jueves, enero 31, 2008

En la cama

La playa está próxima, ya huelo el mar y avisto a las viejas carroñeras en la orilla destruyendo caracoles cada vez que depositan el orto en la arena para mear sin que el guardavidas les vea caer el chorro. Mar de Ajó está a días de distancia, tengo que prepararme.
Mi última visita a la playa estuvo marcada por ampollas, ronchas y una hinchazón hasta en el clítoris que el sol me había causado en sus horas no recomendables. Como este año el sol eterno que tenemos los argentinos cada vez pica más, decidí no solo comprarme bronceador factor 1000 y crema de aloe vera post fritura, sino también darme una base de cama solar.
Era mi desvirgación dentro de esa máquina de la muerte, por eso llevé a mi hombre alado para que me acompañara en el sentimiento. Grande fue mi pesar cuando supe que solo podríamos entrar de a uno.
La chica que me atendió dentro del "solarium", como le llaman las gronchas, tenía el color exacto con el que una teme quedar al salir de dicho espacio. No era naranja, sino más bien color sambayón con cerezas. Primero me comentó las módicas sumas a las que debía enfrentarme en cada sesión, luego se sinceró y afirmó: "A vos te recomiendo que empieces con una baja intermedia de 6 minutos". Claro, porque soy verde. Está queriendo decir que soy verde esta hija de puta, la odio.
La muchacha sambayón me dijo que la siguiera porque me iba a explicar cómo debía comportarme dentro del tubo del horror y lo más importante, cómo debía accionarlo. La cama horizontal donde uno se asa tipo colita de cuadril estaba rota, así que me indicaron una especie de transportador espacial vertical en donde yo debía pararme sin mover el culo para no quemármelo con unas luces violetas y sostenerme sin soltarme nunca de unas manijas que colgaban del cielo. Para que todo arrancara, debía toquetear un botón negro.
Después de este primer instructivo, esta misma yegua me dijo que me "preparara" en otro cuarto, lo que yo entendí como ponerme en bolas antes de asarme, pero no. Era desmaquillarme. Me saqué un poco el delineador, tomé los anteojos verdes antiparrescos que me habían dado como protección y salí a enfrentar al sol de mentira.
No quería tener marcas de malla ni de bombacha por lo que realmente me quedé desnuda. Desnuda, con un rodete y los anteojos verdes. Estaba lista para volar a Marte para ser fecundada por un ganso. Me paré ahí adentro, tomé las manijitas, cerré la puerta y toqué el botón. Automáticamente unas turbinas de calor comenzaron a escupirme su violácea fragancia a verano que no es. Empecé a sudar casi al tiempo que la radio que ponen para que uno no se desespere pasaba un tema de Mika que me hace delirar a puntos extremos.
Un contador de minutos marcaba el ritmo descendiente de los 600 segundos que debía tolerar antes de salir con un bronceado casi estupendo. Una especie de desmayo me quiso atacar, pero no lo permití, ahora sonaba Diego Torres y no quería sucumbir ante su canto. Cuando faltaban segundos para terminar, el tubo solar conmigo dentro quedó a oscuras. Sentí que me cagaba, las turbinas ahora tiraban aire fresco que me entraba por la cachucha y me la congelaba. Lo que me faltaba era salir con cistitis. Por alguna razón, seguía aferrada a la manija.
El viento, los anteojos, el miedo de que un peluquero desorbitado me entrara a chupar un pezón chivado… todo comenzó a girar en la oscuridad y de pronto: pffffffffffffffff. El contador de segundos llegó a su fin. La puerta se destrabó y yo, desnuda, transpirada y sin maquillaje me miré al espejo para descubrir que nuevamente y como antes, seguía siendo color verde musgo.

