martes, enero 26, 2010

Talón Mojado

La soltería me arrojó de cabeza en la casa de una tía abuela de 78 años, de nombre “Tía Carmen”. Mi cuarto es un espacio al fondo de su casa sobre la calle Pasco, con una puerta, una radio, una tele de 39 canales, un ropero y una mesa con una máquina de coser.
Durante mi ausencia, el lugar de 4 x 3 se transforma en el cuarto de costura de la tía Carmen. Una ventana ubicada sobre la puerta permite el acceso ininterrumpido de arañas, polillas y mosquitos, los cuales acechan desde lo alto, esperando el momento preciso en que me entrego a los placeres de la cama de una plaza, para picotear mi cuello, talones y partes íntimas.

La tía Carmen me plancha, me cocina y me prepara el desayuno. Si mi horario de llegada supera las 2 de la mañana me pregunta si cogí. Si comparto la comida, me pregunta si cojo con quien la comparto.

Dos noches atrás tuve ganas de hacer pis a eso de las 3 de la madrugada. El baño está fuera de mi pieza, cruzando el pasillo y el cuarto de la tía. Para acceder al preciado inodoro debo atravesar el pasillo, una puerta metálica pesada, despertarla, despertar a Colita, la pequinesa que duerme a los pies de su cama, esperar que prenda el velador, shushee a la perra y sentarme a largar el cloro con la culpa de haber perturbado su plácido sueño.

Al principio evité cualquier tipo de bebida después de las 21:30, horario en el cual la tía se acuesta a mirar Tinelli. Esto no funcionó. Me encontré despertando a las 2 de la mañana día tras día, aguantando el pis hasta largar una partecita en la bombacha. Me dolió la vejiga durante días enteros. Pero una noche la situación se me fue de las manos.

Había tomado medio litro de Coca Cola, de postre sandía y me había llevado un vaso con agua a mi cuarto, por las dudas. Como la cena había constado de pizza y anchoas, la sed estaba fija en mi boca como el sarro de mis dientes inferiores. Hice mi regular pis de las 21.20, miré tele hasta las 23.50 y me dispuse a dormir. Pasaron menos de 3 horas cuando me levanté desesperada por evacuar la “porta meo”. Tenía la panza hinchada, las piernas estiradas y aún así, el pis no dejaba de pujar contra mi chula. Decidí que no podría dejar de despertar a mi tía esa noche. Decidí atravesar el pasillo, una puerta metálica pesada, despertarla, despertar a la perra que duerme a los pies de su cama, esperar que prenda el velador y shushee a la perra. Pero un inesperado obstáculo se sucedió en el proceso: la puerta metálica, la siempre abierta puerta metálica, estaba esa noche cerrada.

Me senté en la cama con las rodillas entrelazadas y pensé todos los objetos dentro de los cuales podría mear: El balde tenía dentro ropa y jabón, por lo que quedaba descartado. Cacerolas y bowls me generaban asco: sentí que cada vez que mi tía Carmen cocinara dentro de alguno de ellos, una arcada se suscitaría por mi tráquea hasta mutar en vomitito. Miré con cariño a mi botellita personal de agua, pero la sola idea de mancharme las manos en el intento de emboque del chorrito me dio frío y, nuevamente, objeto descartado. Fue entonces cuando mis ojos se cruzaron con la alcantarilla del patiecito interno…

Apagué todas las luces de la casa y tomé el celular para alumbrar mi camino. Con la vista fija en la puerta metálica, apoyé la espalda contra la pared, quedando en posición de sentada, pero sin silla, como en el aire. El primer chorro de pis salió de mi vejiga como impulsado por una catarata de chinos escapa tifón, mojando enteros mis talones. Intenté por todos los medios contener mis paredes vaginales, intentando hacer menos potente al eterno disparo de meo, pero ya era demasiado tarde. Al caer mi pis en la alcantarilla y hacer contacto con la mugre que allí moraba desde 1952, un olor nauseabundo empezó a teñir el aire. Fue en ese instante y gracias a la pantalla de mi celular, cuando vi las cucarachas saliendo de mi eventual pelela. Trepaban por las rejas de la alcantarilla, todas empapadas por mi meo y corrían despavoridas con rumbo incierto. Una de ellas chocó contra mi talón, lo que ocasionó que saltara, cagada del miedo, y mojara con pis naranja las botamangas de mi pijama gris. Ahora mis talones no eran los únicos con evidencias de la difícil noche.

