rubio, muy alta, un cuerpo imponente y terribles tetas. La segunda presencia de Lucifer era morocha y tenía un tatuaje en la cara interna del brazo, sentí respeto… hasta que noté que sus curvas anales eran superiores a las de toda la Tierra. La tercera tenía una cicatriz extraña en la cara, pero ni siquiera eso la afeaba, al contrario, daba ganas de suturarla con la lengua usando hilo sisal de la túnica de la Virgen de los Tomates Perita.
Las tres tenían remeras iguales, pero de diferentes colores. Eran tan altas, tan. Me sentí una lesbiana envidiosa a punto de cometer un asesinato, mi violencia aumentó al saber que la morocha tenía una hija y pese a eso, se veía como recién bajada del asiento de la derecha de Jebús Todopoderoso.
Pensé en cerrarles la puerta de la sala, dejarlas ahí para siempre para que nadie pudiera verlas, para que nadie oliera sus perfumes dulces ni su pelo con spray. Me sentí un Fitito. Un Fitito quemado, sucio, sin asientos, con mierda de paloma en el vidrio y con una calcomanía de Los Parchís, estacionado al lado de un Land Rover, cualquiera de ellos, imponente, limpio, perfecto.
Minutos pasaron hasta que salieron de esa sala, cruzaron la puerta y entraron al espacio de trabajo. Los hombres aullaban, se tocaban, se erectaban al ritmo de los temas de Pablito Ruiz y se daban vuelta a admirarlas. El fin de sus paseos era repartir unos caramelos y algunas cosas ricas. Solo para eso, la moral femenina de la empresa se sintió ultrajada, estafada, ignorada y fea. Sobre todo fea.
Las chicas hermosas siguieron la fila de personas que, sentadas, esperaban babeantes por un caramelito hasta que llegaron a mí. Mi mirada clavada en el escote, con ganas de desinflárselo de una mordida, mi paso por los ojos verdes de la rubia maldita, por su pelo no quemado, por su cintura de mujer que le cabe jugar con el aro desde tercer grado en gimnasia. La observé y pensé un discurso moralista con el que sorprenderla para que llorara, se afeara y yo triunfara en la primavera nueva que hoy se inicia. Nada me salió. Me dio dos caramelos. Me los comí. Al rato volví a saludarla en la sala de recreos y le serví un vaso de agua a la que le puso un juguito Light para saborizar, claro, porque es primavera, hay que mantenerse en forma.


Feliz Primavera para todos.
Ojalá que llueva, que venga el Cucumelo.

miércoles, septiembre 12, 2007

El vestido III: Producto Terminado

Dormí toda la noche pensando cómo solucionaría mi falta de zapatos y cospiño, pero lo que más me preocupaba era el tema del maquillaje y el peinado.
Desde épocas ancestrales, mi único maquillaje ha sido el delineador. Salir a la calle sin él en la mochila y bordeando mis ojos es prácticamente imposible, siento que no soy mujer, que soy una tortuga, vieja, seca, dormida, siento que solo soy una nariz que deambula por la vida con pestañas a la vista.
Otro maquillaje que suelo usar es la sombra. Tengo una que compré por dos pesos en Farmacity, se me trituró y ahora la mezcla de los colores constituye el color único que poseen mis ojos. Maravilloso.
Por mucho que me asesoraron, la idea de tener que pensar que el tapa ojeras va después de la base, que la base debe ser del mismo color que mi piel, que el color de mi piel debe llegar hasta el cuello, que el rush va con brillo si mis ojos tienen mucho color y van de color rojo furioso cuando mis ojos no tienen color y la recalcada concha de la primer mujer que hizo de salir todo este sacrificio, todo eso era demasiado para mí, ya suficiente trabajo tendría la selección de corpiño.
Lo primero que hice fue ir a buscar un porta tetas estilo Thalía, como dos conos que le dan a las lolas la misma forma que un puño, las hace ver artificiales como cuando nos poníamos una media en bollito para simular pechos redondos, o cuando nos frotábamos con la almohada para sentir que estábamos con un hombre… eso ya es otra historia. La cuestión es que en el mismo momento en el que me estaba sentando en el probador, poniéndome en tetas y probando el corpiño, entró la vendedora solamente para gritarme en la cara: NO SE PRUEBA DESNUDAAAAAAAAA. No entiendo cómo desean que uno sepa cómo se ven sus tetas en una funda, sin ponerlas jamás en la funda…
Los zapatos fueron un trámite fácil también. Un morocho que me insinuaba cosas como “cuántos años tenés”, “podría decirte que sos bastante linda” y groncheses similares me trajo varios modelos de lo que yo llamo zapatossinmuchotaconegrosdepuntaredonda y uno de ellos, brillantes, negros, de Cruella de Vil de Isat a las once de la noche, me quedaron perfectos.
Salí entonces a la calle a comprar mis maquillajes cuando decidí que mucho mejor sería ir a la peluquería y pagar para que me maquillaran y peinaran. Fui a una escuela de peluqueros manejada por armenios. Entre ellos hablan un idioma extraño, son serios y se gritan, pero a los clientes los tratan con dulzura, en un castellano villeril mezcla de colombiano con australiano binladenenesco y mirándote a los ojos. Yo había ido lista para el maquillaje y había salido por primera vez en 1 año y medio sin una gota de delineador. El último episodio similar había ocurrido en la costa cuando se me acabó el lapicito mágico y la farmacia estaba muy lejos, una crisis de nervios me detuvo por minutos, pero finalmente logré salir aún viéndome como el cuco indispuesto.
El armenio me miraba mientras me hacía uno a uno los bucles y un colombiano me decía cuánto le gustaba la Argentina. Las revistas del año 96 estaban apiladas, muertas, una sobre otra pidiédome por favor que las salve del suplicio de ser toqueteadas una y otra vez por viejas chotas o una travesti rubia que acababa de entrar. No las agarré. El armenio me hacía cosas, me metía clips, los clavaba con fuerza en lugares extraños y volvía a buclear. Me hacía jopos, les tiraba brillantina y volvía a buclear. Todo tardaba demasiado. Una hora después, mi pelo estaba bellísimo, pero yo seguía sin delineador y faltaba una hora para el casamiento.
Me senté en la silla para que me maquillaran. De pronto llegó con una cajita de madera dibujada, sucia, una señora con cara de mujer del orto, de sufrida, de no soy feliz para nada y voy a odiar maquillarte. Comenzó por lavarme la geta con una cosa que picaba. Cada vez que me acercaba el delineador, mis ojos convulsionaban, lloraban, se abrían y cerraban manchando todo lo que estuviera a su alcance. La señora me odiaba realmente.
Polvos de colores, pastas naranjas, rush sabor cítrico, delineador con olor, una cosa azul que aún ahora me pregunto para qué poronga a usó. Me miré en el espejo… estaba bronceada. Naranja. Color coral y ya era la hora del casamiento.
Escuché un golpe en la puerta del local, miré, era mi caballero amado, que en su ansiedad, me gritaba desde la puerta indignado en lugar de profesarme su amor por el producto terminado.
Me arrancó casi a los tirones de la peluquería, me metió en casa, me dijo “te ves bien” “en serio? No me veo bronceada?” “nono, estás bien Mel”, me tiró el vestido por la cabeza sin desarmarme un solo bucle, me calzó los zapatos y… salí a la calle, bronceada y de azul eléctrico. El casorio estaba en puerta y yo estaba completa. Al ver las fotos, Lucas hizo un comentario:

- jaja, es cierto Mel… parecías bronceada.



FIN DE LA TRILOGÍA, festejá Dami.

miércoles, septiembre 05, 2007

El Vestido II

Y salí, sin chistar. El casamiento era mañana. Pedí ayuda a una segunda mirada femenina que me asesorara en las escasas 3 horas que distanciaban hasta las 22, momento en el que el shopping cerraría sus puertas y yo, sin vestido lloraría sobre un linyera en plena calle Corrientes.
A las 19.30 salimos rumbo al Abasto, con la tarjeta de débito suspendida en un orgasmo dentro de mi bolsillo.
Los locales varios llenos de hembras con pelo alaciado me esperaban con cara de porquevenisahoraqueestamoscerrando y yo, sin importarme, avanzaba entre los percheros comiendo vestidos cual polilla adicta y una vez tras otra, me desilusionaba, lloraba y volvía a avanzar, galopante, chivada, sin delineador.
Llegamos de pronto a Zara, un local de señoras bien que cumple todos los requisitos de fiesta: vende zapatos, vende abrigos y vende vestidos. Comencé a seleccionar y a arrojar en un guardarropa con espejo y luz amarilla, esa que hace ver mejor los bigotes y las estrías, ni hablar de la celulitis, Jebús nos libre.
Mis opciones iniciales de Zara fueron: un vestido de mangas anchas, escote, algo corto y negro. Otro vestido de iguales características, pero con muchos colores tornasolados que por alguna extraña razón dejaba ver mis cachetes culísticos con cada paso acelerado y otro vestido, naranja, de verano que daba ganas de frotarme los pezones con una valerina seca.
Volví a salir, triste por no haber encontrado esa opción que me volviera loca. Las mujeres sabrán que para ir vestida a medio pelo, no voy vestida, voy en tanga y causo sensación, vómitos y otras cosas. Sinceramente, quería moverle el piso a la novia, quería ser más que ella, pese a pertenecer ahora a la misma familia que yo.
De todos los locales del Abasto, tan solo 2 no ofrecían vestidos con mostacillas, pelotitas de colores pegadas sin sentido a lo largo y a lo ancho, lentejuelas o alguna combinación de texturas tipo felpa y gabardina que era chocante al tacto, a la vista y al buen gusto.
Encontré un local más que tenía mucho color rosa. Nos atendió una dama que parecía vivir en el Planeta de las Vendedoras Infelices, en donde tu trabajo apesta tanto que no tenés ni siquiera reparo de insultar a tu jefa mientras ella está a tu lado: “Lo pueden creer, me quise ir un fin de semana a Bariloche, a esquiar, a comer pingüinos y no pude salir porque ACA NO ME DEJARON”, levantó la voz. A toda esta cháchara, yo estaba en tetas, intentando ponerme un vestido color CORAL de tiras cruzadas que pusiera como lo pusiera, siempre me dejaba una pocha afuera. Creo que no lo compré por el miedo que me daba no poder ponérmelo el día del casorio.
Siendo ya las 21 y 45, tenía que decidirme. Me senté con Sam en el medio del Abasto, en un banco de madera. Noté cuánto me dolían las piernas. Evaluamos las opciones y Sam recordó que uno de los vestidos de Zara, el negro, ella lo había visto en el cuerpo de otra perra, pero en color azul eléctrico. “Qué bien me queda ese azul”, pensé. Tenía que tenerlo. Entramos a Zara nuevamente, ya pensaban que teníamos problemas de adicción al local de viejas, entré al probador buscando a la yegua o al vestido colgado solo en el perchero de los probadores. No estaba. Lloré en tetas y en soledad hasta que de pronto: “Mel, lo tengo”, dijo Sam. Me lo probé y fue amor a primera vista. Era mi vestido.
Lo que faltaba ahora eran detalles: los zapatos, el corpiño, el abrigo, el pelo y el maquillaje, pero el vestido ya estaba. Qué alivio.


Continuará…