viernes, enero 25, 2008

Abrime el agujero

Los días antes de las vacaciones con como una cinta de caminar eterna que nunca se detiene, que nunca te hace perder calorías, que te hace chivar y le suma puntos al mal humor habitual. De pronto, a 5 días de correr despavorido a oler almejas, te ves a vos mismo desde las alturas odiando hasta a las Vaquitas de San Antonio, esos bichos de mierda que habría que denunciar por calumnias porque jamás en su puta existencia me han cumplido un mísero deseo.
Esperando estaba cuando decidí que me había hartado de respirar con un solo agujero de la nariz. Sí. Exacto. Nunca creí que las personas tuvieran decisiones de ese tipo, pero las tienen, las tuve. Me pedí un turno en el otorrinolaringólogo y lo anoté en mi agenda para nunca olvidarme.
Cuando llegó el día me invadió una sensación rara, parecida a la vergüenza. Una persona con nariz importante, prominente, impactante (todos sinónimos que le dan menos carácter auto discriminatorio) es feliz siempre y cuando nadie se detenga a mirar su nariz. Es simple: si alguien tiene una verruga con pelos erectos en el cachete y una se pone a mirarlo como esperando que la salude, una cierta sensación de extraña vergonzocidad atrapa al portador de dicha deformidad. De igual modo sucede con el órgano olfateador. De pequeña solía incomodarme cuando la maestra explicaba el sentido del olfato, de más grande al hablar de perfil laboral. Hoy me siento adaptada a mi parte, pero al ver mi respiración afectada quise ver qué solución existía…
El otorrino gracias a la Virgen Santa de los Párpados Caídos era una mujer. Al momento en que ingresé en el consultorio me dijo “¿cuándo querés operarte?”. Epa, cálmese señora, pensé, y acto seguido me encontraba en una camilla con la vieja chota hurgando en mi napia como si fuera un fenómeno del circo de los deformes. Me mandó a hacerme una tomografía. La tortura recién comenzaba…
Entré a la clínica sin darle paso a una embarazada y arrojándole la puerta encima a un decrépito con bastón. Realmente no fue a propósito, pero para todos los que me vieron me convertí en el peor ser humano que jamás se había hecho una tomografía computada. Mientras esperaba solo pensaba una cosa: me van a sacar fotos de la nariz, nada podría ser peor. Me imaginaba a decenas de doctores rodeándome con martillos, peleando por destruir mi tabique, sentía los flashes de las fotos quemándome las fosas nasales como con cloro. Sentí cosas horribles… hasta que llegó mi turno.
Mi tomografiante era alto, gordo y amigable. Me miraba la nariz, eso es claro, pero también me miraba las tetas, por lo que no me preocupé ya que no me catalogaba como un ser asqueroso. Hablamos de mi tabique, de mis accidentes en la pileta, de mi poca respiración y de los ronquidos que nunca tuve, pero debería tener. Me metió en un tubo ruidoso y me hizo sacar la hebilla del pelo.
Minutos más tarde volvió, yo esperaba acostada a que me diera la orden de levantarme. Cuando lo hizo me paré, me dijo que el lunes retirara el estudio, acotó que mis agujeritos napiales eran hiper pequeños, que seguro todo iba a salir bien y que se había olvidado de preguntarme si estaba embarazada, que no lo hizo porque no parecía estarlo. Le agradecí por el cumplido aunque sabía que tenía las tetas hinchadas por la premenstrualización. Lo saludé con un apretón de manos, me indicó el camino y salí a la calle. Mi lección del día es que nada es tan malo como ir al dentista.

lunes, enero 14, 2008

Perseguidos

Siento como de a poco se va friendo mi culo en el asiento del colectivo. Percibo como las gotas de transpiración le sirven de aceite y me dibujan la espalda llena de hongos, la surcan, la contornean, la mojan con una capa grasa que conjuga mugre, desodorante, crema sedal para los rulos y cuero del bondi.
Leo un libro de Saramago mientras los días pasan. Tengo que leer las carillas dos veces para entender qué carajo quiere decirme con su modo de viejo ancestral rebuscado, pero una vez que lo capto realmente me intereso y hasta recomiendo su lectura. Se llama “Las intermitencias de la muerte”.
Como siempre, como cada día banal que pasa, me subo al 60 a la salida del reclutamiento laboral, me siento en el espacio disponible u observo con detenimiento a las primeras filas y me ubico próxima al que más movimientos corporales esté haciendo, o a la que esté guardando el celular, o acomodándose las tetas, todos esos son actos que un ser hace cuando está por bajar del colectivo. En este viernes particular yo elegí bien a mi presa, era un señor de bastón que estaba casi parado para el momento en que llegué, le goteaba lagaña por la cara y miraba como llorando a todo el mundo, como pidiendo un Lexotanil. Me senté y abrí mi libro en la página 98 en la que me había quedado después del subte.
Pocos minutos pasaron hasta que las sirenas de tres patrulleros y un camión me dejaron los oídos sangrando y acto seguido el colectivero hizo un giro brusco y estacionó sobre la Panamericana, parecía como si de pronto Sandra Bullock hubiera tomado el volante y todos fuéramos a morir impactados contra un local de panchos en el Unicenter. Los patrulleros de pronto estaban alrededor del colectivo, los 4 señores bronceados por la naturaleza que más últimos habían subido al 60 estaban agolpados contra el vidrio de adelante y las viejas, adolescentes y generación con auriculares estaban blancos, cagados o cagándose encima esperando que alguien explicara por qué tanto quilombo.
Antes de los motivos que esperábamos, los hombres de la ley fueron subiendo al colectivo gritando, corriendo, saltando como Heidis terroristas y repitiendo la siguiente frase: “Abajo las cabezas y arriba los bolsos”.
Si bien una podría pensar que estos individuos venían a robarnos hasta los tampones chorreantes que nos colgaban de la entrepierna, realmente intentaban hacernos el bien. Con las escopetas que cada uno de los polis tenía, tocaban las mochilas erectas para ver qué llevábamos adentro, casi como si hubiéramos estado en contacto con la bulba de Shakira en su etapa de piojos más feroces.
Los morenos del vidrio de adelante pecaban por portación de rostro. Pobrecitos, primero sonreían hasta que notaron que tenían todas las de perder, o ganar, ya a esta altura todos pensábamos que solo podía ser peor estar escuchando a Ricardo Montaner cantar alguna melodía feliz.
Resulta que los señores buscaban a un ladrón maléfico que había huido con una camioneta roja y un bolso negro y se había subido a un 60 (de los mil que circulan por Panamericana a esa hora) por la puerta de atrás. Imagínese la cara de la señora ahora que sabía que había entre nosotros un mal viviente que en cualquier momento podía empezar a los tiros desde el fondo, dejándonos a nosotros a su merced, haciendo con esto el hecho más memorable del 2008 para todos los viajantes, o al menos para los que lograran sobrevivir…
Con la mochila alta y las tetas goteando naranjú, los policías me perdonaron. Nos perdonaron a todos. El ladrón no era uno de los nuestros, ni siquiera había tocado con la punta del pito una ventanilla de nuestro transporte.
Un gran operativo para los años de milicia. Un golpe desacertado para los tiempos que corren...