Segundos más tarde, todo el líquido había desalojado mi vejiga y siendo las 3.07 de la madrugada, me dispuse a dormir en paz. A la mañana, mientras desayunaba café con leche instantáneo con Criollitas y mermelada, mi tía Carmen, mientras prendía un espiral para los setenta y cuatro mil doscientos dos mosquitos que nos acechaban, exclamó: “¡Qué olor! Esta perra de mierda seguro meó en el patio”. Mal o bien, yo también culpé a Colita.

COLUMNA PUBLICADA EN LA EDICIÓN DE ESTE MES DE "MAVIROCK REVISTA"

domingo, enero 17, 2010

Renacer

Mi padre está maldito. Hace poco le robaron su maltrecho Fiat 1 manchado de aerosol y atormentado por el granizo. Cuando el seguro iba a disponer del dinero para compensarlo, encontraron casi entero al auto del infierno, dando origen al único caso en el mundo en el que un Fiat Uno no es desmantelado, desintegrado y reducido en menos de 45 minutos. A los pocos días le robaron el estéreo.


La oportunidad lo arrojó de frente a un corsa blanco vendido por uno de mis primos, nuevo, divino. Con estéreo. Llegamos a la conclusión mística de que al Fiat 1 le había ido tan mal por no haberlo llevado a bendecir a Luján, como a todos los autos familiares previos a ese. Con una semana de anticipación comencé a torturar la mente de mi padre con mensajes de estilo “el domingo vamos a Luján, no rompas mi ilusión”. El sábado me quedé a dormir en tierras quilmeñas, solo para despertarme el domingo a las 11 y partir rumbo a esta gran sede de catolicidad extrema.

Partimos 11 y cuarto. El calor me derretía las suelas de las ojotas, me despegaba el protector diario de la bombacha… aún cuando el aire acondicionado estaba creando estalactitas en las gotas de sudor que le chorreaban a mi padre por la pelada. Decidimos que la FM Hit con todo su pop reggeatonero feliz y amigable para viaje sería una emisora lo suficientemente impactante para emprender la hora de camino. Hicimos varios kilómetros cantando partes de temas mal recordados, hablando banalidades y festejando que por primera vez en años podíamos viajar con aire acondicionado. No podíamos evitar quejarnos por la cantidad de autos que habían decidido tomar esa misma ruta un domingo a la mañana. Ni en las peores predicciones hubiéramos imaginado al camino tan atestado. La visión era la de un rompecabezas de mil piezas desparramadas sin orden sobre el asfalto.

Entonces, sin un segundo de mentalización, el vehículo que venía frente a nosotros se detuvo como pija post inyección de viagra. David Bisbal estaba en la radio cantando ese tema idiota en el que le cuenta a su pareja actual que no para de pensar en su ex. Mi viejo volanteó hacia la derecha y el auto comenzó a girar descontrolado. Durante la primera vuelta recuerdo haber preguntado, desde una inagotable paz mental: “¿Qué está pasando, pa?”. Papá sostenía el volante y los dos nos sosteníamos del asiento. Las decenas de autos que nos secundaban nos esquivaban casi en un acto ensayado con Tom Cruise y todo el elenco de Misión putamente Imposible. El segundo trompo me dejó ver de frente a los acompañantes de los demás autos, llevando sus manos a la boca, sorprendidos de que no estuviéramos de cabeza en la ruta, destripados como codornices en las fauces de un bretón.

Luego de los giros, nos pegamos de espalda contra el guardarraíl y cabeceamos hacia adelante. Nos miramos, estábamos blancos, en silencio. Salimos a ver los daños que el auto se había hecho: eran nulos. Solo un raspón. El tema de David Bisbal había terminado. Le dije a mi padre que si moríamos llevando el auto a bendecir, iba a ir al Cielo a comenzarle un juicio político a Dios por practicarnos terrible paradoja. Pasamos unos minutos sentados al lado de la ruta viendo pasar a la gente. “Analicemos lo que acaba de pasar”, le sugerí a mi viejo, muriendo de risa: “No era el día para morir”.

Veinte minutos después, la Basílica de Luján nos recibió. Mi escepticismo se diluyó como tomates hervidos en colador y en seguida acepté el rosario pulsera que mi papá me regalaba. Compramos santos para toda la familia, colgamos un llavero del Sagrado Corazón en la llave del auto y un pequeño rosarito del espejo. Cuando llegamos a casa abrimos una cerveza, volvimos a mirarnos y sonreímos. Hoy, 17 de enero del año del mundial, mi padre y yo volvimos a nacer.