lunes, enero 07, 2008

Caballo Regalado

“Mel, teléfono… para vos”, dijo mi hombre agitado después de correr por el pasillo en vano.

Lo peor de cumplir años es la cantidad de llamados no deseados que uno debe atender. Lo negativo en cuestión es que uno no puede no atender, porque así arruina el vínculo nulo en algunos casos que mantenía con el tercero del otro lado de la línea. Un cumpleañero siempre debe estar dispuesto a mantener conversaciones poco trascendentales a partir de las 9 de la mañana, horario perfecto escogido por los abuelos.
Este llamado en particular estaba llegando alrededor de las 4 de la tarde del sábado 5 de enero.

-Hola, ¿quién habla?
-¿Señora Sansotta?
-Correcto, quién llama
-Le hablamos de la Pizzería La Continental, tenemos agendado su cumpleaños en el día de hoy…
-Correcto
-Queríamos regalarle una pizza grande de muzzarella. ¿Quiere aceptarla?

Pregunto: ¿Quién en su sano juicio no aceptaría una pizza gratis?

-¡¡¡¡¡¡Obvio!!!!!!!
-Muy bien. ¿Quisiera acompañarla con algún postre o gaseosa?
-(Cerebro piensa: “¿Será gratis también?”… Por las dudas…) - No, gracias
-¿La quiere en algún horario en particular?
-Y… mandamelá a eso de las 8 y media (“jijijiji” por dentro)

Hora: 20:30:07
Timbre

-Señora, de La Continental a traerle la pizza por su cumpleaños
-Ahí bajo

Mientras bajaba con la llave de mi concubino pensaba lo molesto que debía ser para el pobre delivery boy el estar trayéndome una pizza por la cual no recibiría ni un centavo. Pensé en darle 5 pesos de propina, pero con el correr de los pisos se transformaron en 2.
Bajé. Era un morocho robusto. Muy robusto. Tenía transpiración goteándole de la nariz y un gorrito rojo, descolorido por el chivo cabezal. Mientras me acercaba a la puerta, él se acercaba a su moto y sacaba la pizza humeante. Llave en la puerta. Fuerza. Más fuerza. No gira. Qué pasa que no gira esta conchuda llave. El robusto me miraba con la pizza en la mano. Giro de muñeca, giro de dedo, dedo rojo. No gira. Qué carajo pasa que no gira esta llave del demonio. El morocho lleva la pizza a la moto. ¡No! ¡No te la lleves, esperá un minuto! Subo al ascensor, corro dejando las puertas abiertas de la casa, tomo mi otra llave, revoleo la de mi concubino y arremeto al botón de planta baja. El morocho, tieso como una Barbi me esperaba odiando cada centímetro de mi flequillo.

-Tomá, así está bien
-Gracias… servite (le dí los 2 pesos)
-Ah… bueno. Feliz Cumpleaños.

Por solo 2 pesos, un saludo de cumpleaños sincero.
La pizza estaba riquísima. Gracias La Continental.

sábado, enero 05, 2008